Había dos importantes motivos por los que a Rita le encantaban los bares. El primero de ellos era su relación de amor y odio con la soledad; el segundo, que era una alcohólica sin remedio y cualquier cantina, por miserable que fuera, le parecía un buen lugar para echar un trago. Pero desde que se hacía acompañar por Manuel, la cosa era diferente. Su incontrolable coquetería hacía que la parejita se metiera en líos con facilidad.
Normalmente, sucedía tras beber algunas copas. Ella no controlaba su escote y los otros borrachos no controlaban sus ojos. Se le acercaban más de la cuenta, y el resultado era siempre el mismo:
— ¿Cuánto cobras, preciosa?
— ¡Vamos, condenada, muestra un poco más!
— ¡No te hagas de rogar, todos sabemos a lo que vienes!
Entonces Manuel se abalanzaba sobre el desubicado, aunque a veces fuera más de uno y supiera de antemano que recibiría una paliza.
Otra de las actividades favoritas de Manuel y Rita era colarse en los edificios deshabitados después del terremoto, con orden de demolición. Normalmente, se las arreglaban para subir hasta el último piso, y una vez allí, amarse entre botellas vacías de cerveza, restos de álbumes de fotos familiares, plantas de interior secas, y el permanente riesgo de que alguien apareciera en cualquier momento. Podía ser un ladrón, un policía u otra gente de mala vida.
La mañana que subieron al Alto Arauco II de Avenida Los Carrera, decidieron hacer una pausa en el departamento 1401. Desde la altura contemplaron la Plaza Condell, la laguna Tres Pascualas y sus alrededores. Era realmente grato estar allí, en un edificio que no obstante estar herido de muerte, se conservaba aún en pie, y sólo porque nadie quería hacerse responsable de derribarlo. Se sentaron sobre la alfombra húmeda por la lluvia –habían desaparecido las ventanas-, y fumaron contemplando el paisaje. Viajaron todo lo lejos que pueden hacerlo dos almas unidas por una misma necesidad de superar el vacío, la ansiosa locura por encontrar un pequeño paraíso en un lugar que no les corresponde. Rayaron como niños las paredes de aquella habitación, con versos de un libro de Alcalde que una vez hicieron suyo:
Aquellos
que copularon
hasta exterminarse
rodeados de humo
una botella vacía, hastío
y melancolía
El amor los resucite.
De pronto, escucharon pasos, que dada la gran cantidad de vidrios rotos en los pasillos y escaleras, se anunciaban desde varios pisos más abajo. Sin embargo, el letargo no les permitió escapar a tiempo. En el umbral de la puerta, y sin dejar de apuntarlos con su arma, el detective López y sus acompañantes terminaron abruptamente con la magia de aquel momento:
— ¡Al fin damos contigo Rita, veo que ahora te gustan más jovencitos! ¡Vístete, que tendrás que acompañarnos, tenemos unos cuantos asuntos pendientes!
— Maldito rati, ¿por qué no nos dejas en paz? — gritó Manuel.
— ¡Cállate, tú también vendrás con nosotros! ¿Crees que no sabemos que eres uno de los más revoltosos de tu universidad?
— ¡Déjalo ir! Es a mí a quien quieren los muy hijos de puta, ¿o no? — sollozó Rita, poniéndose sus jeans agujereados.
— Aquí las órdenes las doy yo…
Ambos fueron bajados del edificio y conducidos a la camioneta de la PDI. En el viaje a la comisaría, Manuel se enteró de los enredos amorosos de Rita con Ariel, un viejo millonario encontrado muerto en un hotelucho del centro de Concepción, así como de su violenta fuga desde el psiquiátrico meses atrás. A su vez, la chica supo de algunas actividades de Manuel, que incluían su presencia en un montón de barricadas, la golpiza a un carabinero, y lo peor de todo, su posible participación en el incendio de un conocido cabaret de calle Ejército.
Oscar Sanzana Silva
Ilustración: Felipe Suanes