Pablo Stefanoni / Revista Nueva Sociedad
El 21 de febrero pasado, Evo Morales sufrió la primera derrota electoral de su mandato. 51,30% de los electores se decantó por el «No» frente a 48,70% que dijo «Sí» a una reforma constitucional que habilitaría un nuevo periodo del presidente boliviano. Se trató, sin duda, de una consulta prematura: poco más de un año después de haber alcanzado 61% de los votos, que le permitieron iniciar su tercera presidencia en enero de 2015, Morales se lanzó a un nuevo acto electoral para modificar el artículo 168 de la Carta Magna pensando ya en 2019.1
Para justificar un nuevo mandato, el discurso oficial debió dejar atrás la antigua figura de Evo como «uno más» entre los campesinos y construir una imagen de excepcionalidad del líder, imprescindible para que la Revolución alcance sus fines. Así, el canciller David Choquehuanca declaró: «Hay un solo Fidel, un solo Gandhi, un solo Mandela y un solo Evo»2, y el vicepresidente Álvaro García Linera fue más allá al señalar frente a los campesinos: si pierde Evo, «el sol se va a esconder y la luna se va a escapar y todo será tristeza»3. Con posterioridad a la derrota, el copiloto de Morales lanzó: «Si se va, ¿quién va a protegernos?, ¿quién va a cuidarnos? Vamos a quedar como huérfanos si se va Evo. Sin padre, sin madre, así vamos a quedar si se va Evo. Por eso estoy muy triste, mis hermanos, es muy triste pero he oído a mi abuelita y me dijo que no perdimos la guerra, solo una batalla». El vicepresidente hizo estas declaraciones durante una entrega de viviendas en la localidad de Curahuara de Carangas, Oruro. Y prosiguió: «Nuestro presidente Evo, tata Evo, igual que vos, de tu mismo color de piel, de tu misma sangre, eso te está regalando, 70.000 bolivianos, casi 10.000 dólares. ¿Cuándo algún presidente se acordó de San Pedro de Curahuara? ¿Cuándo alguien regaló una vivienda al pobre, al humilde?»4.
Se podrían establecer algunas comparaciones con el anterior referéndum, en el que Morales arrasó. Si en 2008 67% de los bolivianos votó para que el líder cocalero continuara a la cabeza del Poder Ejecutivo, en un referéndum revocatorio convocado por el propio gobierno, esta vez fueron menos de 50% quienes quisieron que se «prorrogara en el poder». Y al menos hay dos grandes diferencias entre aquel y este plebiscito: en primer lugar, en 2008 se procesó la definición de la crisis política en favor del gobierno «indígena popular» –en clave pueblo/antipueblo–; y, en segundo lugar, se trataba de completar el mandato constitucional para el cual había sido elegido con más de 50% de los votos a fines de 2005, en una épica victoria electoral que conmovió a los bolivianos, incluso en las grandes ciudades, donde el apoyo al Movimiento al Socialismo (mas) siempre fue más débil. Esta vez, en cambio, se trató de una consulta tras una década de ejercicio del poder que debilitó la idea de revolución en favor de la de un gobierno «normal», con un discurso oficial que acentúa la defensa de la estabilidad y de lo conquistado por encima de las imágenes de futuro. Y todo ello en el marco de una profunda desconfianza de los bolivianos frente a la «perpetuación» de sus gobernantes en el poder, desconfianza que tiene raíces históricas. Todos los que lo intentaron fracasaron en la empresa.
Morales logró adormecer esos reflejos antirreeleccionistas, y como presidente-símbolo de una nueva era se mantuvo imbatible durante una década y llegó a ser el presidente que más tiempo pasó en el Palacio Quemado. Pero hoy esa magia se ha disipado parcialmente, lo cual –sumado a una mala campaña electoral5–derivó en una derrota «por penales». Es más, el gobierno apareció forzando su propia Constitución, mientras que una parte de la oposición, que entre 2006 y 2009 buscó frenarla, quedó ahora como defensora de esa nueva Carta.
Los éxitos del modelo
A diferencia de otros proyectos nacional-populares dirigidos por militares o por exponentes de las clases medias, el ciclo nacionalista abierto por Morales es el producto de una acumulación política de las organizaciones campesinas, cuya actividad se «desbordó» hacia las ciudades y amplió los límites del sistema institucional, democratizando el Estado y descolonizando el ejercicio del poder. El mas se sostiene en una articulación de organizaciones rurales y urbanas, con poca organicidad y mucho faccionalismo, y se mantiene unido por el liderazgo carismático de Morales. Su pervivencia en estos 20 años se debe a la eficacia de los equilibrios corporativos logrados, pero el verdadero «pegamento» ha sido el liderazgo de Morales y el avance hacia el Estado, que le permitió al partido campesino fungir como una promesa efectiva de acceso al empleo público. Sin esa promesa, el mas no habría logrado crecer ni probablemente sobrevivir unido6. Por eso, la inédita situación de tener que elegir un candidato diferente a su líder máximo no encaja bien en el oficialismo y algunos parecen entusiasmarse con repetir la consulta en 2018, lo cual no sería nada fácil.
La investidura de Morales en enero de 2006 fue escenificada como la llegada al poder del primer presidente indígena de Bolivia e incluso de América Latina. Por eso, un día antes de la toma de posesión en el Congreso, el aún líder cocalero fue investido en Tiwanaku –las ruinas de un imperio preincaico cercanas a La Paz y una suerte de cuna mítica de la nación boliviana–. Las primeras medidas de Morales plasmaron la agenda social construida en las calles desde 2000: convocatoria a una Asamblea Constituyente para «refundar» el país y nacionalización del gas y del petróleo. Durante el mes de la nacionalización (mayo de 2006), su popularidad superó, según las encuestas, el 80%. Entre 2006 y 2009, el proceso político estuvo marcado por los enfrentamientos con el autonomismo cruceño. La oposición de derecha actuó de forma territorializada y se concentró en el este y sur del país –el área no andina–, desde donde trató de resistir los cambios nacionalistas populares impulsados por el gobierno. De esos años son las movilizaciones y los referendos por la autonomía regional, finalmente incluida en la nueva Constitución.
Pero el regionalismo se enfrentó a una serie de derrotas. Aunque la derecha mantuvo el control de estas regiones, Morales logró triunfos electorales aplastantes en la arena nacional. En 2009 fue reelegido con 64% de los votos. La Constitución fue aprobada con más de 50% de los sufragios en referéndum. Entre 2009 y 2014 asistimos a un nuevo periodo, marcado por la hegemonía del mas –con dos tercios del Congreso– y la promesa de «aplicar la nueva Constitución». En todo este tiempo, el mas logró también expandirse hacia el oriente. La estrategia fue cooptar a los «eslabones débiles» de las derechas locales y acercase a los empresarios cruceños (de hecho, Morales terminó siendo huésped de la Expocruz, la feria y el orgullo de la burguesía agroindustrial). Finalmente, la segunda reelección, en 2014 (la última posible para Morales sin reformar la Constitución), marca una etapa de «despolarización» al calor del éxito económico. La oposición dura se debilitó y emergió como principal oposición una centroderecha más moderada y con menos tonalidades «restauracionistas» del ancien régime. Evo ganó en Santa Cruz con más de 50% de los votos, y a escala nacional, con más de 60%.
¿Paraísos perdidos o astucias de la modernización?
Para muchos, el de Morales es el más radical de los experimentos de cambio social posliberal en América Latina. No es militar como Hugo Chávez, no es peronista como Néstor Kirchner o Cristina Fernández de Kirchner, no es un economista blanco con tonalidades tecnocráticas como Rafael Correa, ni un izquierdista socialdemocratizado como Luiz Inácio «Lula» da Silva, Dilma Rousseff, Michelle Bachelet o Tabaré Vázquez. Si en verdad existe un «extremo Occidente» latinoamericano, Bolivia es el «extremo del extremo». En muchos sentidos, espacios antropológicamente densos como el boliviano parecen contener la energía para reencantar parcialmente al mundo desencantado del capitalismo posmoderno y pospolítico y, sin duda, el ciclo iniciado en 2006 proyecta varios imaginarios poderosos con un anclaje más o menos real y más o menos ficticio en el proceso boliviano: antiimperialismo –el núcleo de sentido de la «revolución boliviana»–; indianismo con ecos pachamámicos –indígenas como reserva moral de la humanidad, especialmente en las cumbres internacionales–; discurso del «buen vivir»; socialismo/anticapitalismo –con presencia en los discursos y conferencias de Morales y García Linera–; y comunitarismo –escrito en la nueva Constitución Política del Estado–.
La historia, no obstante, suele ser paradójica. Por ejemplo, en el censo de población de 2012, la población que se autoidentifica como indígena descendió del 62% registrado en el censo de 2001 a 42%. Las causas de esto aún son inciertas, pero lo cierto es que el ser indígena ya no es mera «resistencia» como en 2001 y se ha estabilizado en una serie de rituales oficiales –rituales que, obviamente, son hoy parte del poder–. Por otro lado, una paradoja adicional es que el Estado plurinacional viene siendo una maquinaria de construcción de la nación –en singular– mucho más poderosa que cualquier intento previo7. Y finalmente, la combinación de inclusión social –crecimiento del mercado interno– altos precios de las materias primas ha dado lugar a una expansión capitalista desconocida en el pasado –especialmente vía la democratización del consumo–. Estos «paraísos perdidos» de la revolución alimentaron algunas disidencias intelectuales que no lograron traducirse en votos ni expresar un sujeto social realmente existente.
En su «década ganada», Morales logró unas cifras económicas que hubieran sido la envidia de sus antecesores: reservas internacionales equivalentes a 50% del pib, baja inflación, crecimiento sostenido de alrededor de 5% durante casi una década…. Estos resultados se consiguieron con una mezcla de nacionalismo económico y prudencia fiscal que generó amplios elogios, desde el New York Times hasta el Banco Mundial8. No se trata ni de una mera continuidad del neoliberalismo (hoy el Estado controla la mayor parte del excedente) ni del tránsito hacia ningún tipo de poscapitalismo, sino de una versión actualizada del nacionalismo popular latinoamericano.No hay que olvidar que cuando la izquierda gobernó en Bolivia (1982-1985) debió abandonar el poder antes de tiempo, en medio de una brutal hiperinflación que operó como un verdadero trauma social. Y ese recuerdo, sumado a la subjetividad campesina de Evo expresada en su aversión a las deudas y a cierta tendencia a «guardar la plata bajo el colchón», explica que Bolivia tenga hoy 13.000 millones de dólares de reservas internacionales. El ministro de Economía, Luis Arce Catacora, lleva una década en el cargo, sin duda todo un récord para Bolivia.
Es la economía la que contribuyó a operar lo que el analista Fernando Molina caracterizó como la «despolarización» política del país9. Al mismo tiempo, la estabilidad económica –que hoy Morales suele resaltar como la principal razón para votar al mas– plantea una suerte de bifurcación en el bloque bolivariano entre Bolivia y Ecuador (hoy ya en problemas debido al corsé de la dolarización), por un lado, y Venezuela por el otro, junto con un debilitamiento generalizado del «socialismo del siglo xxi» en favor de perspectivas neodesarrollistas. La nueva etapa de pospolarización en Bolivia se ratificó en las urnas: en 2014, el segundo lugar nacional fue ocupado por una opción de centroderecha que buscó convencer a los bolivianos de que mantendría «lo bueno» que hizo el mas y no desplegó un discurso restaurador del viejo orden; incluso tuvo candidatos de origen indígena. Otro efecto del nuevo escenario es que dos ex-presidentes (Carlos Mesa y Eduardo Rodríguez Veltzé) aceptaron la propuesta de Morales de ser portavoces de la demanda marítima frente a Chile en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, el primero como vocero internacional de las razones bolivianas y el segundo como embajador en Holanda y articulador del juicio.
Adicionalmente, en el éxito del «modelo Evo» hay que incluir la propia estructura del mas, sede de una alianza entre diferentes sectores sociales, territoriales, gremiales y étnicos, aunque hoy este modelo en alguna medida se ha desgastado. Para muchos sectores sociales, como ha mostrado el sociólogo Hervé Do Alto, las listas electorales del mas –confeccionadas con una mezcla de participación desde abajo y decisionismo presidencial desde arriba– son una forma bastante eficaz de acceso al Estado y de «autorrepresentación» política10. Por eso, entre otras cosas, quienes desde el mundo intelectual se propusieron «reconducir el proceso de cambio» –y recuperar su épica, sus promesas de ruptura y sus paraísos iniciales– no lograron avanzar en sus objetivos. El vicepresidente García Linera definió así la etapa actual y defendió el rol del Estado y una visión pragmática:
Mientras no surgen iniciativas comunitarias de parte de la sociedad, tenemos que trabajar con lo que existe y esos son empresarios, que tienen que reforzarse, crecer y generar más riqueza. Sáquense ese chip de en qué momento el gobierno va a dar el golpe y estatizar todo. Eso no va a suceder, eso ha fracasado y eso no es socialismo, la estatización de los medios de producción llevó a un tipo de socialismo bastardo y fallido. No repetiremos ese error. No repetimos la experiencia de la udp [Unidad Democrática y Popular} en los 80, no repetimos lo de la urss.
Al mismo tiempo, definió las tensiones del proyecto desde una lectura basada en Antonio Gramsci y Ernesto Laclau:
Si un proyecto se queda en su núcleo original es dominación e imposición. Abrirse tanto que los otros sectores te pueden copar e imponer siempre será el riesgo de una hegemonía, por eso es una batalla. Al haber incorporado a tu adversario en tu proyecto universal, [este] deja de atrincherarse en un feudo y ya no podrá generar contrapoder. El riesgo es que tengas un adversario lo suficientemente hábil, inteligente, que desde el interior de tu proyecto convierta al suyo en el hegemón del proyecto universal.11
Sin duda Bolivia avanzó en la descolonización, pero no en la clave que imaginaron algunos pensadores «radicales» que conciben lo indígena como pura otredad, sino más bien en clave de mestizaje cheje, como lo denominó la socióloga Silvia Rivera; un mestizaje de matriz indígena, abigarrado y sin los complejos de antaño12. La arquitectura andina de El Alto, con sus cholets, podría ser un buen ejemplo visual13. Esta descolonización tiene dos vías: la movilidad social vía el acceso al Estado y vía el mercado. Un ejemplo es el acceso mayor de los hijos de comerciantes aymaras a universidades privadas de prestigio, como la Católica de La Paz. Otro, la incorporación de comerciantes aymaras en redes globales que llegan hasta China14. La descolonización es sede de una tensión constitutiva entre la integración y la diferencia, y en la mezcla entre ambos polos está lo cheje. La construcción del satélite Tupak Katari o el impresionante teleférico entre El Alto y La Paz son grandes obras que sintetizan el imaginario de «gran salto adelante» que anida en la visión de país de Morales y que sin duda tiene mucho de ilusión desarrollista desconectada de las potencialidades técnico-científicas reales del país. Las ideas sobre una Bolivia potencia energética contuvieron un exceso de exitismo (y tonalidades de los años 50), que opacaron algunos avances efectivos en materia hidrocarburífera, mientras temas como salud y educación seguían como asignaturas pendientes. Lo mismo ocurrió con el satélite, que generó demasiada sobreactuación, efectiva al comienzo pero contraproducente después. La posibilidad de dar el salto industrial, sin un aparato técnico-científico que acompañe, se vuelve ilusoria y lineal. El Plan Nacional de Desarrollo-Agenda Patriótica 2025 (en referencia al bicentenario nacional) es demasiado general. La importancia que el presidente boliviano asignó a que el rally Dakar pase por Bolivia –pese a su colonialismo intrínseco, así como a sus efectos ambientales– es uno de los elementos de tensión discursiva en el relato oficial, que transitó hacia vertientes más centristas. Al mismo tiempo, el énfasis en la macroeconomía y sus cifras ocluye algunos debates más generales sobre el horizonte futuro del país. Bolivia no es Corea del Sur: no tiene ni el Estado, ni las elites para avanzar en ese camino de país agrario a industrial, más allá de las valoraciones que tengamos acerca de la deseabilidad de un modelo semejante.
Entonces, ¿qué pasó?
Lo primero que hay que señalar es que el resultado del referéndum muestra un escenario en el que cualquier elemento podría haber trocado el «No» en «Sí». En ese sentido, es necesario escapar al sobreanálisis en un contexto en el que todo podía pasar. No obstante, sí se puede pensar en el porqué de la caída en votos del oficialismo desde resultados siempre superiores a 60% a menos de 50% y, más en general, en el debilitamiento «intelectual y moral» del denominado proceso de cambio.
Los resultados pueden leerse como una pérdida de los sectores que el mas había venido conquistando en las urnas –mediante su expansión hegemónica–, pero que estaban lejos de una lealtad electoral absoluta: votantes de las grandes ciudades y del oriente autonomista liderado por Santa Cruz. Pero también hubo pérdida de votos en dos bastiones: Potosí, donde hubo un fuerte voto castigo por la extendida opinión de que el presidente no atendió las demandas de la región15, y la emblemática ciudad de El Alto, donde en 2015 ganó una alcaldesa opositora (Soledad Chapetón) y, días previos al referéndum, durante una movilización de padres de familia, fue quemada la alcaldía con un saldo de seis muertos. Sectores afines al oficialismo fueron acusados por acción (sindicalistas como Braulio Rocha) u omisión (la supuesta reticencia al envío de policías por parte del gobierno). El triunfo de Chapetón, pero también la derrota del mas para la gobernación de La Paz en 2015, habían proyectado algunas luces amarillas: aunque la lógica de las elecciones locales es diferente de la nacional, el revés en esos dos bastiones del evismo mostraba problemas en el interior del mas. En este marco, los campesinos y los votantes de ciudades intermedias fueron quienes salvaron al presidente de una derrota mayor el 21 de febrero.
Más allá de la sociología del voto del referéndum, la campaña mostró una pérdida de iniciativa del gobierno y un desgaste de la gestión –asociado al estilo «soberbio» que muchos críticos perciben en las autoridades–. Adicionalmente, cabe destacar la extendida sensación de que se fue consolidando una nueva «elite azul», en referencia a los colores del mas, y la existencia de un republicanismo plebeyo, difundido en la sociedad, que funciona como un moderador del «prorroguismo» en el poder.
Por su parte, las redes sociales ocuparon un espacio excepcional en esta campaña, frente a la incapacidad del gobierno para leer estas nuevas formas de hacer política. Allí se desplegó parte de la energía del «No». Una serie de figuras –como los periodistas Amalia Pando o el más polémico Carlos Valverde desde Santa Cruz, quien develó el «caso Zapata», que luego abordaremos– se sumó a gran cantidad de autoridades regionales opositoras y dinamizó la campaña antirreforma. El componente «ciudadano» del «No», tanto real como imaginario, fue clave en la disputa de sentidos entre un «Sí» «desde arriba» y un «No» «desde abajo», lo que revirtió la imagen histórica del mas como expresión del subsuelo de la política y representante de la Bolivia profunda e invisible que se proponía «asaltar los cielos» en las elecciones de 2002, cuando Morales quedó en un sorprendente segundo lugar. Fue en las redes donde circularon sin cesar comentarios y «memes» sobre la corrupción en el Fondo Indígena (una institución de desarrollo rural), así como el sonado caso de Gabriela Zapata, una ex-pareja del presidente acusada de conseguir contratos de obra pública para una empresa china. El «Sí» quedó entonces simbólicamente del lado del poder, y el «No», del antipoder; allí residió el éxito del «No» en la puja de sentidos de la campaña. Por eso, tras perder, Morales señaló ante los campesinos: «Ahora vamos a prepararnos para ser invencibles contra el imperio, controlando las redes sociales»16.
El «affaire Zapata» tuvo una fuerte incidencia en la campaña porque, por primera vez, un supuesto caso de tráfico de influencias tocó a la figura presidencial. Se trata de una joven ex-novia (secreta) del presidente boliviano, cuya relación data de 2007, que en 2013 y sin credenciales evidentes llegó a ser gerente de una empresa china con millonarios contratos con el Estado18. El caso se complicó porque Morales negó haber vuelto a ver a Zapata, pero una foto la mostraba al lado del presidente durante el carnaval de Oruro de 2014. Y la historia siguió: el mandatario reconoció haber tenido un hijo con su entonces pareja, pero sostuvo que el bebé había fallecido. Tras la derrota electoral, Zapata fue detenida acusada de enriquecimiento ilícito, y en un desenlace con tintes de telenovela, una supuesta tía de la acusada señaló que el niño está sano y salvo en La Paz. Este costado del caso –el niño no apareció hasta ahora ni tampoco su partida de defunción– también habilitó la crítica feminista, y así la activista María Galindo escribió:
Evo Morales tuvo un hijo al que no vio nacer porque estaba ocupado jugando fútbol, teniendo una reunión sindical o de gabinete, lo mismo da. Como cientos de hombres que no están ahí y que se justifican, igualito que el Presidente. Su hijo enfermó y Evo dice que colaboró económicamente, pero no sabe qué tenía. No lo sostuvo en brazos, no lo curó. No estuvo ahí porque tenía cualquier cosa más importante que hacer. Le informaron que el niño murió, pero no lo arropó muerto, no lo lloró, no lo enterró, porque el niño no le importaba.
Pero más allá de estas denuncias, el «No» encontró un argumento que se transformó en un arma poderosa porque encajaba con un sentimiento generalizado, sobre todo en sectores urbanos: que el de Evo fue, en efecto, un buen gobierno en muchos aspectos, pero que no es bueno que se «perpetúe» en el poder. Por ejemplo, el escritor Edmundo Paz Soldán declaró que ve a Bolivia en esta década «con una economía que no ha dejado de crecer, que ha permitido la disminución de la pobreza extrema, la expansión de la clase media y la mejora notable de nuestros indicadores de salud y educación». Agrega que «Morales ha sabido manejar la economía, ha promovido necesarias políticas de inclusión de grupos excluidos, y ha consolidado una política marítima coherente; ha proyectado también al país en el campo internacional». Sostiene que «en lo negativo, están la corrupción institucionalizada, la falta de independencia del Poder Judicial, la falta de políticas de equidad de género, y la ausencia de un verdadero plan de industrialización que haga que Bolivia deje de ser una economía dependiente de sus materias primas». Y concluye: «Yo solo espero que Bolivia esté a la altura y le muestre al continente que, por más que admire a Evo y apruebe su gestión, confía más en sus instituciones y en una democracia que limita los impulsos que tienen sus líderes de quedarse para siempre en el poder»19. En este razonamiento están contenidas muchas de las percepciones que fortalecieron el voto por el «No»; las más difíciles de neutralizar desde el gobierno, con sus datos económicos y los power point del vicepresidente con las cifras de la bonanza.
Pero la pérdida de magia también resucitó otros fantasmas. La mencionada quema de la alcaldía de El Alto dejó en evidencia que los radicales repertorios de acción colectiva que en 2003 abrieron paso a la épica Guerra del Gas pueden ser en otro contexto la pervivencia de formas de protesta violentas, que impiden un funcionamiento normal de las instituciones y causan muertes. Todo esto genera un fuerte rechazo de las «mayorías silenciosas» hacia movimientos sociales replegados a instancias corporativas e incluso asociados a prácticas filomafiosas, como ocurre con el mencionado cacique sindical alteño Braulio Rocha, quien había advertido a Chapetón que él sería «su pesadilla» y que fue detenido tras el incendio.
Nuevo escenario
Morales siempre creyó que su hermandad es con los campesinos, que son ellos quienes nunca lo van a abandonar, mientras que el apoyo urbano es siempre desconfiado, poco leal y volátil. Allí residieron la fortaleza y la debilidad del proyecto de Evo durante esta década; paradójicamente, siempre se asentó en una matriz campesina, mientras el país se vuelve cada vez más urbano. No es casual que, tras los resultados adversos, aun en medio del avance del conteo oficial, el presidente recordara los ataques que, como candidato campesino, recibiera en 2005, cuando lo acusaban de «narcotraficante». Fue una suerte de refugio en el Evo campesino que la gestión del poder ha venido borrando en su figura; un retorno a los orígenes y al entorno en el que se siente más seguro, el del «pacto de sangre» étnico-cultural. Pero precisamente si el mas quiere reenamorar a los bolivianos desencantados, el repliegue puede ser una trampa que cancele la posibilidad de recuperar votantes, en condiciones más difíciles que en el pasado (y a la derrota se pueden sumar en el futuro cercano restricciones económicas, en una economía tanto o más extractiva que cuando Morales llegó al sillón presidencial y nacionalizó el gas). Además, el resultado del referéndum volvió a traer a escena la imagen de las «dos Bolivias»: andina/oriental, urbana/rural, en una polarización electoral que no parece fácil de disipar.
Los vientos de la región no ayudan al gobierno. Habrá que ver si el «No» da lugar al fortalecimiento de nuevas derechas que hoy controlan gobiernos locales pero no tienen figuras, relatos ni visiones de país de alcance nacional, y si la oposición logra deshacerse de los filones racistas de parte de sus adherentes. Si la imposibilidad de una nueva postulación del líder máximo del mas deviene en fin de un ciclo. Si el gobierno recupera los reflejos y se repone del desgaste político-moral. Todos tendrán casi cuatro años para dar batalla en el nuevo escenario. Un nuevo escenario en el que conviven fantasmas del pasado, problemas del presente e incertidumbre sobre el futuro, pero en el que ni Bolivia ni los bolivianos son los mismos que hace una década. Un nuevo escenario aún abierto.