Ocurrió siendo de noche. El subteniente Alvear fue llamado a una oficina muy oscura, ubicada en el subterráneo de la Primera Comisaría de Concepción y fue dado de baja. Esta vez había llegado demasiado lejos y recibió la paliza que merecía. No pudo evitar enredarse afectivamente con el colectivo de estudiantes que debía infiltrar para luego desarticularlo. La operación fracasó y debió responder por ello.
El problema fue que tras recuperarse del par de fracturas y las múltiples contusiones, Alvear siguió con el baile. Por su cuenta, colaboró con un par de intentos de toma de la Universidad Católica Santísima, asistió a numerosas marchas e incluso intentó estrangular a un capitán de Fuerzas Especiales que se quería pasar de listo con una liceana. En cuanto a su mujer, lógicamente lo abandonó y él comenzó a pasar más tiempo de la cuenta en los tugurios de calle Maipú.
Justamente en uno de ellos, llamado Bogarín, fue donde se le acercó una tarde el Detective López con un vaso de malta en la mano:
— Sé perfectamente quién es, Alvear. No le propongo que delate a nadie, simplemente que juegue a dos bandas. Trabajará tanto para ellos como para mí. La diferencia es que a mí no me interesa detener a nadie más que a Rita. Ella es la más peligrosa de toda esa tropa.
— No sé a qué se refiere — el ex oficial trató de evadir el asunto.
— No me venga con esa mierda Alvear, que no se la cree ni usted. Sé que está en la ruina, no tiene ni para irse a beber a un lugar decente ¡Mírese! Yo le pagaré bien por cada información que me proporcione, ¿o acaso cree que alguien le dará un trabajo después de haber escupido en la cara al Ministro del Interior?
— Son buenos chicos, usted no los conoce. Además, yo ya no soy…
Alvear se levantó y salió rápidamente del local en dirección a la Costanera. El Detective López miró a uno de sus hombres, que esperaba al lado de la puerta y le indicó que siguiera a Alvear.
En tanto, a esa misma hora, en una oscura fábrica de cecinas de calle Las Heras, cuatro misteriosos hombres conspiraban, espantándose las decenas de moscas que volaban sobre la mesa:
— Ya está todo arreglado. En un par de meses estará en Concepción, y será la única posibilidad que tendremos para liquidarlo.
— Sería un suicidio y lo sabes, Ismael — le respondió uno encendiendo un cigarrillo.
— Haríamos historia, ¿qué me dicen?
Tres de ellos asintieron. El que estaba indeciso, terminó luego por sumarse a la mayoría, no le quedaba otra, después de todo. En eso se asomó el carnicero, que apuntándolos con un cuchillo ensangrentado les dijo:
— ¡Estamos en el tiempo, se largan enseguida de mi local!
Los hombres se levantaron silenciosamente y enfilaron hacia direcciones opuestas. El más joven de todos, llamado Manuel, caminó hacia la Plaza Condell y se sentó en uno de los bancos, al lado de Rita, que lo esperaba con un libro de Cortázar en sus manos.
Oscar Sanzana Silva
Ilustración: Felipe Suanes
+ En el nombre...