La diversidad de la clase trabajadora chilena post-industrial. Revisión de claves conceptuales para su comprensión.

Por: Andrés Fonseca López. Licenciado en Filosofía

La importancia del trabajo (y de los trabajadores)

Qué duda cabe que el obrerismo, esa vieja ideología que impregnó el imaginario del movimiento obrero y las distintas corrientes de izquierda del siglo XIX y XX, es un relato anacrónico. Luego de la caída de los socialismos reales, de la crisis medioambiental heredada de la producción industrial, de la irrupción de las nuevas tecnologías y la globalización con su nueva división mundial del trabajo, insistir en evocar la imagen del obrero industrial –casi siempre hombre- musculoso de overol y casco como el motor central de un cambio social profundo es simplemente nostálgico. Pensemos en el caso local. Chile: país desindustrializado, con una tasa de sindicalización que bordea un mezquino 10% y en donde con una sola ida al centro de cualquier capital regional a la hora de almuerzo notaremos la enorme cantidad de trabajadores del sector terciario –oficinistas, vendedores de retail, administrativos, etc.- que circulan por los paseos peatonales. Definitivamente no se ven muchos obreros (ni mucho menos campesinos). Parece que ya no existieran. Es como si el progreso neoliberal los hubiera enterrado en el basurero de la historia. Pero sabemos que esto no es así. Los trabajadores y el trabajo vivo, fuente de valor, siguen aquí, generando riquezas para otros. Sólo han cambiado las formas.

Hay, sin embargo, ciertos autores que han elaborado teorías que no sólo declaran anacrónica a la “vieja” clase obrera tradicional, sino que, deslumbrados con la nueva morfología del trabajo contemporáneo –en especial con la tecnologización e informatización de algunos empleos-, van más allá y han llegado a anunciar la liquidación del trabajo mismo, eliminando de pasada la importancia de los trabajadores dentro de los procesos sociales. Un ejemplo paradigmático de estas teorías, es la profecía que formulara en 1995 el economista estadounidense Jeremy Rifkin en su obra, de nombre bastante elocuente, “El Fin del Trabajo” y que luego, en 1999, reciclara el grupo alemán Krisis en su “Manifiesto Contra El Trabajo”. Rifkin anunciaba que, más temprano que tarde, los trabajadores serían reemplazados por softwares y máquinas automatizadas, lo que significaría la inevitable pérdida de cientos de miles de puestos de trabajo (Rifkin 1996). En la misma línea de optimismo tecnológico, los Krisis, con Robert Kurz a la cabeza, ad-portas del nuevo mileno declaraban que “la sociedad nunca ha sido tan sociedad del trabajo como en un momento en que el trabajo se está haciendo innecesario” (Grupo Krisis 2002: 7-8). A veinte años de la publicación de la obra de Rifkin, el trabajo, y por cierto los trabajadores, no dan señas de estar en camino a la extinción. Y si bien la tecnología ha hecho innecesarios muchos tipos de empleo como preveía el Grupo Krisis, la verdad es que el proceso no ha sido tan drástico. Por lo demás, han ido apareciendo empleos de nuevo tipo.

De hecho, Guy Standing, economista y sociólogo inglés, afirma que a la fecha, según cifras oficiales, el número de población realizando trabajo remunerado tanto en países de la OCDE como en Asia, África y América Latina, dan cuenta que “Hay más empleos que en cualquier otro momento de la Historia” (Standing 2014: 11). Es decir, los datos duros indican estamos muy lejos de presenciar el fin del trabajo -y de los trabajadores-. Menos aún en los países periféricos. Tal es el caso de Chile, economía “emergente” que, según cifras del INE, en junio del 2015 cuenta con una fuerza de trabajo de 8.528.400 personas y, considerando asalariados y trabajadores por cuenta propia, una cantidad de 7.972.630 de ocupados en el trimestre móvil abril-junio. La tasa de cesantía el trimestre marzo-mayo es relativamente baja anotando un 6,6% de desocupados. La población inactiva por su parte (menores de 15 años, retirados, estudiantes de tiempo completo, población que decide no trabajar, entre otros), asciende a 5.787.010. Tenemos entonces que, casi 3 millones de personas por sobre la mitad de la población del país, son trabajadores. Y si a eso agregamos que Chile es uno de los países en lo que más se trabaja de los países de la OCDE con 2.015 horas de trabajo en promedio en el año 2013, estamos frente a una importante masa de personas que pasa gran parte de su vida en su lugar de trabajo. Dicho de otra forma, querámoslo o no, en nuestra vida cotidiana somos muchos los chilenos y chilenas que estamos más tiempo con nuestros colegas que con nuestras familias, amigos y vecinos.

Las cifras anteriores dejan en evidencia la importancia cuantitativa –hay muchos trabajadores- y subjetiva del trabajo –literalmente vivimos en el trabajo, ahí nos relacionamos, compartimos, nos frustramos, aprendemos, etc.-. Al menos en el Chile actual,  no se cumplen las profecías del fin del trabajo. Eso si, la clase trabajadora de hoy es amplia y diversa, lo que, sumado a la influencia de teorías extravagantes provenientes de la burbuja académica y de profetas sectarios, genera confusiones al momento de su comprensión, estudio y análisis. Por lo mismo creemos que, con el objetivo de disipar dudas al respecto, urge introducir claves conceptuales actualizadas que caractericen adecuadamente la (no tan) nueva morfología del trabajo en Chile. Ello, de la mano de autores que no sólo escriben como intelectuales iluminados, sino que han pasado por fábricas, oficinas, sindicatos y huelgas. Puede que al final nos sorprendamos, porque tras esta revisión todo parece evidenciar que, más allá de los cambios en los modos productivos, tecnológicos, de gestión empresarial, etc, no somos más que modernos proletarios.

Trabajo de oficina, comercio y servicios

Corría el año 1974 y el ex-metalúrgico estadounidense Harry Braverman publicaba su ensayo “Trabajo y capital monopolista”. En él, este obrero intelectualizado autodidacta, describe los procesos de transformación del trabajo en EE.UU. que él mismo tuvo que experimentar y que lo obligaron a dejar su oficio manual para reinventarse como oficinista. Según Braverman, el boom de la tecnología informática y la aplicación de la racionalidad científica en la esfera de la administración gerencial o management, abren el camino a una nueva era post-industrial, post-fordista (Braverman 1987). De la línea de montaje los obreros pasan al cubículo de oficina. Entre las principales características de este proceso encontramos un control mayor y más eficaz de los mandos gerenciales sobre los trabajadores, así como una mayor complejidad de  la estructura organizacional de la empresa y de los procesos de trabajo. Todo esto se traduce en menor control del trabajador sobre su labor. En otras palabras, no hay un cambio radical desde el tipo de trabajo que se realiza en una fábrica al que se realiza en un escritorio, lo que hay es una continuidad y profundización de las lógicas que aumentan la productividad y enajenan al trabajador. Por eso, Braverman no hace un corte entre la clase trabajadora industrial –la de cuello azul- y la nueva clase trabajadora –la de cuello blanco- que engrosa las filas del comercio detallista o retail, servicios y las plantas de oficinas –por nombrar a los más representativos- (Braverman 1987). Los considera una evolución de la clase trabajadora tradicional en función de las nuevas condiciones tecnológicas, de producción y, fundamentalmente, de organización del trabajo.

En Chile, luego de que la dictadura pusiera en marcha las fórmulas neoliberales que desmantelaron la infraestructura industrial, el país se posicionó en el mercado global como un simple exportador de materias primas y commodities. El mercado interno en tanto, se redujo a oficinas y centros comerciales. Es sintomático de este fenómeno que la industria cultural del régimen tuviera como producto estrella en la televisión de los ochenta al “Jappening Con Ja”, serie que hacía humor con personajes de una oficina, actividad incipiente en esa época de reconversión de la industria hacia el sector servicios. En la actualidad en cambio, el sector terciario es sin duda el que absorbe a la mayoría de los trabajadores del país. Según datos del INE sobre ocupación por rama por actividad económica 2015, el sector terciario se dispara en la cifras. Solo la actividad de comercio al por mayor y al por menor concentra casi 1 millón 600 mil trabajadores. Obviar a este enorme grupo de trabajadores por no trabajar con una pala es absurdo.

Trabajo inmaterial

En una línea similar, se encuentra el análisis que hacen los autores italianos Antonio Negri y Maurizio Lazzarato. Activistas del movimiento “operaista” italiano de los setentas, al igual que Braverman pudieron presenciar directamente la transformación desde la clásica fábrica fordista a los esquemas de trabajo automatizados, informatizados, llamados post-fordistas. El trabajo de estos teóricos, no obstante, va más lejos que el de Braverman ya que no se encasilla en  los límites de la sociología del trabajo, sino que da cuenta de transformaciones sociales más amplias. En su obra clave “Trabajo inmaterial”, la tesis central sostiene que la actividad laboral ya no está recluida en el lugar de trabajo, sino que se expande a otros espacios y, por supuesto, también a otros momentos, impregnando toda la actividad social. Veamos de qué se trata.

El punto de partida de estos autores es bastante pesimista. Repitiendo a Adorno y Horkheimer, aseguran que la sociedad está completamente sometida al capitalismo; no hay puntos de fuga.  La fábrica se ha vuelto difusa, por lo que de algún modo “todo es fábrica” y por lo mismo hay que poner atención al “ciclo social de la producción” (Lazzarato & Negri 2001: 12). El ciclo social de la producción hace referencia a todo ese despliegue de saberes, conocimiento, creatividad, habilidades sociales y de comunicación de los individuos –intelectualidad de masa, en los Grundrisse de Marx- que escapa al proceso productivo material, pero que es fundamental para la reproducción de esta gran fábrica difusa que es la sociedad. Es la interfase que “activa y organiza la relación producción consumo” (Lazzarato & Negri 2001: 20), afirman.

En términos más concretos, el trabajo inmaterial lo vemos en los empleos que conforman ese nuevo sector productivo que media entre industria y servicios. Es el caso del marketing, las relaciones públicas, lo audiovisual, el diseño, la moda, el arte, la innovación digital, etc.  Todos trabajos que reflejan el auge del capitalismo financiero, por sobre el capitalismo productivo. Pero no es sólo eso. El concepto original de Negri y Lazzarato se ha ampliado para referirse a otras actividades como por ejemplo, aquellas relativas a la “formación” de subjetividad y de producción de “capital cognitivo”, hablamos de la docencia (Cornejo 2012) y la producción de conocimiento científico. Así también, el ser estudiante es una forma de trabajo inmaterial, ya que el proceso de formación es trabajo para el trabajo futuro. También son trabajo inmaterial –además de trabajo afectivo, del que hablaremos luego-, aquellos empleos que “contienen” las perturbaciones de esta gran fábrica, dos ejemplos obvios: los psicólogos y los trabajadores sociales.

Y fuera de la jornada laboral ¿dónde está el trabajo inmaterial? ¿No sé supone que la fábrica es difusa y que el trabajo se encuentra en todo el ciclo productivo? Tal vez el mejor ejemplo sea lo que ocurre con el pasar tiempo de ocio en las redes sociales. El usuario promedio luego de su trabajo llega a conectarse a la red social y, mientras se comunica con sus contactos, digiere “publicidad social” –o sea dirigida según el perfil del consumidor- y entrega voluntariamente información a las distintas consultoras que sabrán darle valor a los “me gusta” en estudios de mercado, tendencias, etc.

Trabajo doméstico, trabajo afectivo

En su libro “Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas” la profesora y activista italiana, Silvia Federeci, habla de esta forma de trabajo que, si bien ha sido sistemáticamente invisibilizada por el sistema patriarcal, es fundamental para la reproducción del sistema capitalista en su totalidad. Nos referimos al “trabajo doméstico”.

Marcado por la división sexual del trabajo, lavar la ropa, planchar, cocinar, hacer el aseo, son todas labores “de retaguardia”, pero lo cierto es que sin ellas el capitalismo sería imposible. En palabras de Federeci, “El trabajo doméstico es mucho más que la limpieza de la casa. Es servir a los que ganan el salario, física, emocional y sexualmente, tenerlos listos para el trabajo día tras día.” (Federeci 2013: 55). Pese a su importancia, este trabajo es trabajo esclavo en tanto que ni siquiera es remunerado. El trabajo doméstico es complejo. En el converge el trabajo material y también el trabajo inmaterial que veíamos anteriormente. Un ejemplo de su dimensión inmaterial es la labor de de reproducción ideológica, ya que en la crianza y el cuidado de los hijos –o los “futuros trabajadores” como los llama con cruda honestidad Silvia Federeci-, se asegura “que ellos también actúen de la manera que se espera bajo el capitalismo” (Federeci 2013: 55).

Si bien en la actualidad, en los países capitalistas avanzados la mujer ha tercerizado estas labores en trabajadoras domésticas remuneradas –en Chile: trabajadoras de casa particular- una porción importante de estas tareas  no son posibles de “externalizar” tan fácilmente, como es el caso del trabajo afectivo o emocional, fundamental para la reproducción del sistema familiar o de la comunidad. Hablamos de la entrega no remunerada de afectos y cuidados, que si bien en el mercado podrían tener su expresión en trabajos feminizados como la psicología, educación de párvulos, el trabajo social o la enfermería; hay tareas que sólo se dan puertas adentro. En el caso de una familia nuclear -de esas ya no tan comunes-, por más que los hijos vayan a la sala cuna o que un marido establezca un simulacro de seducción y afectividad con una mesera de un “café con piernas”, sigue siendo la mujer la que amamanta al bebé y la que se convierte en soporte emocional de ese marido al momento de un despido por “razones de la empresa” o una enfermedad catastrófica dándole ánimo para salir adelante.

La emergencia del “precariado”

Unos párrafos más atrás mencionamos a Guy Standing. En su ensayo “El precariado. La nueva clase peligrosa” (Standing 2011) este autor elabora un notable análisis de la que él considera es la clase emergente que tendría el potencial de reemplazar al viejo proletariado en su rol de sepulturero del capitalismo. Hablamos del “precariado” ¿Quiénes conforman este grupo? Aquellos que tienen “un empleo inseguro, inestable, cambiando rápidamente de un trabajo a otro, a menudo con contratos incompletos (…) intermediados mediante agencias” (Standing 2014: 8). Standing aclara que si bien los trabajos temporales, el subcontrato y todo lo que incluye ese paquete de medidas precarizadoras llamado “flexibilidad laboral” no son novedad en neoliberalismo maduro, hay rasgos que hacen de estas condiciones algo más que malas condiciones laborales y, de los trabajadores precarios, algo más que un grupo dentro de la clase trabajadora. Pasamos a revisarlos.

La primera nota distintiva, es la extensión de las condiciones de precariedad a toda la existencia del trabajador en un proceso de “adaptación de las expectativas vitales a un empleo inestable y a una vida inestable” (Standing 2014: 8) lo que implica una “pérdida de control sobre el propio tiempo y sobre el desarrollo y uso de las capacidades propias” (Standing 2014: 8). La segunda característica que determina al precariado como una auténtica clase sería, al decir del autor, el “nivel educativo y formativo por encima del nivel que se le exigirá en el trabajo que entra en sus expectativas” (Standing 204: 8). No tiene nada de extraño toparse con trabajadores precarios con formación universitaria, incluso de posgrado. Otro rasgo característico de los precarios es que destinan parte importante de su vida en “trabajo para buscar trabajo”, como son los “papeleos burocráticos, haciendo colas, rellenando impresos, reciclándose, etcétera” (Standing 2014: 9). La imagen del profesional cesante mejorando sus perfiles en los portales de búsqueda de empleo durante horas grafican bien esta situación. En cuarto lugar tenemos el flujo de ingresos del precariado. El  precariado, sólo percibe ingresos monetarios, señala Standing (Standing 2014: 9). Al contrario que otros grupos sociales, el precariado no recibe beneficios estatales y, comúnmente, por su tipo de relación contractual, tampoco tendrá beneficios tales como salud o previsión. Por último, explica el sociólogo británico, el precariado tiene una relación bastante particular con el Estado, al punto que no resulta exagerado decir que “El precariado es la primera clase social de masas en la historia que ha ido perdiendo sistemáticamente los derechos conquistados por los ciudadanos” (Standing 2014: 9), es decir, pese a sus certificaciones profesionales o sueldos no tan miserables, son la clase símbolo de un retroceso histórico sin precedentes.

Un ejemplo local y actual: joven profesional, carrera con un mercado laboral saturado, sin experiencia laboral,  se ve obligado a trabajar en “lo que venga”. Recordemos un estudio publicado en LUN el 5 de agosto del 2015, que revela que un 60% de los profesionales no trabaja en lo que estudió. LUN dice que es porque están seducidos por el emprendimiento, pero mejor sigamos. Contrato basura, boleteando, esporádico, part-time, externo. Definitivamente, al menos al recién egresar, no se cumple la promesa universitaria. ¿El tiempo libre? Mejor usarlo en estudiar un posgrado que, según cuentan, puede servir para encontrar un empleo mejor. ¿Planes para el futuro, tal vez adquirir una vivienda? Resulta paradójico que en Chile, gracias al cálculo de la nueva Ficha de Protección Social, los profesionales, aunque no tengan nada, ni trabajo ni patrimonio, son considerados de un quintil alto, así que adiós beneficios sociales como el de la vivienda. El problema es que con los bajos ingresos de un trabajo precario, tampoco se puede optar a algo como un crédito hipotecario en la banca privada. Muy rico para el Estado muy pobre para los privados. Ese es el precariado.

Nota sobre el autoempleo

Almaceneros, vendedores de sopaipillas, ferianos, ambulantes, taxistas, entre otros oficios populares, son algunos de los que podemos clasificar bajo la categoría de trabajadores independientes. No obstante, pese a que intuitivamente, sin filtros ideológicos, salta a la vista que quienes se desempeñan en estas labores son de clase trabajadora, este grupo complica a aquellos ortodoxos que, partiendo de la premisa de que la clase trabajadora tradicional, es decir el proletariado, tiene como rasgo definitorio el no ser dueño de los medios de producción,  estos trabajadores no cumplirían esa condición. Si, de acuerdo, el carro de sopaipillas o el taxi son propiedad privada y medios de producción, sin embargo, lo son en pequeña escala. Tan pequeña, que en la mayoría de los casos ni siquiera establecen una relación de producción (trabajo) basada en la explotación. De hecho, si ponemos atención, notaremos que tanto el carrito como el taxi del ejemplo están muy posiblemente “bajo control obrero”, o sea son medios de producción autogestionados, levantados y puestos en marcha por los mismos trabajadores independientes.

Otros ejemplos de trabajadores independientes son aquellos que prestan servicios y “boletean” sus honorarios en esferas bastante más humildes que esas en las que se mueven escandalosas boletas millonarias. Puede ser desde un precarizado psicólogo freelance que trabaja “al día” en evaluaciones de entrevistas de trabajo. O puede ser un sociólogo que le pagan por encuesta levantando información para el estudio de una prestigiosa universidad. Podría ser también un biólogo realizando un muestreo para una minera que obtiene utilidades millonarias. En todos estos casos, si bien puede que la remuneración por hora o encuesta o informe no sean tan bajos, las condiciones laborales son inferiores a las de un trabajador industrial o “proletario” promedio. No cotizan salud o previsión, no tienen seguro de cesantía ni derecho –o posibilidad por la alta rotación del empleo- de sindicalizarse.

Pero, seamos honestos. Si bien los trabajadores independientes son –utilizando la distinción de Lukács- clase trabajadora en sí, la propaganda institucional y privada se ha esforzado sistemáticamente en distorsionar la representación que estos trabajadores tienen de sí mismos. En 1989 el empresario y candidato presidencial, Francisco Javier Errázuriz, más conocido como “Fra-Fra”, un pionero en esto de emprender en el ámbito público, nos intentaba de convencer de que su fortuna no era ni heredada ni tampoco era el corolario de años de acumulación de plusvalía del trabajo ajeno, sino que se había iniciado con un capital de dos pollitos (x). Si, dos pequeñas aves. Por estúpida y falaz que fuera esta explicación, la idea de emprender con poco o nada fue introyectada en el imaginario chileno de los noventas. La televisión nos bombardeó con “El Conejo”, un chileno vendedor de maní que logró expandir una cadena de carros maniceros en Nueva York. O con el comercial de “Faúndez”, el gasfíter con teléfono celular –en tiempos donde era un privilegio tener uno- que, al atender su aparato en medio de un grupo de altos ejecutivos sugería que todos, sin importar nuestra condición de clase, podíamos ser un emprendedor al nivel de un gran empresario.

El resultado de esta larga campaña de manipulación del concepto de emprendedor y de la subjetividad de los trabajadores independientes es bastante problemática. El modelo de emprendedor promovido desde las instituciones y las esferas empresariales, es la del emprendedor individualista y competitivo, que comparte valores y esperanzas con la elite antes de que con sus vecinos asalariados o precarizados con los que comparte territorio y hasta nivel de ingreso. Se les ha convencido de que gozan de una suerte de superioridad sobre el resto de los trabajadores, de que el emprendedor promedio es “un sujeto que al enfrentarse creativamente con la incertidumbre, empleando su propia flexibilidad, le gana protagonismo.” (Pfeilstetter 2011) a la vida. Se siente un triunfador porque está consciente de que es el sujeto que “mejor encaja en la economía de mercado, asumiendo su persona, en la práctica, los postulados teóricos del liberalismo.” (Pfeilstetter 2011). Lo que no advierte nuestro emprendedor, sin embargo, es que esta adaptación es funcional a un modelo y a un sistema que puede sacudirse rápidamente de él, ya sea cuando estalle una nueva crisis cíclica del capitalismo o cuando un holding del oligopolio considere que esa PYME se interpone en su camino.

Epílogo: el concepto de proletariado

En un contexto similar al del Chile actual pese a las distancia temporal y geográfica, en 1972, en la República Federal Alemana, una sociedad capitalista avanzada (tal vez más que nuestro neoliberalismo tardío), los frankfurteanos Oskar Negt y Alexander Kluges reflexionaban sobre la vigencia del concepto de proletariado en tiempos posmodernos. En su trabajo “Esfera pública y experiencia: hacia un análisis de la esfera pública burguesa y proletaria”, reconocen que si bien el concepto de proletariado es algo ambiguo, tiene fuerza y vigencia por tres razones: la primera, sostienen, es porque el concepto proletariado “se refiere a una posición estratégica que es sustantivamente enraizado con la historia de la emancipación de la clase trabajadora” (Negt & Kluges 1993: 44). Otro motivo por el que consideran que este concepto proletariado es válido es por el hecho de que “actualmente no es susceptible de ser absorbido dentro del discurso dominante; se resiste a ser categorizado dentro del espectro simbólico de la esfera pública burguesa” (Negt & Kluges 1993: 44). Y finalmente arguyen que este tipo de conceptos, acusados de anacrónicos, son vigentes en la medida que “las condiciones reales que denota pertenecen al presente y que no hay otra palabra para ello (…) es erróneo permitir que las palabras se vuelvan obsoletas antes de que haya un cambio en los objetos que ellas denotan” (Negt & Kluges 1993: 45). ¿Y cuáles son las condiciones reales en el Chile de comienzos del siglo XXI?

Con la revisión anterior queda en evidencia que ni el trabajo ni los trabajadores se han ido; sólo han cambiado sus formas. Las relaciones de producción, la explotación y la sociedad de clases también siguen intactas. Entonces ¿Por qué se ha vuelto tan extraño hablar de la “clase trabajadora”? ¿Por qué ese categoría –o la de “proletariado” que utilizan los profesores germanos- se ha vuelto una cosa pasada de moda? Una hipótesis más o menos obvia es que las sutilezas metafísicas de la mercancía han hecho de las suyas con la democratización del consumo vía endeudamiento. No nos referimos a endeudamiento para acceder a vivienda o educación, sino que para adquirir esos bienes que simbolizan estatus, como autos de lujo, ropa de marca, el último modelo de celular, etc. El consumo de esas mercancías triviales y frívolas, entrega satisfacción en un plano simbólico, operando como un analgésico contra las condiciones reales y, por lo visto, también engaña al espectador de esta “pobreza equipada”. Pobreza equipada porque, aunque exista abundancia de mercancías chatarra, el dato duro sobre ingresos da cuenta de una pauperización masiva de los trabajadores. El equipo de la Fundación Sol nos entrega estadística reveladora al respecto. Revisemos.

En Chile más de 1 millón de trabajadores ganan el sueldo mínimo (o menos), ese que desde el 1 de julio del 2015 nos “dignifica” con $241.000 bruto mensuales -$1.250 por hora de trabajo-. Como sabrá cualquiera que haya trabajado por el salario mínimo, este sólo alcanza para pagar el arriendo, las cuentas básicas y el pasaje de la movilización que nos lleva y nos trae de nuestro lugar de trabajo. Sí, hay mucha gente que gana más, pero tampoco mucho más. El 70% de los trabajadores  gana menos de 426.000 pesos líquidos, salario que, al ritmo de aumento de la inflación, debería ser el monto de un salario ético. Si hablamos de precarizados, según cifras de la misma fundación, tenemos que el 60,1% de los empleos creados en los últimos 63 meses son externalizados. Pero ¿tal vez les va bien a los emprendedores? No. Tampoco. Al menos al 2013, un 58,9% de los emprendedores nacionales no tenía utilidades de más de $375.000. Aunque lejos el grupo más golpeado son los jubilados: el 90% de ellos perciben pensiones inferiores a los $149.435 y con eso simplemente no se puede vivir.

No. No quedan dudas. No somos más que modernos proletarios, la moderna clase trabajadora.

Septiembre 2015.

Referencias:

Braverman, Harry. (1987). Trabajo y capital monopolista. La degradación del trabajo en el siglo XX (8ª ed.). México D.F: Editorial Nuestro Tiempo. Cornejo, Rodrigo (2012). Nuevos sentidos del trabajo docente: un análisis psicosocial del bienestar/malestar, las condiciones de trabajo y las subjetividades de los docentes en el Chile neoliberal (tesis doctoral). Universidad de Chile, Santiago, Chile. Federeci, Silvia (2013). Revolución en punto cero. Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de sueños. Grupo Krisis (2002). Manifiesto con el trabajo. Barcelona: Virus. Lazzarato, Maurizio & Negri, Antonio (2001). Trabajo Inmaterial. Formas de vida y producción de subjetividad. Río de Janeiro: DP&A Editora. Negt, Oskar. & Kluges, Alexander. (1993). Public sphere and experience: towards an analysis of the bourgeois and proletarian public sphere. Minneapolis: University of Minnesota Press. Pfeilstetter, Richard (2011). El emprendedor. Una reflexión crítica sobre usos y significados actuales de un concepto. Gazeta de Antropología, 27, artículo 16. Recuperado el 2 de septiembre del 2015, de http://hdl.handle.net/10481/15684 Rifkin, Jeremy (1996). El fin del trabajo. Nuevas tecnologías contra puestos de trabajo: el nacimiento de una nueva era. Barcelona: Paidós. Standing, Guy (2011) The precariat. The new dangerous class. London: Bloomsbury Academic. Standing, Guy (2014) ¿Por qué el precariado no es un concepto espurio? Revista Sociología del trabajo (2014), 7-15

Estadísticas:

Instituto Nacional de Estadística www.ine.cl

Fundación Sol www.fundacionsol.cl

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