Recientemente en el ex Congreso Nacional se desarrolló el Taller “Construcción participativa de la política energética”. Cuatro días antes del evento nos llegó una invitación al OLCA, justo en vísperas de la Marcha Nacional por la Recuperación y Defensa del Agua (que dicho sea de paso, pese a su belleza y masividad, no fue cubierta por los medios que ahora sí alaban el ejercicio de democracia convocado por el Ministro de Energía de Energía, Máximo Pacheco Matte y el Senador Guido Girardi). Consultamos de entre las múltiples organizaciones convocantes a la marcha que defienden el agua de sus territorios -amenazada o ya afectada por megaproyectos energéticos- si asistirían a esta reunión, pero ninguna había sido convocada. Suena seca la bofetada en la cara de la gente ¿Qué imagen pretende crear el gobierno? ¿Creen que podrán seguir creando fachadas de participación después de más de 30 años del mismo juego? ¿Cómo se puede hacer una construcción participativa sin la participación de los directamente afectados? La situación es crítica, y más en la progresiva comprensión de la gente de que tiene derechos y de que nadie podrá defenderlos mejor que ellos mismos.
El gobierno, los grupos económicos, el mundo académico que investiga con sus dineros y las Ongs que tercerizan las relaciones entre ambos, o sea los sectores que según el Mercurio y la Tercera concurrieron a la reunión, están de acuerdo en que hay que satisfacer la alta demanda eléctrica y que eso supone destrabar las inversiones. El problema es que según el mapa de conflictos socioambientales del Instituto Nacional de Derechos Humanos, de 97 conflictos registrados entre 2011 y 2012, un 76% tiene relación con el sector minero energético.
O sea, la mayor “traba” que enfrenta la matriz energética nacional -la más cara, sucia y privatizada de la región- es el despertar de las comunidades, las mismas no convocadas a este taller. Es decir, las personas y familias que no quieren seguir cargando los costos del extractivismo sobre sus hombros, los que se niegan a ser zona de sacrificio para la tasa de ganancia de los menos, y que reconocen tener derecho a vivir como saben hacerlo. Quieren seguir sembrando, seguir pescando, seguir cuidando su ganado, seguir conectados con la naturaleza que los ha cobijado desde siempre y que les da lo que necesitan. Ni qué decir de las comunidades indígenas que llevan décadas con la canción del nuevo trato y de la consulta, mientras sus suelos se siguen invadiendo de centrales, monocultivos, explotaciones mineras y salmoneras.
Estamos hablando del sector del país acostumbrado a impunemente tomar decisiones a nombre de los demás, para beneficio propio. Solo eso puede explicar este afán de instalar mediáticamente la idea de gestión participativa, sin participación real, de manera de luego, también mediáticamente, aislar a las comunidades, deslegitimar sus luchas, “porque son ellas las que no quieren participar”, y generar una nueva presión sobre comunidades que tienen todo en contra, salvo la vida, que claramente está de su lado.
Es decir, estamos hablando del sector del país acostumbrado a impunemente tomar decisiones a nombre de los demás, para beneficio propio. Aquellos que entienden que la dignidad, la autoestima, el amor por el territorio, la vocación de felicidad de los comunes y corrientes, son un obstáculo que requiere ser superado. Solo eso puede explicar este afán de instalar mediáticamente la idea de gestión participativa, sin participación real, de manera de luego, también mediáticamente, aislar a las comunidades, deslegitimar sus luchas, “porque son ellas las que no quieren participar”, y generar una nueva presión sobre comunidades que tienen todo en contra, salvo la vida, que claramente está de su lado.
Quienes caminamos juntos a las comunidades las sendas de una manera distinta de hacer política, entendemos que la consulta (o participación o “nuevo trato”), de ser una apuesta real, requiere de modos y tiempos que ni la política actual, ni los grupos económicos, están dispuestos a entregar. Requiere de equilibrios de poder o de al menos reducir la profunda asimetría con la que se opera en Chile, requiere reconocer en los otros a un legítimo otro, tan legítimo que no me dedico a ver cuánto tensa el elástico de mi oferta, sino que a escuchar sobre las externalidades irreproducibles que los proyectos energéticos actuales están dejando, invisibilizadamente, por las costas y los cerros de esta cada vez más delgada faja de tierra.
Es importante que se entienda lo que con fuerza se dijo desde el pueblo de Totoral en el Caso Castilla: la lucha por el agua y la vida tiene valor, no precio. No se trata de ver cuánta plata le soltamos a este municipio para que la gente se distraiga peloteándosela mientras le pasamos la aplanadora por encima. Se trata de preguntarse lo que está ausente de estos oficialistas debates; ¿para qué queremos la energía? ¿Qué cabida tienen las comunidades en las decisiones que determinan su vida? ¿Qué queremos que produzca el país? ¿Cuánta energía necesitamos para ello y cómo la vamos a generar? ¿Cómo aseguramos que estas cuestiones se resuelvan distribuyendo de manera justa las cargas ambientales de modo de terminar con las zonas, los pueblos, las generaciones de sacrificio en Chile?
Mientras estas preguntas no estén en el tapete, mientras no nos hagamos cargo de que somos el segundo país después de China que porcentualmente más ha aumentado sus emisiones de efecto invernadero, o de que leyes como la norma de calidad de aire para PM10, han sido modificadas a petición de los conglomerados energéticos, de poco o nada servirán estos nuevos tratos, sobre todo si eluden discutir de una vez por todas la pregunta sobre cómo salimos del viejo desarrollo.
Foto de Archivo: Vecinos se entierran en la ceniza de la termoeléctrica Bocamina, simbolizando su muerte