Según la encuesta Biobarómetro, elaborada en Concepción, el 58,4% de los chilenos considera que la próxima presidenta incumplirá sus promesas de campaña. Sólo el 31,6% muestra confianza en sus ofrecimientos. Especificando, el 55,8% es escéptico respecto a que el próximo gobierno mejorará los niveles de satisfacción con la salud pública. El 64% considera que el próximo gobierno no solucionará las demandas de los estudiantes. 73% afirma que la próxima administración no resolverá los problemas de seguridad ciudadana. 59,1% no cree que en la próxima administración legislará a favor del matrimonio entre personas del mismo sexo. 69,5% descree que se despenalizará el aborto. 63% no estima que el próximo gobierno despenalizará el consumo de marihuana. 74% no piensa que se convocará a una Asamblea Constituyente.
Ese 58,4% de “incrédulos” frente a las promesas electorales coincide con el 58,1% de abstención del 15 de diciembre. Es un universo disímil, que lo único que tiene en común es su férreo escepticismo. Es el país desengañado, que ya no se fía en la palabra y los gestos de la dirigencia política. Descreído, incrédulo, desilusionado o desalentado. Poco importa cómo se lo describa. Es la mayoría en el país real. La encuesta no dice que este 58% no aspire a transformaciones profundas. Simplemente refleja una desconfianza radical.
Jovino Novoa ha tratado de interpretar la abstención afirmando que Bachelet no tiene representatividad ni mandato para impulsar cambios profundos, y quienes se han abstenido están “conformes” con el país en el que viven. Niega así una biblioteca completa de estudios que desde hace décadas muestran un altísimo malestar en la sociedad. Un desagrado que se ha agudizado en los últimos cuatro años. La incapacidad de este tipo de políticos para reconocer estas evidencias muestra que viven de acuerdo a la máxima “Si la realidad contradice el modelo , peor para la realidad”.
La eufórica Nueva Mayoría parece incómoda cuando se les recuerda el volumen de abstención. Aunque la derecha intente manipular estas cifras, es imposible negar su volumen. No se puede justificar un 41% de participación electoral en la existencia del voto voluntario. En los países con voto obligatorio pero que no sancionan a quienes no votan, la participación media llega al 74%. Y en donde hay voto voluntario la participación alcanza un promedio del 68%(1). En Alemania llegó a un 66,04% en 2013, en España a un 63,26% en 2011 y a un 53,57% en EE.UU., en 2012.
Tampoco esta abstención tiene antecedentes históricos en Chile. La participación electoral, desde la introducción de la cédula única de votación en 1958, vivió un ascenso permanente: 1957: 22%; 1961: 32%, 1965: 50%, 1969: 45% y 1973: 63%. En el plebiscito del 5 de octubre de 1988 votó el 97.53% de los inscritos, que representaban el 86,8% de la población en edad de votar, y en las presidenciales de 1989 un 92,3% de los inscritos. Ese mismo año la Concertación presentó el programa electoral más claro y profundo que ha elaborado hasta la fecha. La plataforma de Aylwin contenía cambios que sin ser radicales, buscaban cambiar el “carácter” del modelo económico, y reordenaban el sistema político. Pero ese programa se convirtió en papel mojado. Hugo Fazio, en su libro El programa abandonado observaba: “Los hechos muestran que tal programa está lejos de haberse cumplido. No se trata de errores cometidos o medidas fortuitas y /o coyunturales, que debieron tomarse dadas las circunstancias. Muy por el contrario”(2). Fazio narra cómo el primer gobierno concertacionista fue tejiendo un “consenso en las alturas” con el gran empresariado y la derecha, que torció la voluntad que inspiraba el programa votado en diciembre de 1989.
A partir de 1993 los programas de la Concertación se llenaron de significantes vacíos como “nuevos tiempos”, “equidad”, “tolerancia”, etc. Adjetivos con los que es imposible estar en desacuerdo, pero difícilmente evaluables. ¿Cómo no concordar con la idea laguista de “Crecer con igualdad”? ¿O con el freísta “Vamos a vivir mejor”? En paralelo, la influencia lavinista comenzó a cosificar y minimizar los programas. Desaparecieron las propuestas políticas nacionales y se comenzó a ofrecer un listado de pequeñas medidas, acotadas y focalizadas en grupos particulares, cuyos destinatarios, dispersos y desorganizados, no pudieron supervisar y exigir su cumplimiento cabal. Piñera llevó esta estrategia a su cumbre. Así entusiasmó, pero terminó desilusionando a casi todos.
En estas elecciones, la Nueva Mayoría ha retornado a la “gran política” mediante tres promesas mayores: nueva Constitución, educación gratuita y reforma tributaria. A una parte del electorado estos compromisos le han entusiasmado, y con justificadas razones. Pero otro amplio sector no ha acompañado esta esperanza. Y no porque estén en contra de estas propuestas, sino porque consideran que caen a destiempo. ¿Cómo creer que se cumplirán estos grandes compromisos si no se cumplieron los pequeños ofrecimientos de antaño? Ya se han contagiado del síndrome del programa abandonado. ¿Hay antídoto ante tamaña infección? Sólo uno: cumplir lo prometido. Ser flexible en las estrategias, inteligente en los caminos, pero fijarse líneas rojas que, cueste lo que cueste, no se esté dispuesto a traspasar. Si la Nueva Mayoría no asume este criterio, la actual epidemia se transformará a muy corto plazo en una pandemia con pronóstico desconocido.
(1) International Institute for Democracy and Electoral Assistance.
(2) Fazio, Hugo. El programa abandonado , Santiago, LOM, 1996. p. 12.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 796, 20 de diciembre, 2013
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