Es muy difícil precisar el origen de la corrupción política en nuestro país. En el pasado, prácticamente ningún gobierno escapó a este fenómeno, exceptuando la administración de Salvador Allende a quien la dictadura nunca pudo acreditarle algún delito o falta grave en este sentido, pese a todos los esfuerzos por desprestigiar su paso por La Moneda. Intento en que contó, incluso, con la dócil actitud de los tribunales.
Durante los 17 años de Pinochet se consumaron horrendas acciones en contra de los bienes del Estado y el erario nacional. Cada privatización de las empresas públicas representó un acto de expoliación a la “propiedad de todos”, como una puerta franca al enriquecimiento ilícito de ciertos personajes que, de conspiradores y golpistas, empezaron a ser reconocidos como prestigiosos empresarios. El gobierno de Aylwin, entre otras cosas, no quiso que se trasparentaran estos procesos irregulares y se llevara a la justicia a los defraudadores del Fisco a fin de recuperar las empresas mal habidas por los mismos nombres y apellidos que hasta hoy se asocian a este tipo de escándalos. Por el contrario, la impunidad fue tan absoluta que rápidamente estos personajes entraron en connivencia con las nuevas autoridades, logrando a su favor nuevas “privatizaciones” y asumiéndose, sin mayores remilgos, como financistas electorales.
Durante toda la posdictadura lo que hemos observado es la sacralización de todo lo obrado irregularmente por el régimen militar, así como el sorprendente viraje político de algunos connotados jacobinos del pasado que, en el paso por algún cargo público, echaron sus bases para derivar hacia la actividad privada, el lucrativo tráfico de influencias y la incorporación a los directorios de las grandes empresas, de la banca y las transnacionales empoderadas de todo nuestro territorio. Al mismo tiempo que se asentaban en el sistema educacional, la administración de la salud y de la previsión y en aquellas áreas en que resulta más rápido consolidar riqueza, por la posibilidad de asaltar los recursos fiscales y los bolsillos de los trabajadores.
Todo un proceso en que rápidamente hay no pocos que abandonaron sus ideales socialistas para rendirse a la moda neoliberal, incorporarse de lleno a la farándula televisiva, destacarse como protagonistas de las páginas sociales de El Mercurio y hasta convertirse en los columnistas y opinólogos más dilectos de la llamada “gran prensa” que, de su complacencia con los crímenes de la dictadura, se ha erigido ahora en la celadora de la institucionalidad heredada. Mientras que a la prensa democrática, independiente y, por lo mismo, incómoda se le armaban operaciones desde el propio Ministerio del Interior para sofocarla.
En esta suerte de impunidades y connivencias es que se desdibujaron los límites entre derechistas e izquierdistas, oficialistas y opositores, en beneficio de la consolidación de una “clase política” que ha administrado con desparpajo la repartija de cargos, las asignaciones de negocios desde el poder y la reproducción de los mismos sujetos en la escena parlamentaria, en los municipios y la administración de las reparticiones públicas. Más de un cuarto de siglo administrando una transición a la democracia que, ciertamente, no ha sido; las cúpulas políticas se han asegurado ingentes recursos para postularse y reelegirse en cada proceso electoral, dilapidando recursos que están muy por encima de lo que se gasta en países más ricos. Con la evidencia, además, de que estos recursos no salían de sus sueldos y dietas, ni de los aportes del exterior, ni del bolsillo de los codiciosos empresarios criollos, sino de la evasión tributaria, como ahora finalmente se devela. Como, por cierto, también, del peaje que durante todos estos años se le ha cobrado a las empresas extranjeras para operar en Chile a sus anchas, obteniendo las mayores utilidades del mundo y agotando nuestras reservas.
Políticos que proclaman sus objetivos de equidad, pero han llegado a hacerse prácticamente propietarios de sus cargos públicos gracias al cohecho y la desigualdad en la contienda electoral, en el fomento y amparo de operaciones fraudulentas como la del Consorcio Penta y la que, ahora, involucra al hijo y nuera de la propia jefa de Estado para vergüenza, por supuesto, de toda nuestra institucionalidad, aumentando el descrédito de la misma y, si no hay mal que por bien no venga, dar fundamento a la causa de quienes nos sentimos indignados. Pero debemos pasar a la acción para desalojar a todos los inescrupulosos de la política. Confiando en que, por fin, aquellos sectores segregados por el sistema institucional renuncien a servirle de comparsa a la clase política en los nuevos eventos electorales o se dispongan a ser cooptados por ésta, como sucedió el año pasado con tantos líderes y movimientos que renunciaron a imponer un cambio desde las calles y no al abrigo de una institucionalidad viciada transversalmente hasta sus entrañas.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 823, 6 de marzo, 2015