Es psicoanalista y durante diez años trabajó en instituciones donde son alojados chicos judicializados. Con esa experiencia desarrolló una crítica al papel de la psicología dentro del sistema penal. Rechaza la identificación de lo delincuencial con lo patológico. La llamada inseguridad, los reclamos de justicia y el poder.
–En su libro Psicoanálisis y Criminología afirma que asociar lo delictivo con lo patológico es una concepción errónea, ¿por qué?
–Porque en realidad se trata de dar una justificación a la existencia del sistema penal. El positivismo psiquiátrico, a principios del siglo XX, llegó a considerar incluso la posibilidad de que un individuo naciera con determinadas características que a la larga lo convertirían en un delincuente. Lo que sucede actualmente en nuestra sociedad es que el objeto a perseguir y castigar está perfectamente identificado. Se trata de una persona joven, pobre, morocha y que habita comúnmente en una villa. Es un marginal y hay que encerrarlo. Esas son las características que se emplean comúnmente para describir al delincuente por parte de quienes están dentro del contrato social. La psicología positivista desempeña un rol funcional con esta mirada, pues encasilla al delincuente como psicótico o una persona carente de una figura paterna o de límites. Todo eso es falso. Un padre alcohólico y una madre prostituta no están condenados a engendrar a una prole de delincuentes, es lo que trato de demostrar en mi libro. Muchos psicólogos y psiquiatras tienden a identificar al crimen con algo que está por fuera del contrato social y en consecuencia pasa a ser lo patológico. Es una construcción académica al servicio del poder y de la legitimación de las facultades de castigar.
–¿Entonces el delito va más allá de cuestiones que tienen que ver con la culpa, la resolución del complejo de Edipo y la motivación del goce, como se sostiene desde la escuela clásica de la psiquiatría?
–Para mí, la delincuencia tiene que ver con otras cuestiones más profundas e individuales. No existe el patrón para describir a un potencial delincuente. Hay razones diversas. No se trata simplemente de un sujeto con el Yo débil y baja tolerancia a la frustración o de un trastorno antisocial de la personalidad.
–Decir entonces que un determinado ambiente social condiciona el surgimiento delictivo ¿es también una falacia?
–Esa es una pregunta tabú, difícil de contestar para mí, ya que mi discurso tiende a ir en contra de la estigmatización, pero la cosa sería más o menos así: existe un club criminal, delictivo, con sus códigos, tradiciones y un sentido de moral contrario al que rige la lógica del contrato social establecido. Sería un contrato distinto, con tradiciones paganas muy fuertes, que guían la conformación de una construcción diferente de la justicia, reinada por dioses paganos. El ejemplo más clásico son las figuras como el Gauchito Gil, San La Muerte o el Frente Vital. Son seres legendarios, transgresores, que ejercen una justicia distinta de la de los tribunales. Es una moral distinta, contraria a la imperante. Esa cultura delictiva se forma en función de intercambios sociales donde se establecen regulaciones, como por ejemplo la de no robarle a la gente que habita en el mismo barrio. Cuando se vive dentro de ese club delictivo, es muy difícil que alguien quiera reintegrarse a un funcionamiento social convencional. En la medida en que se comenten crímenes, se asciende en una escala de prestigio y poder, donde comienzan a darse incluso ciertas complicidades con los actores del sistema legal oficial. Es más, el hecho de ir a dar a la cárcel es algo común, esperable. Ahora, un pibe que vive en una villa y tiene entre 10 y 12 años está fuera de la ética de ese club, pero va a terminar asociándose a ella en la medida en que sea judicializado. Y ésa es la gran paradoja, el sistema penal es el principal formador de delincuentes.
–¿Cómo se sale entonces de esa lógica?
–El tema pasa por tomar a esos pibes y tratarlos en una terapia antes de que caigan en manos del sistema penal. La gran mayoría de los pibes que están en la calle, muchos de los cuales están a la deriva, son tratables y no tienen el delito como un destino.
–Y quien entra a ese club, como usted menciona, ¿no se encuentra a la deriva?
–No. Quien decide tomar el camino del delito y construir una trayectoria en él, sabe lo que pretende y existen pocas chances de que pueda y quiera dejar el club, aunque tampoco es imposible, desde luego.
–¿Cómo sería entonces una terapia destinada a evitar que los chicos que se encuentran en una situación social de riesgo ingresen?
–Hay que encontrar motivaciones para cada caso. No existen parámetros universales. En mi libro cuento la historia de un chico judicializado que salió del delito porque un pariente lejano le dio la posibilidad de trabajar con él en una verdulería. Ahora, no se trata de armar programas laborales para reinsertar pibes en verdulerías, por eso digo, cada caso es particular. La tarea pasa por encontrar un rumbo, una vocación en la cual puedan desarrollarse. Para algunos será algún oficio, para otros un deporte. El tema es que cada uno encuentre un camino.
–Pero estar a la deriva no sólo es una cuestión propia de las clases sociales menos favorecidas.
–Claro que no. El tema es que los ricos no están tan expuestos y por lo general no terminan presos. Está lleno de personas con dinero que no tienen rumbo, pero se tratan en lugares donde se encuentran más resguardados y no terminan encarcelados.
–En su libro critica la teoría marxista que tiende a emparentar el delito con la exclusión social.
–Comparto muchos aspectos que la crítica marxista formula con respecto a la evolución de la sociedad capitalista. No se puede discutir que con salud, educación y trabajo se elevan las condiciones de vida de la población, pero es mentira que solamente con justicia social se evita el delito. En las sociedades más desarrolladas que la nuestra, con estándares de vida más elevados, el crimen también existe. Como dije antes, el delincuente es la resultante de motivaciones personales y de un sistema penal que lo induce a reincidir. Pasa por ahí.
–¿La persona que delinque es alguien que pugna por ingresar al contrato social?
–En parte sí. Es un sujeto desarraigado, desamparado, que vive en medio de un clima de angustia. Podría decirse que está afuera de todo. Lo que sucede es que muchas veces quiere ingresar por la fuerza. Golpean las instituciones, comienzan por violentar las normas. Pero en realidad quieren estar adentro. Comenzar a escuchar, entender lo que les pasa es una forma de evitar que persistan. Sé que suena idílico, pero se puede. Lo digo por mi propia experiencia. Durante diez años trabajé en instituciones adonde llegaban menores de edad con causas judiciales y muchos pudieron salir de ese derrotero que concluye en la cárcel. El pibe que sale a robar quiere llamar la atención y es porque la perdieron, carecen de la mirada de un otro. Entonces buscan referencias, no las hay, bueno, salen a robar. Corregir eso con represión y castigo es un error. Se reproduce todo lo anterior y termina siendo peor.
–Antes dijo que las nociones clásicas de la psicología y la psiquiatría nutren al Derecho Penal y la criminología. ¿Podría explicarlo?
–Dentro de la criminología, es decir, la ciencia que estudia el comportamiento criminal, puede decirse que sí. En cambio, en el derecho penal, no, porque parte de una visión dogmática, cerrada, dura. Todo lo que está fuera de la ley está excluido. En esto coincide con la visión del psicoanálisis clásico, para el cual la culpa es la referencia de la Ley. Pero lo falaz es creer que la única norma es la del tribunal y que además es buena y justa. En realidad, el sistema penal está hecho para criminalizar a los pobres, que son quienes pueblan las cárceles. Por lo general, el Derecho Penal no alcanza a los ricos. Al poder no se lo juzga.
–Frente a la problemática de la inseguridad, hay sectores que piden justicia. ¿Sirve de algo el reclamo?
–Creo que no. También se demanda aumento de penas y leyes más duras y lo único que se hace es reforzar la posición de un sistema penal que más que ser una solución está en el centro del problema. El discurso de la inseguridad se basa en una especie de sistema de difusión que reproduce dos o tres conceptos que son siempre los mismos: “Los jueces son encubridores; los delincuentes entran por una puerta y salen por la otra; no se trata de rehabilitar sino de castigar”... Se crea entonces una noción binaria, por la cual la seguridad de la gente depende del encierro del otro, de quien es peligroso. Se establece un ellos y un nosotros.
–¿Cómo se define eso que describe como sistema penal? ¿Es algo que va más allá de las cárceles?
–Está comprendido por tres estamentos. El primero es el Poder Judicial, con los jueces, fiscales y funcionarios. Luego vendría la policía y por último la cárcel. Todo eso funciona con una cobertura política, desde donde emanan las órdenes. Además, están los medios de comunicación, que actualmente funcionan como un cuarto estamento y en definitiva sirven como agentes de propaganda. Sin embargo, en este engranaje, la policía es la que más poder tiene, porque regula la entrada y la salida al sistema penal, con todo lo que ello implica. Cuando la gente reclama “más policía en las calles”, en verdad está pidiendo más autonomía de esa fuerza en relación con los poderes del Estado. Y eso es muy peligroso.
–Dice además que este sistema está vaciado de contenido ético.
–Sí, y es casi imposible que lo tenga. El contenido ético está en el derecho, con su filosofía y sus criterios. Pero la policía está en la calle y el Servicio Penitenciario en las cárceles, lugares en los cuales los jueces no están o no pueden llegar. Allí rige el poder real, algo que los jueces no detentan.
–Sin embargo, ¿cree que la cárcel debe desaparecer?
–No, y es bueno dejarlo en claro. Hay crímenes que deben ser condenados y por los cuales hay que purgar penas. Una cosa es encerrar asesinos y violadores y algo muy distinto es judicializar a menores, someterlos a un sistema punitivo que los va a destruir. El tema es que se encierra gente que se considera peligrosa en un régimen que los lleva al delito. La cárcel es un mero depósito.
–¿Estudiar una carrera en la cárcel facilita las condiciones de resocialización?
–Por sí sólo, no. No creo que baste con hacer estudiar a los presos para que no reincidan. El tema debe analizarse caso por caso y ver qué le hace ley a cada uno. De todos modos, me parece bien que en la cárcel exista esa posibilidad.
–Una creencia muy instalada es que el incremento en el consumo de drogas está vinculado con la inseguridad.
–La droga no tiene nada que ver con la delincuencia, es un problema de clase alta. Drogarse no induce al delito. El toxicómano tiene un problema de salud y debe ser tratado en un centro de salud, no en una cárcel. Aunque la problemática de la legalización es larga y compleja de ser abordada, no obstante creo que judicializar al adicto no contribuye en nada.
–Muchas veces, el discurso crítico del sistema penal es rebatido con el argumento de “vos hablás así porque no te mataron a nadie”. ¿Le sucede a menudo?
–Me pasa todo el tiempo, sobre todo con mis alumnos en las facultades donde doy clases. Digo que es una cosa distinta. Lo que trato de analizar es una cuestión general, que no puede ser abordada desde una visión traumática. La voz de la víctima se ha transformado en una referencia importante en el mundo contemporáneo. El tema es qué se hace con eso. Y es que muchas veces se utiliza el relato de quien sufre para reproducir un orden de cosas. Desde muchos lugares se discute aumentar las penas o bajar la edad de imputabilidad de los menores, cuando en rigor, lo que es inimputable es el poder.
–Este libro que escribió tuvo mucha repercusión en México, una sociedad que desde hace años sufre el incremento de la violencia en el marco de un conflicto entre carteles de la droga. ¿Lo sorprendió que en un lugar con tanta violencia haya tanto interés en escuchar un discurso distinto del de mano dura y represión?
–Es que en México existe una criminalidad de mercado, que está muy aceitada y con muchas complicidades con los poderes estatales que negocian con los carteles. Se trata de un sistema penal subterráneo donde las ejecuciones extrajudiciales son moneda corriente. En una sociedad que a diario debe convivir con ese estado de cosas, comienza a replantearse si tiene sentido aplicar los parámetros clásicos de castigo y control.
–En eso que usted define como sistema penal deben de existir personas que cumplen funciones que acuerdan con las ideas que usted plantea. ¿Eso le otorga algún dejo de esperanza de que las cosas puedan cambiar?
–En realidad, no. Es que considero que un funcionario o un grupo de ellos no pueden cambiar las cosas desde adentro por más bienintencionados que sean. Las cosas cambian desde el poder, cuando acceden a las instancias superiores personas con voluntad de política de impulsar modificaciones. Veo como algo muy positivo que en la Corte Suprema haya un juez con la mentalidad de Raúl Zaffaroni. Desde esos lugares se pueden empezar a transitar caminos distintos.