Hablando claro. ¿Quién es Fidel Castro?

“La vida es lo que nos ocurre

“mientras estamos haciendo planes”"

John Lennon

“Nosotros no valemos nada, somos ceros…

pero si se pone un Uno al frente nuestro

los ceros nos convertimos en millones”

Anónimo dirigente campesino mongol

[Por Ruperto Concha C. / Correo del Alba]

¿Acaso hay quien no lo sepa? ¿Hay alguien que no lo vea como un líder titán o como un caudillo satán? Pero eso no basta. El enigma es demasiado hondo y laberíntico, es el enigma de un Uno que fue timonel de la Historia del Siglo XX, lejos más de lo que fueran un Winston Churchill, un Dwight Eisenhower o un Nikita Kruschev.

Y no menciono ni a Hitler ni a Franklin Roosevelt ni a Lenin ni a Stalin ni a Mao o a Chiang Kaishek, o  Mussolini, pues no veo en éstos a timoneles sino fuerzas de la naturaleza.

Quizás la pista clave para saberlo se encuentra en El Vedado de La Habana, siempre sentado en un banco de hierro, con una sonrisa leve, escuchando lo que quienes se sientan a su lado le digan en castellano, en ruso, en inglés, en chino o en cualquier idioma (él los entiende todos). Es John Lennon, por supuesto, que llegó ahí, para quedarse, en bronce, el 8 de diciembre de 2000.

El monumento a John Lennon es obra del escultor cubano José Villa Soberón, sobre la frase del mismo Lennon: “nada puede ser prohibido para siempre”. Aquel primer 8 de diciembre del siglo XXI, vigésimo aniversario del asesinato del músico, a Silvio Rodríguez le cedieron el honor de sacar las sábanas que cubrían el monumento. Fidel Castro comentó: “Qué lástima no haberlo conocido”. Según algunos, Fidel comentó también: “Qué lástima no haberlo comprendido hace 30 años”.

Fidel el Timonel había cambiado el rumbo de la revolución. La dictadura del proletariado, la dolorosa fatalidad de la revolución en infancia, ahora se enriquecía incorporando un vasto contingente internacional de bizarros proletarios de la cultura.

Según el Orden del Tiempo

El gruñido de París de Mayo de 1968, que en cierto modo hizo eco en agosto del mismo año con la Primavera de Praga, hacía armónicos a tono con la publicación de Strawberry Fields Forever, de John Lennon, y el funeral de la Revolución Hippie en California y, luego,  con Sargent Pepper’s Lonely Hearts Club Band, cuando en Nueva York las tribus del Lower East Side se comprometían políticamente con una “internacional izquierdista”.

Pero la izquierda tradicional, temerosa de revisionistas y otros herejes, compartía con los demás movimientos conservadores una temible desconfianza hacia los jóvenes poco disciplinados que habían comenzado a polucionar la pureza teórica del marxismo-leninismo con nociones incomprensibles, impregnadas incluso de misticismo oriental. En realidad, no se daban cuenta de que la secuencia de Karma y Dharma era una bella y convincente expresión de la dialéctica histórica.

Mientras los tanques del Pacto de Varsovia se acercaban a Praga, en Francia el heroicamente conservador general Charles de Gaulle se lamentaba de que en su patria estaba cerniéndose ya la amenaza de una “efebocracia”, una suerte de tsunami de chiquillos y chiquillas estrafalarios que clamaban: “Seamos realistas, pidamos lo imposible”, mientras se oponían a casi todo: incluso al consumismo propio de una economía próspera y un mercado saludable. Y los temores de De Gaulle fueron tan profundamente compartidos por el Partido Comunista Francés que súbitamente abandonó la gigantesca acometida revolucionaria de los estudiantes, y llevó a que los sindicatos pusieran término al paro nacional cuando parecía a punto de surgir la República Socialista Soviética de Francia.

En Estados Unidos, el horror desatado por el senador McCarthy se mantenía como zombi tras la muerte de ese energúmeno, a los 49 años, corroído por una mezcla de alcoholismo y odio. En San Francisco y en Nueva York, los jóvenes hippies enfrentaban a la policía a su manera. En las protestas en la plaza Tompkins, en Greenwich Village, un grueso policía golpeó en la cabeza a un chiquillo, de refilón y con tal fuerza que al chico se le desprendió parte del cuero cabelludo que cayó, sangrante, sobre su rostro. El policía, instintivamente, se le acercó para ayudarlo y, al verle la cara, se desplomó sentado, llorando. Aquel chico era su hijo de 14 años.

El mundo tradicional, conservador y jerarquizante, sólo alcanzaba a ver a esos jóvenes como una masa de chiquillos mimados que sólo querían divertirse locamente y consumir drogas psicodélicas embriagadoras. Y las tribus que se multiplicaban en las ciudades y campos, eran vistas como escondrijos para orgías sexuales y aberraciones.

En los tradicionales campos de lucha de los jóvenes revolucionarios, América Latina, África, y gran parte del mundo islámico, desde el Oriente Medio hasta Indonesia, el fenómeno de estos nuevos postulados no eran fácilmente aceptados. Se veía a los “jipis” como arribistas a una moda engendrada por el mundo rico y desarrollado, que distorsionaba el estilo, las tácticas y la estrategia revolucionaria en lucha por justicia social, distribución de la riqueza y democratización de la cultura.

¡No se podía contar con los “jipis” para las luchas en serio, en un mundo en que, como decía el demócrata-cristiano chileno Eduardo Frei Montalva: “los pueblos se dividen entre los que tienen hambre y los que tienen miedo”!

La Revolución de la Música

En las honduras del sentir y el pensar político venía cundiendo un almácigo de cambios culturales suficientemente intensos como para demoler muchos de los paradigmas que parecían más sólidos y estables. Por ejemplo, los músicos ofrecían obras cargadas de sonidos, ritmos y armonías tan distintos de lo habitual que llegaban a producirnos una mezcla de incomodidad, de tensión poco placentera, junto a una excitación desafiante. La nueva música “culta” se volvía difícil, no se podía escuchar a Stravinski como escuchábamos a Tchaikovsky o a Brahms, y la tendencia iba hacia experimentos sonoros cada vez más complejos.

En todas las formas consideradas como de “arte mayor” o culto, se estaba hurgando hacia zonas nuevas, intelectualmente exigentes. Pero, al mismo tiempo, la gente común, y particularmente los jóvenes, parecían poco dispuestos a aprender tales rarezas. La gente común creyó y prefirió mayoritariamente lo que llamaron el “arte comprometido”, un arte que asumía el deber de entregar un mensaje. En Cuba surgió la “nueva trova”, que a menudo fue más allá del discurso político. Pero en el mundo anglosajón ya venía desde antes la canción que, más que para “decir algo” servía para “hacer algo”. La tradición del canto de trabajo de los marineros, las canciones de vaqueros y campesinos, y, sobre todo, las canciones de trabajo de los esclavos negros. Eran canciones que proporcionaban ritmo eficaz en el esfuerzo y naturalmente daban también ritmo a la emoción, las ganas, las urgencias.

Frente al lirismo sentimental y florido de los boleros, la nueva trova logró cargar la música popular latinoamericana con la misma intensidad que en Estados Unidos había cargado al jazz y sus ramificaciones rumbo al rock.

Pero a Cuba le había crecido además una parvada de hijos especiales que en 1959 comenzaron a trabajar todos juntos. Como marinos, como obreros, como guerreros, necesitaban esa música de “hacer algo”, de hacerlo todo y hacerlo lo mejor posible, porque los enemigos eran feroces, el tiempo era corto y los recursos eran escasos.

Ya el 21 de octubre, a escasos meses de la victoria sobre la pandilla de Fulgencio Batista, aviones procedentes de Florida comenzaron a hacer raids para repartir propaganda contrarrevolucionaria.  En su primera incursión, los paquetes que lanzaron sobre grupos de personas mataron a dos adolescentes y dejaron a 45 personas lesionadas. Algunos oficiales de la Fuerza Aérea y de los mismos guerrilleros de Sierra Maestra se dejaron tentar por las organizaciones anticastristas de Miami, incluyendo al comandante Huber Matos, que intentó encabezar un golpe contra el nuevo gobierno.

Estaba claro que la victoria de la revolución seguía siendo precaria, vulnerable. El 4 de marzo de 1960, un brutal atentado terrorista en el puerto de La Habana con bombas de alto poder provocó alrededor de un centenar de muertos y 300 heridos. El buque carguero La Coubre, de la naviera francesa Compagnie Générale Transatlantique, descargaba armas y bastimentos militares adquiridos por el gobierno. El atentado fue planificado para detonar una primera explosión y luego, cerca de media hora más tarde, detonó una segunda bomba, a fin de agarrar en ella a las brigadas de salvamento que hubieran acudido. ¿Se le ocurre a Ud. quién puede haber diseñado, financiado y puesto en ejecución ese atentado?

El 17 de marzo, el presidente de Estados Unidos Dwight Eisenhower, ordena el inicio de preparativos para ocupar Cuba militarmente, lo que en abril de 1961 se materializa con el intento de invasión de Bahía Cochinos. En esas circunstancias, Fidel Castro tuvo que conducir a Cuba dentro de una realidad de emergencia militar, con todo el rigor necesario, que, en realidad, no llegó a ser excesivo, pero incluyó la formación de Comités de Defensa de la Revolución, los CDR, que formaron una rígida policía vecinal de prevención de actos terroristas y conspiraciones.

Ciertamente eso conllevó a toda una política de convivencia defensiva y en ocasiones bastante desagradable. Fue en ese contexto que el gobierno revolucionario cubano dispuso medidas orientadas a que los medios de difusión masiva, específicamente las radioemisoras, dieran permanente preferencia a la música cubana y latinoamericana. En realidad, en Cuba nunca llegó a prohibirse la música de los Beatles. Pero había un clima de hostilidad que fue disipándose lentamente hasta que, en 1971, por primera vez una radioemisora de La Habana transmitió un especial de los Beatles, con público asistente en el auditorio.

Fue un éxito embriagador.

La Revolución de los Filósofos

Durante la II Guerra Mundial, la cultura filosófica de masas derivó, naturalmente, a una ideologización creciente. Pero, a la vez, en el seno del marxismo, dentro del propio Partido Comunista, surgieron variantes no meramente ideológicas, fueron variantes filosóficas, sociológicas y económicas respecto de la misma teoría política del Estado. Brillantes pensadores y escritores como Jean Paul Sartre, Louis Althusser, Erich Fromm y Theodor Adorno, perfilaron finas precisiones respecto del humanismo básico del Estado Socialista. Por otra parte, filósofos como Herbert Marcuse, Robert Paul Wolff y Barrington Moore, críticos respetuosos del marxismo, sin embargo centraron su atención en el ámbito humanista y psicológico para analizar tanto al Estado como a los procesos históricos que venían produciéndose: la secuencia sangrienta de las intervenciones de Occidente, especialmente de Estados Unidos, en las guerras de Corea y Vietnam y el enfrentamiento irracional y aplastante de los intereses de los gobiernos (proclamados como idénticos al Estado) con las bases sociales de cuatro quintas partes de la humanidad.

Junto a esos altos intelectuales, en gran medida se rescató el pensamiento de filósofos “réprobos”, como Baruch Spinoza, Federico Nietzsche y Martin Heidegger, además de una pléyade de escritores y divulgadores del pensamiento oriental, particularmente Hermann Hesse. Ciertamente, la gran masa de los estudiantes que hicieron tambalear la República Francesa en 1968, no lo hacían motivados por esos filósofos ni por los Beatles.

Sin embargo, había un trasfondo conceptual, quizás entendido a medias, tras la intensidad de la crítica juvenil respecto de las miserias y contradicciones de la sociedad de consumo, la defensa vehemente y apasionada de una libertad tan coherente y natural que debía ser capaz de eliminar las leyes como algo innecesario.

En mi contacto personal con personas variadísimas del ambiente hippie de Nueva York, percibí el nivel asombroso de conocimiento, aunque fuese superficial, de los grandes temas filosóficos, y cómo se esperaba que el entendimiento de la sociedad llegase a generar una convivencia a la vez intensa y apacible, apasionada y solidaria aún entre personas completamente diversas. Y eso, en enorme medida, se retroalimentaba permanentemente en los poemas, las letras de las canciones, y, más aún, en los sutilísimos mensajes no verbales.

En la tribu Third World, del Bowery en el bajo Village del Este, en una habitación lateral, tenían sobre una mesa un cesto circular de bordes bajos y alrededor de un metro y medio de diámetro, y en él había dinero: billetes de cinco o diez dólares y gran cantidad de monedas de medio, un cuarto y un décimo de dólar. Nadie vigilaba allí, cualquiera iba y sacaba lo necesario, y todos, cada vez que podían, agregaban algo a ese fondo. Jamás vi que el canasto estuviera vacío.

La Revolución Cultural

Ahí está sentado y apacible John Lennon.  Cualquiera puede ir a sentársele al lado. Fue en la Cuba Revolucionaria donde el Comandante Fidel Castro sintió la tristeza de no haber podido ser amigo de John, y de que la Revolución amagada, defendiéndose con casi nada, no hubiese podido tempranamente absorber la maravillosa energía multitudinaria de aquellas juventudes.

¿Quién fue Fidel?... en realidad, hubo una marea de coincidencias, personas, actos significativos felices o dolorosos, que fueron sucediéndose como en una danza prodigiosa: unos españoles pobres y analfabetos que se aman en Cuba, un “huachito”, un hijo natural cuyos padres recién pudieron casarse cuando él tenía 8 años. Un niño que adivina que la adversidad, el hambre y la pobreza llegan así nomás, no como castigo…

Una inteligencia tranquila, lúcida y resuelta, que elige primero el derecho y la ciencia política, y luego vuelve a elegir: ahora el combate, convertir una derrota en conocimiento, ser capaz de reconocer a sus amigos y compañeros con una certeza casi casi perfecta.

La Guerra Civil española lo ilustró a los 9 años, cuando ya Fidel sabía leer y escribir bien. Y la palabra “rebelde” ya cobró para él un sentido potente.  Tenía 13 años cuando estalló la Segunda Guerra Mundial. En su internado, en el Colegio La Salle y luego con los jesuitas, aprendió ese especial sentido común de la Biblia, y la singularidad de la percepción de los jesuitas acerca de la justicia cristiana. Muy especialmente lo impresionó la leyenda de Moisés y los hebreos adorando al Becerro de Oro.

Según Fidel crecía, la cultura occidental avanzaba como un carromato desvencijado. Y cada uno de sus pasos, los de Fidel y los de la Cultura, parecían tener una concordancia exacta. Sin grandes gestos ni iluminaciones, con la misma naturalidad con que de niño iba a jugar y comer choclos con los trabajadores haitianos negros y sus familias, en Fidel fue cundiendo un entendimiento certero y sincero sobre cómo tiene que ser la relación recíproca de estos humanos que somos tripulantes de la carabela Tierra que navega solitaria en la negra, perfecta transparencia del espacio.

Se sumaban los músicos y los filósofos, los sagaces negociadores, el querido Che Guevara acudiendo a donde esos amigos negros del África semi libre. Los poetas, los químicos y los biólogos, los profesores, los chiquillos pobres de Argentina, de Bolivia, de Brasil, de Chile, todos convocados a la modesta cena revolucionaria que de algún modo multiplicaba los panes y hacía que el agua se pusiera fragante, enérgica y maravillosamente embriagadora.

¡Qué pocos de los que participaron de esa Cuba tan singularmente revolucionaria llegaron a mostrarse malagradecidos!

De los cientos y cientos de profesionales cubanos emigrados para ganar más dinero en el extranjero, apenas unos pocos hablan con desdén de su patria y su revolución. Y los otros, esos becarios latinoamericanos que fueron a estudiar a Cuba, más allá de sus títulos y más allá también de algunas críticas a la burocracia, tienen un recuerdo fundamental de la más bella y simple camaradería, una generosidad alegre, dispuesta a la dicha que se puede extraer de una pobreza sanita y bien criada.

Esa Cuba de Nosotros

Ahí está Ho Chi Minh, espléndido poeta y por lo mismo espléndido líder de Vietnam. Ahí están Patrice Lumumba, Martin Luther King, y el Mahatma Gandhi, en fin, ahí están todos esos grandes humanistas revolucionarios.

Pero la Cuba de hoy, revolucionaria y dispuesta a sacarle el jugo a la pobreza, nos la dejaron ahí para que aprendamos.  Para que nos demos cuenta de que la Revolución es esencialmente cultural. Más que un cambio de sistema, más que nuevas leyes y nuevos modelos económicos, es un estado espiritual, es un modo de percibir, disfrutar, querer, trabajar, empeñarse y también, eventualmente, enfurecerse todo lo que sea necesario.

Fue Fidel quien intuyó la arquitectura de lo que es una cultura revolucionaria, y sus trazos fueron leves, a veces tentativos. Podrían quizás criticar sus cambios de rumbo, como en el caso del monumento a John Lennon. Pero a esos críticos podemos responder con las palabras del gran filósofo humanista Michel Foucault:

“Bueno, ahora pienso distinto de algunas cosas que pensaba hace algunos años. He trabajado duro todo ese tiempo, no para seguir diciendo ahora lo mismo que entonces sino para avanzar. El principal interés en la vida y el trabajo es llegar a ser más que lo que eras al principio”.

Hoy todo el pueblo cubano es más que lo que era al principio.

Para Correo del Alba, Ruperto Concha.

*Artículo publicado en Correo del Alba No. 59, noviembre-diciembre de 2016.

También los puedes leer en: www.correodelalba.com

Estas leyendo

Hablando claro. ¿Quién es Fidel Castro?