Con el triunfo de Dilma respiramos más tranquilos en Suramérica. El domingo 26 se jugaba bastante más que el cambio o la continuidad del proyecto político de su gobierno, se jugaba la definición del mapa geopolítico regional, un proceso en el que también debe incluirse la contundente victoria electoral de Evo Morales en Bolivia, la segunda vuelta electoral en Uruguay dentro de un mes, y las elecciones presidenciales en Argentina el año próximo.
Dilma no solo venció a Aecio Neves, sino también al terror mediático del poder empresarial-comunicacional. No es casual que cuando las encuestas mostraban una ligera ventaja para Rousseff, se haya intensificado una sucia campaña propagandística en contra de la actual mandataria por parte de su contendiente y la prensa nacional e internacional cartelizadas. (Cabe recordar que desde el 2003 el PT no logró avanzar en una ley de telecomunicaciones que acabara con los oligopolios y democratizara la comunicación).
Desde 2003, cuando asumió la presidencia Luis Inacio Lula da Silva, el Partido de los Trabajadores logró importantes transformaciones para las grandes mayorías brasileñas: sacó a 40 millones de personas de la pobreza, redujo el desempleo a mínimos históricos, benefició a la clases medias y logró significativos avances contra el hambre en el país, uno de los de mayor desigualdad del mundo. Pero en los últimos tiempos la economía se desaceleró ante un entorno global menos favorable, y el imaginario colectivo de un país con fuerte crecimiento de la década pasada se fue desvaneciendo, gracias también a la falta de una política comunicacional.
Con sus 200 millones de habitantes, Brasil tiene hoy la economía más fuerte del Mercosur y de la Unasur, es una de las potencias “emergentes” que forman el grupo BRICS con Rusia, India, China y Sudáfrica, es el principal socio comercial de Argentina, un importante sostén para las economías cubana y venezolana y el epicentro de las inversiones chinas en la región.
Quizá sea cierto que las políticas de Lula y Dilma hayan sido de las más tímidas de los proyectos transformadores en Latinoamérica. No es menos cierto que la derecha no está más fuerte porque crezca electoralmente sino porque las políticas neoliberales de los gobiernos progresistas han desilusionado a muchos de sus antiguos simpatizantes y desmoralizado y desmovilizado a otros.
No hay ya una fuerte izquierda en el PT, partido que pagó el precio de la burocratización y la cooptación de los dirigentes sociales para la gestión gubernamental. Es más, los movimientos sociales, que llevaron a Lula y a Dilma al poder, perdieron la calle ante la ofensiva social de una derecha fortalecida principalmente por el apoyo del gran capital extranjero y los medios comerciales de comunicación endógenos y extranjeros. Pero hay algo más grave y es el vacío de ideas y propuestas para salir de la crisis capitalista por la izquierda.
A Dilma le queda ahora no solo medir bien cuál es la situación y abandonar la resistencia a la ofensiva de la derecha para avanzar en la construcción no solo de una alternativa, sino del poder popular que impida estos sustos. Los medios internacionales muestran solamente varios escándalos de corrupción, inflación elevada, servicios públicos deficientes.
Sobre el fin de la campaña, la propia Rousseff advirtió a los votantes, principalmente a los más pobres, de que un voto por el PSDB implicaría volver al Brasil más desigual e injusto socialmente de la década de 1990, cuando se priorizó la búsqueda de la estabilidad económica y el ajuste fiscal a cualquier precio, la drástica disminución del papel del Estado, priorizando los intereses privados nacionales y trasnacionales, y trazando un nuevo destino para los programas sociales.
Hoy respiramos un poco más tranquilos, sobre todo porque Neves prometió cambiar drásticamente la política externa brasileña. Su asesor, Rubens Barbosa, jefe del consejo de comercio exterior de la poderosa Fiesp, la patronal Federación de la Industria del Estado de San Pablo, señaló que se debía cambiar todo, empezando por las relaciones con los vecinos para privilegiar las relaciones con Estados Unidos y la Unión Europea, aun cuando deterioran la producción industrial brasileña.
Y amenazó que Bolivia perdería el acceso al crédito, salvo que adopte programas “confiables de combate a las drogas”, Cuba no tendrá ninguna financiación para obras de estructura y el Mercosur pasará a ser tratado “como lo que es: algo anacrónico que no sirve a los intereses brasileños”, con la nueva función de olvidarse de la integración para buscar la liberalización comercial unilateral, eliminando la cláusula que obliga a los países del bloque a adoptar decisiones y acciones conjuntas.
Para Barbosa (y Aécio Neves) el PT quiso hacer una unión política contra los Estados Unidos en Mercosur, Unasur, Celac, y señaló como una prioridad superar el actual estado de las relaciones con EEUU, deterioradas tras el escándalo de espionaje que alcanzó inclusive al celular y al correo electrónico particulares de Dilma Rousseff.
Por supuesto, estas ideas reducirían América Latina a ser nuevamente el patio trasero de EEUU, exhumando el cadáver del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), sepultado por los presidentes americanos en 2005.
Respiramos más tranquilos en Suramérica. Pero estaremos más tranquilos cuando el Partido de los Trabajadores, en su cuarta administración consecutiva, logre avanzar en las transformaciones que aún le debe a su pueblo, construyendo un verdadero poder popular, con el apoyo de los movimientos sociales, los trabajadores, los campesinos, los estudiantes, los jóvenes.
Aram Aharonian es periodista y docente uruguayo-venezolano, director de la revista Question, fundador de Telesur, director del Observatorio Latinoamericano en Comunicación y Democracia (ULAC).