I Parte.
Tal vez nunca lleguemos a comprender lo que nos motiva como seres humanos a destruirnos unos a otros. Por supuesto, también están aquellos que dedican sus vidas a la errática persecución de sus vicios, fantasmas y locuras. Permítanme contarles una historia de aquellas. La escena tuvo lugar en un dormitorio del Hotel Pez de Concepción, que daba a la calle Heras. Ariel llevaba tres días sin dormir, con igual cantidad de botellas de whisky en el cuerpo. Y bueno, estaba solo y desesperado. Le quedaba un último número telefónico sin agotar, uno prohibido: el de Rita Lind. Había conocido a la chica algunos meses atrás y, de alguna manera, fue ella la responsable de llevarlo hasta allí: la soledad, el alcohol, las pastillas, el desamor… en fin, todo el mundo sufre por algo, pensaba cuando se sentía muy podrido. La llamó.
— Necesito verte.
— ¡Púdrete, viejo de mierda!
— ¡Estoy muriendo, niña, ven en seguida!
Ella cortó y media hora después estaba en su habitación. Una mujer encantadora, pensó Ariel, sirviendo con entusiasmo otros dos whiskys. Rita sabía como tratarlo, y desde luego, sabría qué hacer con su fortuna. Todo el papeleo legal estaba resuelto: ella se quedaría con todo cuando el viejo estirara la pata. Sin embargo, no se consideraba una asesina. Y su pensamiento habitual era hacer disfrutar a Ariel todo lo que su gastado cuerpo resistiera. Y claro, a él no le costaba mucho perderse en los vicios y pasiones a las que lo iniciaba la tórrida jovencita.
Esa mañana, Ariel murió de forma sublime mientras Rita cabalgaba sobre él. A la chica no le importó seguir estimulándose con su cuerpo, ya sin vida, hasta obtener lo suyo. Se vistió y salió a la calle con la botella en la mano y un prometedor futuro ante sus ojos…
No fue alegría ni tristeza lo que la llevó a unirse a una marcha de estudiantes que pasaba por la Avenida Paicaví. Eran miles, y pronto Rita perdió la cuenta de las calles que caminó junto a ellos. Al desembocar en la Universidad de Concepción, las cosas se pusieron difíciles. Evidentemente borracha, corrió despavorida hacia el interior del campus, mientras atrás la policía intentaba contener a los cientos de muchachos que les arrojaban todo lo que encontraban a mano.
De pronto, un agente de las Fuerzas Especiales le dio alcance. No fue ninguna hazaña dado lo colocada que iba Rita. Cuando el poli intentó levantarla, un encapuchado lo agarró del cuello, lanzándolo hacia atrás. Tras algunos forcejeos, el joven consiguió propinarle una patada al policía, liberando a Rita. Se echó a correr junto a ella en medio del gas lacrimógeno, los gritos y el caos.
Una vez a salvo, el encapuchado llevó a Rita hasta un edificio en toma. Tras quitarse la polera que cubría su rostro, le ofreció un vaso de agua, que la joven rechazó con cortesía:
— No te había visto antes en ninguna marcha, ¿qué estudias?
— No estudio, sólo aspiro a tener una muerte dignificante —contestó Rita.
— Debí dejarte en manos del carabinero, entonces…
— No me habría matado.
— Tampoco yo lo haría.
— No estés tan seguro… ¿tienes un cigarrillo?
Se quedaron allí, sentados en la escalera de la Facultad de Educación, mientras afuera la gente seguía corriendo y apedreando, con los policías maldiciendo algunos metros más atrás.
II Parte.
Mi nombre es Guillermina, y tengo razones para estar preocupada por mi hijo, doctor. Es decir, él no anda nada bien desde hace algún tiempo, y la verdad es que a una como madre y jefa de hogar la cosa se le pone difícil, sobre todo si no hay, cómo le dijera yo… mucha comunicación.
¿Sabe? el Manolito es un buen hijo, no es de esos que se han quedado pegados en la pasta, o de esos otros tontorrones que se lo pasan todo el día viendo la tele. No. Él de chiquitito fue bien aplicado en sus estudios. Pero hace algunos meses atrás empezó a llegar a la casa con unos libros raros, y el otro día me presentó a una chiquilla un poco mayor que él, bien buenamoza, pero ¿sabe? algo tenía esa joven, era media rara, yo la capté al tiro. Me dio la impresión de que estaba media loca, no le miento doctor.
Mire, ya que me lo pregunta, le diré que el Manuel desde que entró a la U ya no volvió a ser el mismo. Se me puso medio rebelde. Me decía que las cosas podían ser distintas, que no estaba bien que yo trabajara todo el día en ese motelucho, y que él, al igual que sus compañeros, debería estudiar gratis. Un día le paré el carro, le dije que él solo no podía cambiar el mundo. Me respondió que no estaba solo y ahí yo me asusté. Para serle honesta, doctor, yo sabía que este niñito andaba metido en leseras, pero nunca lo vi más allá de una simple chifladura de juventud. Casi me muero cuando una vez apareció en televisión subiéndose a un guanaco con una tijera y cortándole un cable, que parece que es de la cámara por donde los pacos vigilan a los que andan protestando. Y sé que era él, porque a mí no me engaña, yo lo reconozco hasta con capucha.
No doctor, de eso no le puedo echar la culpa a la chiquilla esa… Rita creo que se llama. No, ella apareció después. Manolito siempre llegaba a la casa con unos amigos barbones y medios ojerosos ¡Tenían los labios morados de tanto vino que tomaban! Y si bien nunca lo he visto borracho, varias veces sale de noche sin decirme adónde va. Se ha puesto tan misterioso… Lo que sí, es que desde que anda con la tal Rita está más alegre. Antes siempre andaba malhumorado, como peleado con todo el mundo. Parece que esta jovencita le está dando una poción de felicidad. El problema es que así como feliz, se me está poniendo medio loco también. Empieza a recitarme unas cosas medias raras como:
Vimos girar los fantasmales bailarines
al ritmo de violines y de cuernos
cual hojas negras llevadas por el viento
Ay doctor, si a mí lo que me puso mal de los nervios fue el haber descubierto el cuerpo de ese caballero. Mire, yo había terminado ya con mi turno, pero mi jefa me pidió que me encargara de la habitación 23. Lo único que sabía era que la había ocupado un anciano con una señorita mucho menor que él. Pero nunca imaginé que me lo encontraría allí, tendido, con esa expresión tan plácida para tratarse de un muerto. Lógico que murió en el acto mismo, pues doctor. Adónde ha visto usted a un muerto tan sonriente como ése. No, nunca supimos de la chiquilla. Se arrancó a tiempo la tonta no más… Ya, está bien, me tomo dos de esas pastillas antes de dormirme y una de estas otras por la mañana. Gracias doctor, y disculpe por darle la lata, que tenga un buen día.
En cuanto doña Guillermina cerró la puerta, el doctor telefoneó:
— ¿Detective López? Le tengo información sobre Rita. Se nos cayó a la subversión, al parecer…
— A las una en el Cantabria.
— Allí estaré —le contestó el doctor. Cortó y luego volvió a su partida de solitario.
3 Parte.
Había dos importantes motivos por los que a Rita le encantaban los bares. El primero de ellos era su relación de amor y odio con la soledad; el segundo, que era una alcohólica sin remedio y cualquier cantina, por miserable que fuera, le parecía un buen lugar para echar un trago. Pero desde que se hacía acompañar por Manuel, la cosa era diferente. Su incontrolable coquetería hacía que la parejita se metiera en líos con facilidad.
Normalmente, sucedía tras beber algunas copas. Ella no controlaba su escote y los otros borrachos no controlaban sus ojos. Se le acercaban más de la cuenta, y el resultado era siempre el mismo:
— ¿Cuánto cobras, preciosa?
— ¡Vamos, condenada, muestra un poco más!
— ¡No te hagas de rogar, todos sabemos a lo que vienes!
Entonces Manuel se abalanzaba sobre el desubicado, aunque a veces fuera más de uno y supiera de antemano que recibiría una paliza.
Otra de las actividades favoritas de Manuel y Rita era colarse en los edificios deshabitados después del terremoto, con orden de demolición. Normalmente, se las arreglaban para subir hasta el último piso, y una vez allí, amarse entre botellas vacías de cerveza, restos de álbumes de fotos familiares, plantas de interior secas, y el permanente riesgo de que alguien apareciera en cualquier momento. Podía ser un ladrón, un policía u otra gente de mala vida.
La mañana que subieron al Alto Arauco II de Avenida Los Carrera, decidieron hacer una pausa en el departamento 1401. Desde la altura contemplaron la Plaza Condell, la laguna Tres Pascualas y sus alrededores. Era realmente grato estar allí, en un edificio que no obstante estar herido de muerte, se conservaba aún en pie, y sólo porque nadie quería hacerse responsable de derribarlo. Se sentaron sobre la alfombra húmeda por la lluvia –habían desaparecido las ventanas-, y fumaron contemplando el paisaje. Viajaron todo lo lejos que pueden hacerlo dos almas unidas por una misma necesidad de superar el vacío, la ansiosa locura por encontrar un pequeño paraíso en un lugar que no les corresponde. Rayaron como niños las paredes de aquella habitación, con versos de un libro de Alcalde que una vez hicieron suyo:
Aquellos
que copularon
hasta exterminarse
rodeados de humo
una botella vacía, hastío
y melancolía
El amor los resucite.
De pronto, escucharon pasos, que dada la gran cantidad de vidrios rotos en los pasillos y escaleras, se anunciaban desde varios pisos más abajo. Sin embargo, el letargo no les permitió escapar a tiempo. En el umbral de la puerta, y sin dejar de apuntarlos con su arma, el detective López y sus acompañantes terminaron abruptamente con la magia de aquel momento:
— ¡Al fin damos contigo Rita, veo que ahora te gustan más jovencitos! ¡Vístete, que tendrás que acompañarnos, tenemos unos cuantos asuntos pendientes!
— Maldito rati, ¿por qué no nos dejas en paz? — gritó Manuel.
— ¡Cállate, tú también vendrás con nosotros! ¿Crees que no sabemos que eres uno de los más revoltosos de tu universidad?
— ¡Déjalo ir! Es a mí a quien quieren los muy hijos de puta, ¿o no? — sollozó Rita, poniéndose sus jeans agujereados.
— Aquí las órdenes las doy yo…
Ambos fueron bajados del edificio y conducidos a la camioneta de la PDI. En el viaje a la comisaría, Manuel se enteró de los enredos amorosos de Rita con Ariel, un viejo millonario encontrado muerto en un hotelucho del centro de Concepción, así como de su violenta fuga desde el psiquiátrico meses atrás. A su vez, la chica supo de algunas actividades de Manuel, que incluían su presencia en un montón de barricadas, la golpiza a un carabinero, y lo peor de todo, su posible participación en el incendio de un conocido cabaret de calle Ejército.
4 Parte.
Casi al terminar su patrullaje nocturno, el subteniente Alvear se topó con dos borrachos que apedreaban un taxi en la Avenida Paicaví, llegando a Bulnes. Su detención y el papeleo posterior le significaron terminar algo más tarde de lo habitual. Bueno, a esas alturas cualquier cosa era mejor que estar en Fuerzas Especiales. Había sido un acierto pedir traslado de unidad; de lo contrario, todavía estaría recibiendo pedradas y sería blanco de los más creativos insultos por parte de los estudiantes.
Esa mañana, fue llamado a una misteriosa oficina dentro de la Comisaría. Otro uniformado lo miró fijamente antes de decirle:
—Seré directo con usted: será designado a una misión secreta, que consiste en infiltrarse en un colectivo de estudiantes al interior de la Universidad de Concepción. Sabemos perfectamente bien que son unos revoltosos. Su objetivo será proveernos de suficientes pruebas para encarcelarlos a todos.
El sujeto no esperó respuesta y Alvear fue conducido a otra oficina, donde un individuo de gafas oscuras y barriga prominente lo puso al tanto de todo. Al observar las fotografías de los integrantes del colectivo, creyó reconocer a una de las chicas: algunas semanas atrás, poco antes de su salida de Fuerzas Especiales, la había detenido en una revuelta, pero un encapuchado lo golpeó y la joven consiguió escapar. El barrigón de gafas encendió un cigarrillo:
—Le diremos cómo ganarse la confianza de estos chascones. Tendrá que involucrarse en sus hábitos de vida, participar de sus asuntos, beber con ellos incluso, tener mínimo contacto con nosotros, por lo menos al comienzo, ¿comprende subteniente?
—Afirmativo.
—Una última cosa— el sujeto puso su mano sobre un hombro de Alvear— cuidadito con entusiasmarse con esa vida, ¿ha oído hablar del síndrome de Estocolmo?
—Negativo.
—Ya sabrá a lo que me refiero.
Lo cierto es que si bien los primeros días del subteniente Alvear dentro del colectivo fueron un poco incómodos, de a poco se fue adaptando al lenguaje, a los códigos, a los secretos. Pero también a vivir de una forma que nunca había experimentado. Un poco menos estrangulado por la disciplina, el orden y la compostura, lentamente comenzó a percibir la realidad de un modo ligeramente diferente.
Lo primero que extrañó a su mujer fue verlo leyendo con tanta asiduidad, llegando incluso a apagarle la televisión para poder concentrarse mejor. Ella tampoco pudo entender que a él le diera por salir de noche y volviera de madrugada con aliento alcohólico y más sonriente de lo habitual. Los informes a sus superiores eran, eso sí, implacables en su puntualidad.
Se aproximaba una jornada de protesta nacional, y el colectivo liderado por un joven llamado Manuel se preparaba para la acción. La noche anterior, en una pequeña casa de seguridad ubicada en el sector Lo Rojas de Coronel, ultimaban detalles de lo que sería su participación:
—Nos han pedido que apoyemos la acción aquí en Coronel. Al amanecer cortaremos el camino. A tener cuidado compas, que la repre está cada día peor. Rita y yo tuvimos suerte, nos agarraron el mes pasado, pero salimos por falta de méritos. Aún sí, yo creo que nos están pisando los talones.
El subteniente Alvear tenía lo que necesitaba. Ahí estaban todos, con las manos en la masa. Era momento de llamar a su superior y que él se encargara del resto. Misteriosamente, sólo se limitó a encender otro cigarrillo y a apurar su vaso de cerveza. Incluso, esa noche Manuel le enseñó algunos acordes de guitarra que practicó durante horas, decidiendo si era el momento de entregar a los muchachos y volver a sus labores de patrullaje, a lo que era su vida hasta antes de que le encomendaran aquella misión.
Esa mañana, mientras se preparaban para cortar la ruta 160, el subteniente Alvear recibió una llamada de su superior. Discretamente, contestó apilando unos cuantos neumáticos:
—¿Y bien Alvear, qué me dices, ya tienes en tus manos a esos delincuentes?
—Negativo, mi teniente. Estos jóvenes son muy hábiles. Creo que la investigación tomará más tiempo de lo pensado.
Le cortó y roció los neumáticos con bencina. En medio del enfrentamiento que siguió al corte de ruta, y con una bomba incendiaria en sus manos, pensó “qué diablos, al menos esto es más divertido que andar toda la noche dando vueltas dentro de esa maldita patrulla”.
5 Parte.
Ocurrió siendo de noche. El subteniente Alvear fue llamado a una oficina muy oscura, ubicada en el subterráneo de la Primera Comisaría de Concepción y fue dado de baja. Esta vez había llegado demasiado lejos y recibió la paliza que merecía. No pudo evitar enredarse afectivamente con el colectivo de estudiantes que debía infiltrar para luego desarticularlo. La operación fracasó y debió responder por ello.
El problema fue que tras recuperarse del par de fracturas y las múltiples contusiones, Alvear siguió con el baile. Por su cuenta, colaboró con un par intentos de toma de la Universidad Católica Santísima, asistió a numerosas marchas e incluso intentó estrangular a un capitán de Fuerzas Especiales que se quería pasar de listo con una liceana. En cuanto a su mujer, lógicamente lo abandonó y él comenzó a pasar más tiempo de la cuenta en los tugurios de calle Maipú.
Justamente en uno de ellos, llamado Bogarín, fue donde se le acercó una tarde el Detective López con un vaso de malta en la mano:
— Sé perfectamente quién es, Alvear. No le propongo que delate a nadie, simplemente que juegue a dos bandas. Trabajará tanto para ellos como para mí. La diferencia es que a mí no me interesa detener a nadie más que a Rita. Ella es la más peligrosa de toda esa tropa.
— No sé a qué se refiere — el ex oficial trató de evadir el asunto.
— No me venga con esa mierda Alvear, que no se la cree ni usted. Sé que está en la ruina, no tiene ni para irse a beber a un lugar decente ¡Mírese! Yo le pagaré bien por cada información que me proporcione, ¿o acaso cree que alguien le dará un trabajo después de haber escupido en la cara al Ministro del Interior?
— Son buenos chicos, usted no los conoce. Además, yo ya no soy…
Alvear se levantó y salió rápidamente del local en dirección a la Costanera. El Detective López miró a uno de sus hombres, que esperaba al lado de la puerta y le indicó que siguiera a Alvear.
En tanto, a esa misma hora, en una oscura fábrica de cecinas de calle Las Heras, cuatro misteriosos hombres conspiraban, espantándose las decenas de moscas que volaban sobre la mesa:
— Ya está todo arreglado. En un par de meses estará en Concepción, y será la única posibilidad que tendremos para liquidarlo.
— Sería un suicidio y lo sabes, Ismael — le respondió uno encendiendo un cigarrillo.
— Haríamos historia, ¿qué me dicen?
Tres de ellos asintieron. El que estaba indeciso, terminó luego por sumarse a la mayoría, no le quedaba otra, después de todo. En eso se asomó el carnicero, que apuntándolos con un cuchillo ensangrentado les dijo:
— ¡Estamos en el tiempo, se largan enseguida de mi local!
Los hombres se levantaron silenciosamente y enfilaron hacia direcciones opuestas. El más joven de todos, llamado Manuel, caminó hacia la Plaza Condell y se sentó en uno de los bancos, al lado de Rita, que lo esperaba con un libro de Cortázar en sus manos.
6 Parte.
Bien. Esta será la última entrega de En el nombre de la locura. Desde el próximo número la columna cambiará de nombre, vendrán nuevas situaciones y personajes. Te preguntarás el porqué y estoy dispuesto a revelarte el motivo. Anoche me disponía a dormir cuando escuché un ruido en el pasillo del edificio donde vivo. Poco después oí unos débiles golpes en mi puerta y entonces… aparecieron ellos: Rita y Manuel, los protagonistas de esta historia.
—Estamos hartos de que la policía se entere de lo que hacemos gracias a tu estúpida columna —protestó Manuel.
Algo más calmada, Rita encendió un cigarrillo y me miró fijamente, antes de decir:
—Mira, si no nos han cazado antes es porque tenemos muy buenos amigos y compañeros. Pero tú insististe en infiltrar en nuestro grupo a ese paco, Alvear se llamaba el muy ruin. Seguro querrás saber qué pasó con él...
Y sin darme oportunidad de contestar se largó contándome los detalles:
“Al muy vivaracho lo pillamos una noche que debíamos salir a rayar. Llegó curado hasta las patas. Subimos por calle Rozas cuando al llegar al Cerro Amarillo perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Corrimos a ayudarlo y en uno de los intentos por incorporarse se le cayó la pistola. Nos contó la historia: que por protegernos había perdido su trabajo y su mujer, que no les había dicho nada a sus superiores y blablabla. No le creímos y un par de compañeros insistían en que debíamos darle una paliza. En vez de eso, lo dejamos allí, con un tarro de pintura vacío en la mano y un par de brochas inutilizables. No volvimos a saber de él hasta que el otro día Manuel lo vio por casualidad en las inmediaciones de la Vega Monumental. Lucía muy demacrado, sucio y quemado por el sol; caminaba dando tumbos y le faltaba un zapato. A cada tanto echaba un largo trago de su caja de vino”.
No podía menos que ofrecerles una copa a Manuel y Rita. Mientras servía los vasos les pregunté nuevamente si estaban seguros de que no querían que volviera a escribir de ellos. Entonces Manuel se levantó de su asiento y comenzó a dar vueltas por el cuarto, diciendo:
—Se vienen tiempos difíciles, de mucha actividad. Hay harto por hacer, y no podemos permitirnos protagonizar una columna. Hay miles de nosotros allá afuera, levantándose cada mañana con una sola idea: cambiar el mundo. Hasta hace unos pocos años atrás, quienes nos manteníamos en pie de guerra contra este sistema éramos llamados locos, trasnochados, etc. Hoy estamos de regreso, y cada vez somos más. Ya nadie se atrevería a llamarnos locos, aunque de delirante audacia se valga la historia a veces para hacer lo suyo.
Nos quedamos mirando fijamente los tres, con nuestras copas en la mano. Se me ocurrió que debíamos hacer un brindis:
—Brindemos por estos tiempos de crisis, a la salud de todos ustedes compas, y en el nombre de lo que podamos hacer para terminar con este orden pestilente…
—¡En el nombre de la locura!— exclamamos a coro.
Vaciamos nuestras copas y tras un cálido abrazo de despedida, Rita y Manuel se marcharon. A mí me bajó una mezcla entre profunda alegría y también algo de tristeza. Alegría por los que hoy y siempre se levantan, por la inmensa oportunidad que se avecina; tristeza por los ausentes, por todo aquello que se las ha arreglado para liquidarnos día a día. Decidí hacerme cargo del resto de la botella con la que brindamos, mientras escribo esta columna cuyo último capítulo lo escribirán las temerarias andanzas de sus lectores.
The end.
Texto: Oscar Sanzana Silva
Ilustraciones: Felipe Suanes