Hay una gran diferencia entre ser un buen cocinero y ser un chef. El primero se sabe muchas recetas y las aplica al pie de la letra. Pero no puede improvisar ni crear algo nuevo. En cambio el chef ya no usa recetas, porque conoce las propiedades de los ingredientes, los aliños y los condimentos. Puede decidir en cada momento qué tipo de aceite usar, sabe a qué temperatura se cuece cada tipo de carne, entiende que el tomate está hecho en gran medida por agua y por eso, se debe poner en la olla después que el ajo está frito. Por eso un chef logra mezclas en que todo combina. Es alguien que conoce el porqué de las cosas: las ha estudiado y experimentado.
En política abundan los cocineros, pero no hay grandes chefs que sean libres para crear con libertad. Los cuatro gobiernos de la Concertación siguieron el modelo del cocinero. Se aprendieron una receta importada a inicios de los años noventa. El Mercurio, el FMI, la embajada de Estados Unidos le celebraron el plato como una de las exquisiteces de moda y desde ese momento, se dedicaron a repetirlo hasta la saciedad. Pasamos más de veinte años comiendo el mismo guiso, cocido de la misma forma y compuesto por los mismos ingredientes. Se trataba de una cazuela bastante desabrida en la que había dos presas principales: un Estado mínimo con funciones de gendarme y un mercado desregulado que saturaba con sus sabores todos los rincones de la olla. Pero el secreto estaba en los aliños: nunca faltó el toque picante para declarar una y otra vez un compromiso inquebrantable con los derechos humanos, un poco de sal para calmar las pasiones sociales a punta de bonos y subsidios y una pizca agridulce, para ayudar a tragarse las malas políticas a fuerza de lealtades mal entendidas. Cuando le tocó a Piñera su turno no cambió nada en la receta. Pero se olvidó de los condimentos. Y los comensales terminaron tirándole la olla por la cabeza.
La receta neoliberal de los noventa se comía con gusto, porque se venía saliendo de una dieta a pan y agua que duró diecisiete años. Después de tantas pellejerías, hasta las sobras se encontraban riquísimas. El crédito abundante era una novedad absoluta y tendía a saciar el hambre más inmediato. Y por supuesto, había mucho miedo a volver a la cocina de los años ochenta. Pero las cosas cambiaron y poco a poco la receta se hizo intragable. Ahora ya nadie le encuentra el gusto a endeudarse. El sabor de los bonos, que antes hacía furor, ha ido perdiendo la gracia y la gente preferiría zamparse unos sueldos más dignos. Y lo más importante, se acabó el temor al regreso al ayuno pinochetista, porque todos se dan cuenta que los que más perderían en ese retroceso serían los grandes grupos económicos que han engordado con la cazuela concertacionista.
Los chilenos han empezado a mirar para el lado, hacia las cocinas de los vecinos, y se dan cuenta que no sólo de cazuela vive el hombre. No es imposible salir de las AFPs, como lo hizo Argentina en 2008. Tampoco es catastrófico nacionalizar los recursos naturales, como lo ha venido haciendo Bolivia. Ni es imposible cambiar de arriba a abajo la política universitaria, como lo está haciendo Ecuador, cerrando masivamente universidades privadas “chantas” y promoviendo una política de investigación basada en una sociedad del conocimiento común y abierto. El gobierno uruguayo demuestra que es posible arriesgarse a hacer algo totalmente nuevo, como la legalización y regulación de la producción, venta y consumo de marihuana. En Brasil, Dilma se atreve a plantarse de cara a Estados Unidos por su política de espionaje. Incluso Colombia da vuelta la página al guerrerismo salvaje de Uribe, para darle una oportunidad a la paz.
Bachelet ha regresado porque prometió cambiar de plato. Una Nueva Mayoría para una Nueva Constitución. Pero sus pinches de cocina se han puesto nerviosos porque no conocen una nueva receta, y tampoco quieren aprenderla. Han empezado a exigir que se bajen las expectativas de los comensales. Algo así como “la cazuela no estaba tan mala”, “con un poco de pebre se arregla la cosa”, “no se pongan exquisitos y cómanse el puchero de siempre”. Quisieran volver a la vieja fórmula, pero en la pasada de Piñera por la cocina todo se ha desordenado. La receta se ha extraviado y los aliños han perdido su efecto. Algunos ingredientes se han puesto rancios y otros nuevos se han colado por la ventana. Le guste o no, a la cocinera Bachelet le va a tocar inventar un plato nuevo. O se transforma en chef, o los comensales van bailar arriba de la mesa.
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 797, 10 de enero, 2014