El momento es ahora

Cada vez que en nuestro país la población reclama por sus demandas y necesidades no resueltas por el todopoderoso dios mercado que determina las políticas económicas adoptadas por los administradores que ejerzan el gobierno, o no asumidas por el Estado, que descuida las obligaciones con los habitantes del territorio, surgen las voces de lobistas y aduladores del modelo imperante. Son los propios dueños y voceros de los grandes consorcios empresariales, pregonando que se viene el caos, la debacle, la crisis profunda, la miseria, el infierno. Los anunciadores del apocalipsis siempre aducen que no es el momento de hacer cambios, ni exigencias ni transformaciones pues la economía del país se irá al carajo si tales demandas se atienden. Para el país y sus habitantes, el momento es ahora; para el poder nunca será el momento. En la época presente, estos agoreros apocalípticos han estado liderados por el gerente instalado aún en la función de gobernante, Sebastián Piñera, el que ha usado tanto el Estallido Social como la pandemia para vocear una constante amenaza de caos con la finalidad de encubrir la aplicación de implacables medidas económicas orientadas a proteger a los poderosos y justificar, de ese modo, que sea la población trabajadora quien cargue con los costos de esos privilegios destinados al segmento del mandatario y sus amigos. Infundir miedo y sembrar terror ejerciendo presión sicológica masiva es un método utilizado de modo recurrente por los defensores del sistema y su modelo explotador. Son los mismos que se refieren a cualquier acto de protesta popular como vandalismo y que califican como terrorista cualquier forma de lucha que afecte el sagrado “orden público”, eufemismo arbitrario con que se intenta controlar las manifestaciones sociales de la población. Determinante es también el hecho de que, para imponer sus designios, estos dueños del poder no sólo utilizan este método sicológico sino que, preferentemente, ocupan la represión y la violencia ejercida por sus cuerpos uniformados y policiales puestos y dispuestos a su servicio. También puedes leer: EDITORIAL | El último parapeto En plena crisis sanitaria, las condiciones de abuso y explotación aumentaron drásticamente, en la misma medida que aumentaba la pobreza y desamparo de los más amplios sectores de la población. Por el contrario, en igual período de tiempo, el gran empresariado, la minúscula burbuja del poder que integra y representa Piñera, hizo crecer sus ganancias en cifras de miles de millones de dólares. Al mismo tiempo, el Gobierno ha negado el otorgamiento de una Renta Básica Universal a la ciudadanía que la demande, y ha impedido que el Estado cumpla un rol social activo en la protección de los habitantes del país. En suma, los poderosos se han hecho más poderosos, los super ricos se han convertido en más ricos. A pesar de todo ello, siguen llorando, insisten en negar las demandas ciudadanas y repiten su cantinela terrorista de augurar el caos y la miseria si se aplican cambios a su abusivo modelo de explotación. Durante este lapso de tiempo, la población ha debido cargar con cesantía, con restricciones salariales, con carencia de asistencia por parte del Estado y ha debido soportar la indiferencia de un gobierno vil que ha negado toda forma de ayuda directa, oportuna y efectiva. Los bonos, las cajas de alimentos, los préstamos financieros, no son más que migajas esparcidas con chaya suficiente como propaganda política por los gobernantes, buscando también sacar alguna rentabilidad de los escasos recursos que destinan a la población. No es un detalle menor que la ciudadanía –con la oposición y reticencia del Gobierno- haya debido recurrir a sus propios fondos previsionales para tratar de paliar en algo las urgencias sufridas a causa del descaro gobernante. En cambio, el Gobierno no sólo se negó a establecer una Renta Básica para las familias populares, sino que además se negó a fijar precios a los artículos de primera necesidad, a liberar temporalmente de costos el transporte público y fijar tarifas de crisis, se negó a eliminar transitoriamente el cobro de los servicios básicos de las viviendas y a fijar límites al alza de los valores de los servicios, se negó a eliminar el cobro del impuesto específico a los combustibles, y a congelar las deudas con la banca y el retail, entre otras negaciones sociales. Peor aún, el pueblo ha debido sufrir el rigor de la avaricia y del abuso empresarial, siendo afectado por el incesante incremento de los precios de los insumos de la canasta básica y por el alza constante de los valores de los servicios básicos. La inflación real golpea con fuerza la capacidad de poder adquisitivo de la población. Los sectores más desvalidos, con menos ingresos, con ingresos irregulares, o sin ingresos propios, ven vulnerada su capacidad de sobrevivencia producto de la indolencia social de un gobierno perverso. La inflación formal, en el curso de un año, registra un aumento de 3,3%, pero ello sobre la medición de los 384 bienes y servicios con los que se disfraza la estadística para satisfacer las vanidades de un sistema inescrupuloso y de economistas ineptos. Esta medición es un chiste de muy mal gusto para la realidad de la población mayoritaria y sólo sirve a la manipulación política y mediática. El alza de los productos de consumo básico, en especial alimentos, está disparada en índices muy por sobre el 3,3% del registro de un año y muy por sobre el registro de 1,7% de lo que va corrido de este año. El precio del pan corriente, de los cereales, harina cruda, tallarines, huevos, carnes y pescados, lácteos, frutas y verduras, legumbres, aceites y grasas, azúcar y galletas, suben sin límites afectando las posibilidades de abastecimiento y, por tanto, de nutrición de la población. Los menguados presupuestos familiares se ven cada día más limitados en su capacidad de compra. Es decir, la inflación real se mide de una manera muy triste en la realidad social. Un gráfico más fidedigno que las frías estadísticas oficiales lo brindan la masividad de Ollas Comunes que surgen y se desparraman por los barrios y comunas populares del país, llevando a los más carenciados aquello que el Gobierno y el Estado no son capaces de entregar: solidaridad y sobrevivencia. Cosa similar ocurre con los servicios básicos de consumo habitual (agua, luz, gas, teléfono, parafina, bencina, internet) y servicios varios (salud, educación, vivienda) cuyos valores han tenido alzas de precios muy por sobre lo que señalan los índices oficiales. La distorsión no es tan grotesca como en los alimentos, pero de todas maneras hay un desfase evidente entre la estadística y la realidad. De lo que se desprende que un índice tomado sobre la base de 384 cosas no se ajusta a los requerimientos verdaderos de la población; ni siquiera el indicador de 303 artículos más consumidos tiene que ver con las necesidades cotidianas de las personas. La necesidad de corregir estas distorsionadas mediciones es una de las tantas cuestiones que urge solucionar en el futuro inmediato. Aunque provoque alaridos de la casta empresarial y chillidos de la legión de sirvientes, el país necesita actualizar métodos y modelos. Del mismo modo que es urgente la definición de un nuevo sistema tributario, que tanto pavor ha causado en la burbuja del poder y ha desatado la campaña del terror para tratar de frenar cualquier transformación. El probable tímido impuesto al royalty a la minería terminó por soltar todas las lenguas del lobby y de la servidumbre. Mientras más se rellena la caja fuerte de los poderosos, más lloriquean. Volvemos a presenciar el patético discurso alarmista pretendiendo infundir miedo e incertidumbre en la población para generar una base político-social que impida los cambios. En momentos en que el precio del cobre experimenta uno de sus mayores valores, los poderosos empresarios chilenos lloriquean por no querer pagar un impuesto mínimo. Las mismas viejas y sucias artimañas usadas una y otra vez a lo largo de estos 30 y tantos años de manipulación y explotación. Según el ministro de Hacienda, Rodrigo Cerda, “hay que desapasionar la discusión tributaria”, dicho eso como una forma de ningunear a quienes reclaman la pronta implementación de un nuevo y justo sistema tributario. Pero, pese a los lloriqueos y chillidos del sirviente ministro, la reforma tributaria tiene que ocurrir pronto, tiene que ser profunda, y tiene que hacerse cargo de los deberes del Estado de generar recursos para satisfacer las necesidades y demandas de la población. El momento es ahora. Resumen       *Fotografía: Carolina Echagüe. Diario Concepción
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