El de Honduras, como el de México, es un semiestado. Todo se decide en el gobierno con el visto bueno de la embajada de Estados Unidos, la economía descansa en las divisas resultantes de las remesas de los emigrados, es decir, en la exportación de brazos y sangre humana. Además, el país fue utilizado primero por Washington como base contra la revolución cubana, después contra la revolución y el gobierno sandinistas, y Estados Unidos ahora, desde la gran base en Palmerola y otras dos bases militares más en Honduras, amenaza a Cuba y a Venezuela, domina Centroamérica y se prepara para intervenir en Colombia, donde el proceso de paz con las FARC y la división entre Uribe y Santos hipotecan la Alianza para el Pacífico, que también está debilitada por la derrota de la derecha en Chile. El aparato estatal está en manos de 15 familias cuyo Poder Ejecutivo cedió a las trasnacionales enteras zonas del territorio donde no rigen las leyes del país, tal como en México hizo Calderón con los aparatos de espionaje estadunidenses, que fijaban las prioridades en la represión (no sólo contra el narcotráfico).
Las elecciones hondureñas de este 24 de noviembre, como las de México en 1988, 2006 y 2012, fueron una farsa y los dueños del poder impusieron en ellas a Juan Orlando Hernández para perpetuar y perfeccionar las medidas antipopulares instauradas con el golpe de Estado yanqui-oligárquico contra Manuel Zelaya y, después, por el gobierno de Porfirio Lobo, continuador de la dictadura.
Las movilizaciones contra la dictadura, primero, y a favor de la candidatura de Xiomara Castro y su Partido Libre, después, fueron permanentes y masivas. Los trabajadores y el pueblo hondureños resistieron valientemente al golpe y a la oligarquía y transformaron su Frente Nacional de Resistencia Popular, apoyado en movimientos como Vía Campesina, en la fórmula electoral del Partido Libre. Tanto en la acción, con sus movilizaciones, como en la campaña electoral, trataron de modificar la relación de fuerzas actual. Ganaron así el apoyo de vastos sectores de las clases medias urbanas, empezando por los estudiantes, que luchan hoy contra el fraude. El pueblo hondureño, con gran madurez y tratando de evitar la violencia estatal, cumplió con su deber cívico. Incluso causó la fractura del bloque de los grandes oligarcas, pues algunos de éstos temen lo que podría suceder si el gobierno ilegítimo de Hernández intentase continuar impunemente con la política que la embajada yanqui dicta a sus servidores y socios menores locales y contase sólo con las fuerzas de represión.
Las movilizaciones contra el fraude se mantendrán, serán muy grandes y abarcarán también a los sectores de las clases medias urbanas y rurales que votaron por el Partido contra la Corrupción e incluso a sectores del electorado del Partido Liberal. Porque el fraude fue evidente, descarado, aunque Daniel Ortega reconozca y salude a su beneficiario y la Alba no se pronuncie al respecto. El presidente saliente, Porfirio Lobo volcó, en efecto, el peso del aparato estatal a favor de su partido, el Nacional, y del candidato de éste, Hernández. La prensa en manos de la oligarquía desinformó todos los días y ninguneó la campaña y las posiciones de Xiomara Castro, silenciando además los terribles efectos sociales de la política neoliberal y el control de Honduras por la embajada estadunidense, que intervino permanentemente en la campaña electoral.
El Partido Libre (y el Partido contra la Corrupción) impugnó el resultado electoral fraudulento y llama a movilizarse en el plano legal para respaldar su reclamo. Xiomara Castro y Manuel Zelaya se conforman con el hecho de que el gobierno no tiene mayoría en el Parlamento e intentan impedir que las ocupaciones universitarias desencadenen tomas de tierras o estallidos populares, mientras por su parte los votantes del Partido Libre se autoconvocaron para la lucha y sienten que sólo ella puede obligar a ceder al gobierno del Partido Nacional.
En un semiestado que funciona como una colonia de Estados Unidos apenas disfrazada, la legalidad es una ficción y el Parlamento apenas si sirve como tribuna secundaria para las protestas y las exigencias populares, ya que sólo refrenda las decisiones que se toman en Washington y en unos pocos escritorios. Una cosa es utilizar todos los espacios y las oportunidades, electorales o jurídicas, de esa seudolegalidad, y otra es creer que los papeles, las instancias legales y las declaraciones pueden modificar las relaciones de fuerzas como si se estuviera en Suecia.
Es correcto utilizar la disputa electoral para ampliar el alcance de la propaganda y crear bases organizativas en todo el país. Es necesario evitar mientras se pueda una lucha sangrienta y desigual contra las fuerzas represivas, y ganar aliados, fuerzas y posiciones apoyándose en la legitimidad del propio triunfo y del propio comportamiento. Es indispensable que los usurpadores aparezcan ante todos como tales para demostrar que no queda otro camino que derribarlos. Pero la difusión de ilusiones sobre la efectividad de las protestas en los marcos que fijan los usurpadores y sobre la posibilidad de usar contra éstos los puestos en instituciones que carecen de todo poder real desarma y divide la resistencia de masas.
El cretinismo jurídico-parlamentario respetuoso de un régimen que es apenas una dictadura del capital sostiene a éste más que la fuerza del ejército. Porque una lucha revolucionaria divide y desmoraliza a los soldados y policías, mientras que la claudicación de quienes aparecen como dirigentes de las luchas populares, en cambio, debilita a los trabajadores, que son los únicos que pueden expulsar del poder al imperialismo y la oligarquía. Hay situaciones en las que sólo la resistencia civil y la sublevación popular pueden garantizar la justicia, la legalidad y la independencia nacional.
Fuente original: http://www.jornada.unam.mx/2013/12/01/opinion/021a1pol