En el nombre de la Locura # 4

altCasi al terminar su patrullaje nocturno, el subteniente Alvear se topó con dos borrachos que apedreaban un taxi en la Avenida Paicaví, llegando a Bulnes. Su detención y el papeleo posterior le significaron terminar algo más tarde de lo habitual. Bueno, a esas alturas cualquier cosa era mejor que estar en Fuerzas Especiales. Había sido un acierto pedir traslado de unidad; de lo contrario, todavía estaría recibiendo pedradas y sería blanco de los más creativos insultos por parte de los estudiantes.

Esa mañana, fue llamado a una misteriosa oficina dentro de la Comisaría. Otro uniformado lo miró fijamente antes de decirle:

—Seré directo con usted: será designado a una misión secreta, que consiste en infiltrarse en un colectivo de estudiantes al interior de la Universidad de Concepción. Sabemos perfectamente bien que son unos revoltosos. Su objetivo será proveernos de suficientes pruebas para encarcelarlos a todos.

El sujeto no esperó  respuesta y Alvear fue conducido a otra oficina, donde un individuo de gafas oscuras y barriga prominente lo puso al tanto de todo. Al observar las fotografías de los integrantes del colectivo, creyó reconocer a una de las chicas: algunas semanas atrás, poco antes de su salida de Fuerzas Especiales, la había detenido en una revuelta, pero un encapuchado lo golpeó y la joven consiguió escapar. El barrigón de gafas encendió un cigarrillo:

—Le diremos cómo ganarse la confianza de estos chascones. Tendrá que involucrarse en sus hábitos de vida, participar de sus asuntos, beber con ellos incluso, tener mínimo contacto con nosotros, por lo menos al comienzo, ¿comprende subteniente?

—Afirmativo.

—Una última cosa— el sujeto puso su mano sobre un hombro de Alvear— cuidadito con entusiasmarse con esa vida, ¿ha oído hablar del síndrome de Estocolmo?

—Negativo.

—Ya sabrá a lo que me refiero.

Lo cierto es que si bien los primeros días del subteniente Alvear dentro del colectivo fueron un poco incómodos, de a poco se fue adaptando al lenguaje, a los códigos, a los secretos. Pero también a vivir de una forma que nunca había experimentado. Un poco menos estrangulado por la disciplina, el orden y la compostura, lentamente comenzó a percibir la realidad de un modo ligeramente diferente.

Lo primero que extrañó a su mujer fue verlo leyendo con tanta asiduidad, llegando incluso a apagarle la televisión para poder concentrarse mejor. Ella tampoco pudo entender que a él le diera por salir de noche y volviera de madrugada con aliento alcohólico y más sonriente de lo habitual. Los informes a sus superiores eran, eso sí, implacables en su puntualidad.

Se aproximaba una jornada de protesta nacional, y el colectivo liderado por un joven llamado Manuel se preparaba para la acción. La noche anterior, en una pequeña casa de seguridad ubicada en el sector Lo Rojas de Coronel, ultimaban detalles de lo que sería su participación:

—Nos han pedido que apoyemos la acción aquí en Coronel. Al amanecer cortaremos el camino. A tener cuidado compas, que la repre está cada día peor. Rita y yo tuvimos suerte, nos agarraron el mes pasado, pero salimos por falta de méritos. Aún sí, yo creo que nos están pisando los talones.

El subteniente Alvear tenía lo que necesitaba. Ahí estaban todos, con las manos en la masa. Era momento de llamar a su superior y que él se encargara del resto. Misteriosamente, sólo se limitó a encender otro cigarrillo y a apurar su vaso de cerveza. Incluso, esa noche Manuel le enseñó algunos acordes de guitarra que practicó durante horas, decidiendo si era el momento de entregar a los muchachos y volver a sus labores de patrullaje, a lo que era su vida hasta antes de que le encomendaran aquella misión.

Esa mañana, mientras se preparaban para cortar la ruta 160, el subteniente Alvear recibió  una llamada de su superior. Discretamente, contestó apilando unos cuantos neumáticos:

—¿Y bien Alvear, qué me dices, ya tienes en tus manos a esos delincuentes?

—Negativo, mi teniente. Estos jóvenes son muy hábiles. Creo que la investigación tomará más tiempo de lo pensado.

Le cortó y roció los neumáticos con bencina. En medio del enfrentamiento que siguió al corte de ruta, y con una bomba incendiaria en sus manos, pensó “qué diablos, al menos esto es más divertido que andar toda la noche dando vueltas dentro de esa maldita patrulla”.

Oscar Sanzana Silva

Ilustración: Felipe Suanes

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