La lucha política es para tomar el poder

En la dialéctica entre reforma y revolución, entre pasos concretos a la independencia y el Estado independiente, el polo decisivo radica en la revolución  

1. NUEVAS MODAS IDEOLÓGICAS
2. ALGUNAS REFERENCIAS HISTÓRICAS
3. FETICHISMO PARLAMENTARIO
4. QUÉ ES LA POLÍTICA RADICAL
5. EL CONTEXTO DE LA ACCIÓN POLÍTICA
6. DEMOCRACIA CIUDADANA CONTRA POLÍTICA RADICAL
7. LÍMITES DE LA DEMOCRACIA CIUDADANA
8. DESPOLITIZACIóN CIUDADANA Y PROPIEDAD PRIVADA
9. LUCHAR EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO

1. NUEVAS MODAS IDEOLÓGICAS

Comprendo que en los tiempos que corren el tajante título de la ponencia suene a nostalgia bolchevique, a utopismo ultrarrevolucionario. A simple vista, parece que no es el momento de actualizar el problema del poder, de sacar a la luz la cuestión decisiva: ¿quién manda y para qué? Pero, por otro lado, la acelerada y creciente imposición autoritaria de medidas feroces contra los pueblos trabajadores para facilitar la recuperación del beneficio capitalista, esta realidad que cada día se confirma más y más simplemente con leer en la prensa la cascada de noticias al respecto, nos enfrenta al poder estatal, al poder de burocracias paraestatales y extraestales estrechamente conectadas con instituciones imperialistas, con los muy reducidos núcleos del poder financiero y de las grandes corporaciones transnacionales estrechamente relacionadas con los Estados imperialistas.

Detrás de la «mano invisible» del mercado se encuentra la zarpa de acero de la OTAN, de la misma forma que los gobiernos pasan y la patronal, la judicatura y la policía permanecen. Los Estados particulares cambian al son de las necesidades de la acumulación de capital en los territorios que controlan, pero el Estado-en-sí, como aparato que centraliza con visión estratégica todas las violencias necesarias para mantener vivo el capitalismo, para sujetar, alienar y derrotar a las clases trabajadoras y mantener oprimidas a la naciones ocupadas, este Estado-en-sí, permanece. Además, la misma lógica burocrática inherente al poder estatal hace que autogenere conciencia-para-sí, es decir, además de ser Estado-en-sí, es al mismo tiempo Estado-para-sí, con conciencia de su autonomía relativa frente al bloque de clases dominante al que obedece en los objetivos del capital y con conciencia de que debe obedecer sobre todo a la fracción más poderosa de la burguesía. Es durante las crisis profundas cuando el Estado-en-sí, que aparentaba ser un autómata, resurja como Estado-para-sí, desplegando incluso al máximo su estremecedor poder contrarrevolucionario, terrorista.

Desde la década de 1970 se actualizaron diferentes tesis clásicas sobre el debilitamiento de los Estados, sobre su inevitable desaparición ante el nuevo curso de la economía y de la sociedad, sobre «menos Estado y más Mercado», sobre su incapacidad para controlar y dirigir los múltiples y complejos macropoderes capilares que se entretejen en el seno de la sociedad, etcétera. La casta intelectual progre olvidó -¿por miedo, por interés corporativo, por dinero, por incapacidad para comprender la lógica de la lucha de clases, por todo esto a la vez?- la decisiva intervención del Estado en la represión y derrota de la oleada prerrevolucionaria iniciada a finales de la década de 1960, simbolizada en el mayo 68, y se lanzó a divagar sobre la desaparición del Estado y del poder, de las clases y de su lucha, de la política, etcétera, precisamente cuando el imperialismo lanzaba una de sus más salvajes ofensivas contrarrevolucionarias mundiales contra las guerras de liberación nacional y contra el bloque de la URSS, cuando el neoliberalismo se expandía en el interior de los capitalismos más poderosos tras su aterradora victoria ahogando en sangre al Gobierno Popular de Allende en Chile, cuando las burguesías norteamericana y británica aplicaron el poder de sus Estados para imponer al mundo la desregulación total de los flujos financieros y dictaron el siniestro Consenso de Washington.

A partir de aquí y sobre este gran globo inflado de vacío teórico sustantivo, se desarrollaron otras ramas que se nutrían de las mismas fuentes. Vacío teórico sustantivo quiere decir que las aportaciones que se hicieron, y las hubo, por ejemplo las tesis foucaultianas de los micropoderes capitaleres, la crítica del dogmatismo estalinista y de monolitismo, la defensa de los «nuevos movimientos sociales», la crítica de la razón eurocéntrica, la dialéctica entre lo individual y lo colectivo, etcétera, sin embargo no llegaban a la raíz del problema, a saber, la unidad triádica formada por la propiedad, el poder y el Estado. No llegaron a lo sustantivo del capital y se quedaron en la crítica de sus formas externas, valiosa crítica, pero superficial. Roto el baluarte defensivo último de toda praxis revolucionaria, el de la necesidad de trascender históricamente esa tríada unitaria, pronto avanzaron por esa brecha las ideas postmodernas, e intentos de aplicar a la sociedad capitalista adaptaciones de las teorías de los juegos, del caos, de la complejidad, de los sistemas.

Comprendemos ahora el origen de la atmósfera ideológica dominante que facilita que durante los últimos años varias modas intelectuales sostengan que se puede cambiar el mundo sin tomar el poder, que se puede avanzar en la democracia y en los derechos sociales sin luchar abiertamente por la destrucción del poder de la burguesía y por la construcción de un poder revolucionario, es más, que afirmen que intentarlo sería un error porque tarde o temprano resurgirían todos los vicios y errores autoritarios de las burocracias inherentes al poder en sí, a cualquier forma de poder. Se sostiene que la acumulación de acciones colectivas, del «hacer común», irá desbaratando la estructura del poder abriendo los senderos para «cambiar el mundo».

También se dice que ya no hace falta la organización política revolucionaria porque se han producido cambios cualitativos en nuestra «sociedad» que la diferencia del «viejo capitalismo»: las redes sociales, Internet y las nuevas tecnologías (NTC), la aparición de la «multitud» y de la «ciudadanía radical», la multidivisión y multiestratificación de los «nuevos sujetos», la desvertebración o total invertebración social a raíz de la «desterritorialización» del sistema productivo que se difumina debido a la «producción inmaterial» y a la «economía de la inteligencia», al impacto de la financiarización y de la mundialización del mercado. A la vez, se nos dice que el Estado va cediendo poder ante el ascenso de la «gobernanza mundial» más apta para regular los «flujos del conocimiento», o cediendo ante un nuevo «imperio» que no sería sino la encarnación de la teoría kautskiana del «superimperialismo». Por esto y por más, las formas tradicionales de «hacer política» han quedado obsoletas y superadas por la «acción ciudadana».

Otras modas, similares a las anteriores, creen que se puede avanzar a la liberación nacional y social de un pueblo oprimido mediante la construcción de una especie de «nación paralela» a la existente, que se iría creando dentro de ésta pero a la vez fuera, mediante la paciente creación de movimientos, grupos y prácticas sociales que, sin conflictos políticos y sin golpes represivos, fueran prefigurando pacífica y ordenadamente el núcleo de la nueva nación. Llegado un momento, la nación volaría independiente como una mariposa tras salir de la crisálida en la que se ha formado.

Ideas idénticas o muy parecidas a estas han sido defendidas por miles de jóvenes y adultos que desde la inicial moda antiglobalización y altermundialista se han lanzado a la protesta que, con altibajos y parones transitorios, ha dado paso a diversas formas de acción y reivindicación, algunas de las cuales se expresan en el 15M, en los indignados y en diversas experiencias similares en varios lugares. Dependiendo de los lugares, unas veces sectores de jóvenes trabajadores cualificados en paro o con pésimo futuro laboral, otras veces estudiantes sin perspectiva alguna o muy mala de trabajo, también sectores formados del precariado, estas franjas se han erigido en muchos sitios como una de las fuerzas de estos movimientos, pero también participan asociaciones y colectivos vecinales, grupos de obreros y obreras, personas a título individual, etcétera. Determinada prensa burguesa y fuerzas reformistas y reaccionarias se han lanzado a intentar pescar en estas aguas revueltas.

La dialéctica materialista dice que en un océano de error siempre encontramos una gota de verdad. Algunas de las críticas de estos grupos tienen puntos de razón, y algunas de sus propuestas y reivindicaciones son justas porque responden a contradicciones estructurales tal cual las interpretan estos colectivos. Pero por las venas de estas y otras modas parecidas circula una especie de sopa ecléctica, sin sustancia e insabora, muy líquida, que rechaza abierta o solapadamente el fundamental papel de la militancia política organizada para conquistar esos y otros objetivos mediante una estrategia adecuada con sus correspondientes tácticas. Semejante desprecio de la militancia política y de la crítica teórica radical del sistema capitalista, es consustancial al desprecio del poder revolucionario como necesidad incuestionable para derrotar a la burguesía y avanzar al socialismo y a la liberación nacional. En las condiciones actuales, podemos apreciar cinco constantes que recorren estas diversas posturas:

Una, la lucha política, sindical, cultural y otras luchas, apenas o en absoluto deben tener un objetivo político fuerte, que se enfrente a la raíz del problema, es decir, a la explotación causada por el capitalismo, a la propiedad privada y al Estado, sino que debe ceñirse a la «movilización de la sociedad civil» en defensa de los «derechos de la ciudadanía» reconocidos en la Constitución, por «más democracia» en problemas puntuales. Dos, por esto, aunque por circunstancias no se participe en el sistema parlamentario, la «movilización social» va encaminada a presionar al parlamento para que elabore «mejores» leyes. Tres, para que ello tenga éxito, atraiga a más sectores, la «lucha ciudadana» ha de evitar la «contaminación política», ha de impedir en lo posible la acción de las organizaciones revolucionarias en el seno de las asambleas que deben ser «espontáneas» y «consensuadas». Cuatro, a la vez, la «movilización ciudadana» no debe escorarse hacia el «obrerismo» porque es sabido que la clase obrera «ya no es el sujeto revolucionario», ni tampoco hacia los colectivos sociales y movimientos populares radicalizados porque es sabido que ahora sólo existe la «multitud ciudadana» interclasista. Y cinco, consiguientemente, la organización militante no es necesaria o de serlo debe ser muy amplia, difusa y tolerante, sin mayores criterios de formación teórica y visión histórica.

En un marco de opresión nacional estas cinco características son especialmente dañinas porque impiden poner el dedo en la llaga, tocar hueso, nervio y vena, por doloroso que sea. Si en un pueblo no oprimido nacionalmente, el Estado burgués cumple la simultánea tarea fundamental de ser el centralizador estratégico de todas las represiones y violencias, materiales, simbólicas, económicas, patriarcales, racistas, políticas, culturales, psicológicas, etcétera, y a la vez de las medidas destinadas a acelerar la obtención de plusvalía y la acumulación de capital; si esto es así donde no hay opresión nacional, en un pueblo aplastado el Estado ocupante reorienta estas funciones en el sentido contrario, el de saquear al pueblo ocupado, y añade una, la de la misma opresión nacional. Frente al papel del Estado en una nación oprimida, los cinco puntos arriba vistos solamente ayudan a propagar la despolitización del pueblo, y como efecto de esta a acelerar el proceso de desnacionalización.

2. ALGUNAS REFERENCIAS HISTÓRICAS

Pero antes de seguir, es necesario aclarar que bien miradas esas modas, no se puede negar que estamos ante una modernización de viejas y no tan viejas tesis que con diversos ropajes reaparecen en determinados períodos de la historia. Por esto, una primera forma de argumentar la necesidad del poder popular y de la militancia política es el recurso a las síntesis teóricas más o menos elaboradas en su forma, pero muy correctas en su fondo, realizadas por personas concretas a lo largo de su experiencia de lucha.

Una primera nos la ofrece Giuseppe Boffa en La revolución rusa (Era, México, 1976, vol. 2, p. 28), cuando cita una carta de un soldado ruso a su familia campesina escrita a final de verano de 1917: «Querido compadre, seguramente también allí han oído hablar de bolcheviques, de mencheviques, de social-revolucionarios. Bueno, compadre, le explicaré que son los bolcheviques. Los bolcheviques, compadre, somos nosotros, el proletariado más explotado, simplemente nosotros, los obreros y los campesinos más pobres. Éste es su programa: todo el poder hay que dárselo a los diputados obreros, campesinos y soldados; mandar a todos los burgueses al servicio militar; todas las fábricas y las tierras al pueblo. Así es que nosotros, nuestro pelotón, estamos por este programa».

Una segunda nos la ofrece Lenin en El significado del materialismo militante (Obras Completas, Moscú, 1984, t. 45, pp. 33): «La única revolución consecuentemente democrática respeto a cuestiones como la del matrimonio, el divorcio y la situación de los hijos naturales es, precisamente, la revolución bolchevique. Y esta es una cuestión que atañe del modo más directo a los intereses de más de la mitad de la población de cualquier país. Sólo la revolución bolchevique por primera vez, a pesar de la infinidad de revoluciones burguesas que la precedieron y que se llamaban democráticas, ha llevado a cabo una lucha decidida en dicho sentido, tanto contra la reacción y el feudalismo como contra la hipocresía habitual de las clases pudientes y gobernantes».

Una tercera la encontramos en Eric Toussaint (Una salida a favor de los pueblos, www.cadtm.org, 10 de octubre de 2011), cuando nos recuerda las siguientes palabras de Arthur Scargill, uno de los principales dirigentes de la huelga de mineros británicos de 1984: «Necesitamos un gobierno tan fiel a los intereses de los trabajadores como el gobierno de Margaret Thatcher lo es respecto a los intereses de la clase capitalista». Y por no aburrir, la cuarta nos la ofrecen S. Levalle y L. Levin en Entrevista a Rafael Alegría, (www.kaosenlared.net, 30 de diciembre de 2010), cuando este dirigente campesino hondureño afirma con lenguaje popular y directo, sin tapujos, que «tenemos que tomar el poder para que nos dejen de joder», en alusión a las brutalidades represivas sociopolíticas practicadas después del golpe de Estado de 2009 realizado con la colaboración de los Estados Unidos.

Las cuatro lecciones aquí expuestas nos remiten a contextos aparentemente dispares ya que, vistos desde arriba, una cosa es la Rusia zarista de verano de 1917 descrita por un campesino enrolado a la fuerza en el ejército imperial en guerra, así como los prodigiosos avances democráticos del bolchevismo sobre los derechos de la mujer; otra es la Gran Bretaña de mediados de la década de 1980, con una clase trabajadora combativa enfrentada a una burguesía dispuesta a masacrarla; y otra, por último, es la situación de las masas trabajadoras hondureñas sometidas a una dictadura asesina en un país apenas industrializado a comienzos del siglo XXI. Los creyentes en las tesis arriba expuestas pueden alegar que no existe punto de comparación alguno que permita extraer una síntesis teórica de las tres referencias citadas al ser tan grandes sus diferencias espacio-temporales. Pueden decir, además, que el capitalismo ha evolucionado tanto desde 1917 hasta 2012 que se trata de «otro capitalismo» totalmente diferente al «viejo».

Pero este supuesto argumento no tiene nada de original ya que lo podemos encontrar casi con las mismas palabras en el reformismo socialdemócrata de finales del siglo XIX, en las ideas laboristas de décadas, en el «keynesianismo de izquierdas» de la segunda postguerra, en buena parte del eurocomunismo simultáneo o posterior, en esa cosa llamada «tercera vía», en esa abstracción irreal ya extinta que se llamó «nueva economía» a comienzos del siglo XXI, e incluso en algunos sectores menos de derechas del social-liberalismo, y por supuesto en el postmodernismo, en el postmarxismo y otros «post». A pesar de todas las ramificaciones que haya tenido y que tenga ahora mismo esta rama ideológica, que por necesidades de mercado de ideas y de casta intelectual profesionalizada necesita presentarse con celofanes nuevos que sorprendan y atraigan al consumidor de modas ideológicas de usas y tirar, a pesar de esto y al final del estudio crítico, termina descubriéndose su pertenencia a la raíz histórica del reformismo.

Recordemos que, en resumen, el reformismo tal cual terminó de constituirse como creencia política idealista enfrentada al marxismo a finales del siglo XIX, se caracteriza por tres constantes elementales que generalmente se presentan a la vez, como totalidad, si bien alguna de ellas adquiere más preponderancia dependiendo del momento: una es el rechazo de la teoría de la explotación, de la plusvalía, de la ley del valor-trabajo, etcétera; otra es el rechazo de la teoría del Estado como centralizador estratégico de la explotación burguesa, de la teoría de la «democracia» en abstracto que legitima y oculta la explotación; y, por último, la teoría del conocimiento, negando la dialéctica de la unidad y lucha de contrarios y aceptando alguna forma de neokantismo. Miremos por donde miremos, siempre reaparecen de una forma u otra porque atañen a la irreconciliabilidad y antagonismo irresoluble entre la humanidad explotada y la burguesía explotadora.

Tras el estallido externo de la crisis en 2007, estas constantes han reaparecido de forma innegable al verse el comportamiento brutal del reformismo contra el movimiento obrero y popular, obedeciendo perrunamente los dictados burgueses. Y ahora como siempre, la cuestión de la política, de la militancia, de la interrelación entre objetivos, estrategia y táctica, del parlamentarismo, de las políticas de alianza entre el pueblo trabajador y sectores de la pequeña burguesía, etcétera, todo esto vuelve a adquirir el carácter de reflexión teórico-política necesariamente urgente. Ahora, en el Estado español en concreto, pero también en toda Europa, se están pagando las consecuencias nefastas de largos años de seguidismo, de claudicación y de acatamiento al orden del capital, al fetichismo parlamentarista.

3. FETICHISMO PARLAMENTARIO

¿Qué es el fetichismo parlamentarista? Es la adoración al mito de que mediante la aceptación de la ley y de su cumplimiento, de su sistema institucional, se avanzará linealmente hasta llegar a los objetivos buscados, o en el peor de los casos el camino será tortuoso pero positivo. Aunque se presione a la ley y a sus aparatos desde la calle con «movilizaciones pacíficas de la sociedad civil», aunque se denuncie su «corrupción política», aunque se afirme una y mil veces que esos políticos «no nos representan», es decir, a pesar de que devotamente repitamos la letanía de la «crítica democrática de las instituciones», en realidad estamos aceptando el orden impuesto porque ni afirmamos teórica y políticamente la necesidad de su destrucción y la instauración de una democracia socialista, ni mantenemos una práctica de lucha radical de masas en esa dirección fuera del sistema parlamentario. Ni siquiera demostramos con los hechos que se puede luchar radicalmente contra el fetichismo parlamentario desde el interior del parlamentarismo, volviéndolo contra él, llevándolo diariamente al extremo de sus limitaciones estructurales y mostrando al pueblo que no existe otra opción que superarlo y avanzar hacia la democracia socialista.

El fetichismo parlamentario no se expresa sólo en la aceptación práctica incondicional de la ley dominante, en la adoración del fetiche material del parlamento en cuanto lugar físico en el que se supone radica el poder supremo, como el sagrario en un altar cristiano, en forma de receptáculo del tótem, sino sobre todo en la creencia en el mito de la democracia burguesa como la única y verdadera, con sus limitaciones que no comprendemos pero que aceptamos como «misterio de fe» que depositamos en la casta político-sacerdotal por podrida que esté. El fetichismo parlamentarista, profundamente anclado en nuestro mundo de creencias, nos impone como tabú sagrado la prohibición de toda crítica radical de la democracia burguesa y de su sistema parlamentario. De este modo, nos comportamos, a lo sumo, como la teología de la liberación, como los «curas obreros» que denuncian la degeneración de la Iglesia, pero siguen dentro de ella, sin romper totalmente con ella, aceptando sus dogmas centrales.

El fetichismo parlamentario es el culto irracional del mito democrático, de la fe y la creencia sin base objetiva alguna de que la burguesía respetará su propia ley cuando ésta, reorientada y reconvertida por la «sociedad civil», ordene que la propiedad privada capitalista sea convertida en propiedad pública, común, y cuando el parlamento, en manos de la mayoría trabajadora, ordene al Estado burgués que desarme su ejército y que arme al pueblo, mientras depura al grueso de su burocracia y cambia profundamente de esencia clasista y patriarcal, para impulsar las transformaciones cualitativas previas al desarrollo del socialismo. Semejante fe en lo nunca acontecido en la historia es idealismo puro, y muy especialmente en las situaciones de opresión nacional en las que el Estado ocupante no está dispuesto a reconocer los derechos del pueblo ocupado.

De una u otra forma, las modas ideológicas arriba expuestas nos remiten al fetichismo parlamentarista en esta expresión «inmaterial», ideológica, y muchas de ellas explícitamente a su forma material, sofisticada o burda, es decir la que acepta sin duda alguna el tótem y la liturgia entera del fetiche de la democracia burguesa. Drogados por este opio ideológico, el resto de cuestiones decisivas quedan fuera de nuestras necesidades primarias, urgentes, a saber, acercarnos lo más posible al altar material o simbólico donde reside el dios adorado, o sea, la ley de la propiedad privada. Huimos, por tanto, de cualquier tentación de lucha seria contra el orden establecido, limitándonos exclusivamente al marco cada vez más restringido que la ley tolera. El reformismo político-sindical asume con la fe del converso esta situación, como también lo hacen a su modo el resto de posturas arriba expuestas, con alguna queja respetuosa y funcional al sistema. La experiencia global e inmensamente mayoritaria del 15M así lo demuestra, una vez más. El punto crítico insalvable, el límite en donde acaba la «virtud ciudadana» y comienza el «pecado revolucionario», donde acaba lo azul y lo rosa y empieza lo rojo, está en la interrelación de las formas de lucha, en el salto cualitativo que se produce cuando la lucha de clases, de liberación nacional, desborda conscientemente la ley.

Rosa Luxemburg lo expuso magistralmente ya en 1906 en «Una vez más el experimento belga» (en Debate sobre la huelga de masas, PyP, nº 62, Cartago, 1975, p. 110): «El terreno de la legalidad burguesa del parlamentarismo no es solamente un campo de dominación para la clase capitalista, sino también un terreno de lucha, sobre el cual tropiezan los antagonismos entre proletariado y burguesía. Pero del mismo modo que el orden legal para la burguesía no es más que una expresión de su violencia, para el proletariado la lucha parlamentaria no puede ser más que la tendencia a llevar su propia violencia al poder. Si detrás de nuestra actividad legal y parlamentaria no está la violencia de la clase obrera, siempre dispuesta a entrar en acción en el momento oportuno, la acción parlamentaria de la socialdemocracia se convierte en un pasatiempo tan espiritual como extraer agua con una espumadera. Los amantes del realismo, que subrayan los «positivos éxitos» de la actividad parlamentaria de la socialdemocracia para utilizarlos como argumentos contra la necesidad y la utilidad de la violencia en la lucha obrera, no notan que esos éxitos, por más ínfimos que sean, sólo pueden ser considerados como los productos del efecto invisible y latente de la violencia».

4. QUÉ ES LA POLÍTICA RADICAL

La cita de Rosa Luxemburg nos enfrenta a la definición de política en su sentido radical, la que se sustenta en la lucha de las masas trabajadoras y que se orienta hacia la victoria del socialismo. La revolucionaria polaca reconoce que la acción política de su partido es «legal y parlamentaria», que actúa dentro de la ley burguesa, pero que detrás de su acción parlamentaria se encuentra «la violencia de la clase obrera [...] siempre dispuesta a entrar en acción en el momento oportuno». Más aún, afirma explícitamente que sin esa presión de retaguardia, preventiva y amenazante aunque no activa, la lucha parlamentaria socialista «se convierte en un pasatiempo tan espiritual como extraer agua con una espumadera». Rosa no está defendiendo que la violencia obrera esté siempre activa, sino que sea preventiva, que, sin actuar en todo momento, sea una fuerza en potencia, inactiva pero presente en la realidad ya que la burguesía siente miedo ante el «efecto invisible y latente de la violencia» obrera, lo que le obliga a medir muy mucho la dureza antidemocrática de las medidas antiobreras que quiere imponer.

La autora afirma esto en un debate sobre la huelga general de masas sostenido con el creciente sector reformista de su partido, que oficialmente reconocía el derecho a la resistencia contra la opresión (declarado como tal en el Preámbulo a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aceptado por la ONU en 1948), que reconocía formalmente la necesidad de preparar la huelga general de masas, pero que en la práctica no hacía nada para organizarla, no concienciaba a las masas trabajadoras menos conscientes, no organizaba a los sectores obreros más conscientes, no preparaba el partido, los sindicatos y el resto de organizaciones, movimientos y colectivos para ese momento crítico que llegaría tarde o temprano. El debate había surgido en su esencia hacía décadas, y de manera normalizada desde que en el socialismo premarxista se empezase a discutir a partir de 1828 las teorías insurrecionalistas de Blanqui.

Pero la oleada revolucionaria de 1905, especialmente en el imperio zarista, estaba demostrando que la vieja cuestión a debate trataba de un «problema permanente» en la lucha de clases porque respondía a una contradicción estructural e irresoluble del sistema capitalista, la de la explotación de la mayoría por la minoría. Las masas trabajadoras se habían lanzado desde 1905 a huelgas y barricadas, creando consejos y soviets, avanzando en otras formas de rebelión contra la injusticia, incluidas las guerrillas. Y no solo en la Rusia zarista y en su imperio, sino también en zonas de la industriosa Europa aunque sin tanta dureza. De pronto, las somnolientas conciencias de las burocracias parlamentarias, oficialmente de izquierda, fueron sacudidas por una enervante realidad que emergía del fondo de las contradicciones del sistema: la violencia obrera estaba en las calles, en el parlamento y por ello mismo en la teoría política, creciendo el debate en intensidad e importancia. Sólo once años después del inicio del debate en 1906 estallaba la revolución bolchevique de octubre de 1917, en noviembre de 1918 estalló la revolución en Alemania y en enero de 1919 Rosa Luxemburg era asesinada por la derecha de su mismo partido socialdemócrata y su cuerpo arrojado a un río en Berlín. La poderosa burocracia del partido se pasó a la contrarrevolución, preparando las condiciones para la ulterior victoria del nazismo en 1933.

Rosa la Roja había anunciado magistralmente el devenir de la historia en su extrema y esencial expresión, la del choque a muerte entre la revolución y la contrarrevolución, como había ocurrido ya en la Comuna de 1871, en 1848 y otras luchas, para ceñirnos sólo a Europa. Volvería a ocurrir lo mismo posteriormente, hasta ahora mismo. Aunque estas poderosas fuerzas irreconciliables tarden algún tiempo en enfrentarse de nuevo a muerte, siempre terminan haciéndolo siguiendo el dictado de la ferocidad sanguinaria burguesa, que es la que prepara concienzudamente el primer ataque sangriento, obligando a defenderse a la clase explotada. La política en el sentido marxista no consiste en otra cosa que en la doble tarea de estudiar esta constante histórica y en prepararse lo más posible para que su próxima irrupción sea lo menos devastadora y destructiva posible, logrando que el parto de la nueva sociedad sea exitoso al menor costo humano, con la menor sangre y dolor posibles.

La política marxista consiste en facilitar que el nuevo vuelo del ave Fénix, la revolución que vuelve a alzar sus alas para tomar el cielo por asalto destino al socialismo, sea lo más armonioso y feliz. Por esto, la política marxista es la síntesis entre la economía concentrada como realidad objetiva y la conciencia concentrada como realidad subjetiva. Así, la lucha economicista, por el aumento salarial y por las mejoras de las condiciones de vida y trabajo de la humanidad explotada, se fusiona con la lucha por la reducción del tiempo de trabajo alienado y por el aumento del tiempo disponible, creativo y libre. Las estadísticas económicas quedan así penetradas por las pasiones humanas más íntimas, y viceversa. Y ambos, menos explotación y más creatividad, van dando forma y contenido a nuevos sentimientos y pasiones.

En busca de este objetivo esencialmente humanista y ético, la política marxista insiste en los tres puntos antagónicos con el capital: la explotación económica ejercida por la burguesía, la opresión política ejercida por el Estado y la dominación ideológica ejercida por el fetichismo. E insiste en que debajo de ellos, a modo de piedra basal, está la propiedad privada de las fuerzas productivas. Desarrollando la dialéctica inserta en esta triple realidad que se yergue sobre la propiedad, son fácilmente comprensibles el resto de explotaciones, injusticias y miserias que se multiplican día a día, inherentes a la civilización del capital. La misma teoría organizativa marxista es inseparable de la praxis que combate al monstruo burgués, y por eso tiene a la vez un contenido moral y ético que palpita en cada lucha, en cada lágrima y en cada alegría.

El Manifiesto Comunista, escrito en 1848, sintetiza de esta forma la cuestión que tratamos: «El objetivo inmediato de los comunistas es el mismo que el de los demás partidos proletarios: constitución de los proletarios en clase, derrocamiento de la dominación burguesa, conquista del poder político por el proletariado. […] Os horrorizáis de que queramos abolir la propiedad privada. Pero, en nuestra sociedad actual, la propiedad privada está abolida para las nueve décimas partes de sus miembros; existe precisamente porque no existe para esas nueve décimas partes. Nos reprocháis, pues, el querer abolir una forma de propiedad que no puede existir sino a condición de que la inmensa mayoría de la sociedad sea privada de propiedad. En una palabra, nos acusáis de querer abolir vuestra propiedad. Efectivamente, eso es lo que queremos. [...] El poder político, hablando propiamente, es la violencia organizada de una clase para la opresión de otra».

5. EL CONTEXTO DE LA ACCIÓN POLÍTICA

En los períodos expansivos de que ha gozado el capitalismo durante los cuales la burguesía tenía recursos para comprar la pasividad obrera con sobornos, con parte de las riquezas expoliadas y saqueadas a los pueblos oprimidos, etcétera, en estos períodos en los que la lucha de clases se reducía a la presión economicista por las reformas socioeconómicas, la política marxista apenas tuvo audiencia entre las clases explotadas. La vida entera parecía negar la validez histórica del marxismo. La vida propia y ajena semejaba ser un paseo por entre escaparates repletos de tentaciones baratas. La vida entera era un frenesí de consumismo provocado, de placeres artificiales y de alegres burbujas huecas. Además, hasta hace bien poco, la casta intelectual y la industria político-mediática se desgañitaban afirmando que ya no eran necesarios los Estados, que habían quedado obsoletos y anticuados, superados por la globalización y por una «gobernanza mundial» dirigida por «instituciones democráticas». De este modo, la denominada «ciudadanía» creíase feliz y protegida por el gobierno mundial soñado por algunas utopías. ¿Quién decía lucha revolucionaria?

Todo esto ha terminado. Hace muy pocos días, la prensa burguesa reconocía que la distancia entre «ricos» y «pobres» ha llegado al máximo en estos últimos treinta años. Ahora reaparece la horrenda esencia del capital. Ahora esa esencia, que nunca ha desaparecido pero que latía en el subsuelo oculto, azota y destroza la entera vida alienada. La propiedad y la política burguesas se concentran ahora abiertamente en el Estado que decían haber «superado», se protegen tras sus armas físicas y culturales, económicas y éticas. Pero la concentración, centralización y perecuación de capitales obliga a los Estados débiles a someterse a los fuertes, cediéndoles partes significativas de su independencia económica y apreciables de su independencia política, militar y cultural, pero incrementando su poder represivo global interno.

Las adecuaciones de los Estados a las necesidades del capital se imponen a la fuerza a los pueblos, sin consultarles, muy frecuentemente recurriendo a la violencia opresora, injusta. Grecia, Portugal, Irlanda, Italia, Estado español, Gran Bretaña, etcétera, están siendo golpeadas con dureza tremenda a pesar de tener Estados propios, pero son Estados burgueses y como tales dispuestos a sacrificar sus pueblos para mantener sus negocios. La misma suerte, tal vez algo menos salvaje, depende, la sufrirán los restantes pueblos trabajadores. No hace falta decir que son las naciones sin Estado propio las que más sufren en estos momentos porque los Estados ocupantes descargan sobre y contra ellas buena parte de las imposiciones, exigencias y restricciones decretadas por el capital financiero transnacional, por los grandes Estados y por las instituciones imperialistas. Al carecer de Estado propio y al sufrir la opresión de otro, las naciones oprimidas están indefensas ante la avalancha.

El capitalismo occidental está en una crisis nueva, profunda y muy larga, a la que no se le ve salida en estos momentos. Pero es la totalidad del planeta la que, con diferencias, se encuentra en apuros. China Popular, por ejemplo, se debate entre una especie de «aterrizaje» suave o brusco para controlar su creciente inflación, la burbuja inmobiliaria, el descontrol financiero, la corrupción, el rápido deterioro ecológico, los graves problemas energéticos, el creciente cerco militar-estratégico del imperialismo occidental, la dependencia hacia la economía exportadora y el bajo consumo de masas interno, la migración del campo a la ciudad, la escisión social creciente entre explotados y una minoría explotadora super enriquecida y, por no extendernos, el endurecimiento de las resistencias y luchas populares. Rusia, por ejemplo, depende de sus exportaciones energéticas, de materias primas y de armas, no de su potencial industrial propio. Brasil depende de su potencial agrario y de los acuerdos múltiples con otras potencias de segundo orden, pero sobre todo con China Popular y el imperialismo occidental.

Cada vez más economistas burgueses empiezan a aceptar la idea de que podemos estar al borde de la tercera Gran Depresión que seguiría a la Gran Recesión actual ya admitida, y que ralentizase durante años el capitalismo mundial. Siendo muy cierta esta posibilidad, lo malo es que no sería una Gran Depresión «normal», como las anteriores, sino que ésta tendría contradicciones nuevas inexistentes en las dos que le precedieron. ¿Qué contradicciones?: crisis ecológica, agotamiento de los recursos, crisis alimentaria y sanitaria, y crisis de exterminio por guerra termonuclear y bioquímica. Cada una de estas contradicciones, y todas ellas a la vez, sinérgicamente, surgen del capitalismo en sí y vuelven a él dificultando las posibilidades de «recuperación normal» de la crisis. Tenemos que recordar que las dos Grandes Depresiones anteriores aceleraron a su modo el estallido de otras dos atroces guerras mundiales. Ahora no tiene por qué repetirse mecánicamente esta «solución histórica», sino que puede materializarse, en una primera fase, mediante guerras locales crecientes, pero esto mismo sucedió también en las dos Grandes Depresiones pasadas.

Las «nuevas» contradicciones del capitalismo dificultan casi totalmente una salida no salvaje de la crisis porque agudizan el problema vital de los recursos alimentarios, energéticos y materiales, exigiendo, por tanto, un alto incremento de las inversiones en capital constante y fijo, sobre todo en I+D+i, como el dedicado al complejo militar-industrial, petroquímico, biotecnología, inteligencia artificial y nanotecnología. Las gigantescas inversiones totales necesarias exigen a los Estados mantener buenas relaciones con el capital financiero transnacional, así como una tolerancia efectiva con la zona sumergida, oscura y criminal de la economía capitalista, que viene a ser alrededor de un 20% del PIB mundial. El euroimperialismo es el más presionado por estas «nuevas» contradicciones, lo que le obliga ciegamente a endurecer absolutamente toda su política socioeconómica para privatizar lo público, volcando esos capitales liberados en las necesidades vitales de las fracciones más poderosas de la burguesía europea. Esto a su vez determina una reducción simultánea de las libertades democráticas burguesas prácticas, no formales.

Son todas ellas tendencias fuertes asentadas ya e impulsadas por las contradicciones genético-estructurales del sistema de producción capitalista. Son, por tanto, dinámicas objetivas que se van transformando en fuerzas subjetivas que tienen en su interior las contradicciones irreconciliables también presentes en las fuerzas tendenciales objetivas. Este y no otro es el contexto en el que tenemos que realizar nuestra acción política. Sería suicida plantear la «acción ciudadana» al margen de esta realidad ya dada e irreversible, como de hecho ocurre en la mayoría de estas modas ideológicas. Por ejemplo, cuando la burguesía europea está decidida a recortar al máximo el mal llamado «Estado del bienestar» (¿?), y cuando este ataque a los derechos sociales conquistados tras larga lucha de clases va acompañado de un empobrecimiento y reducción de las denominadas «clases medias», entonces lo que ocurre es que empieza a pulverizarse el mito de la ciudadanía como fuerza social al margen de las clases antagónica y a reaparecer en la práctica cotidiana la verdadera composición clasista, la de una masa explotada que forma la mayoría de la sociedad y la de una minoría explotadora propietaria de las fuerzas productivas.

La reducción de las «clases medias» y de la pequeña burguesía, sobre todo de la vieja, es una constante en los períodos de crisis, como lo es su aumento en las fases expansivas. Pero ahora, en el actual contexto mundial, las «clases medias» sufren un prolongado retroceso en el imperialismo occidental y sólo una ligera tendencia al alza en algunas de las «potencias emergentes». En el capitalismo imperialista, ello supone el debilitamiento de un pilar fundamental del «consenso keynesiano», interclasista, basado en el colaboracionismo consciente de estas franjas con la burguesía, vía consumismo, salarios medios-altos, «paz social», etcétera, y en el desastroso efecto propagandístico de posible «ascenso social» que esa forma de vida tiene sobre el pueblo trabajador. La licuación de esta base sustentadora de la «paz social» tiene dos efectos contrarios pero unidos en la lucha de clases: giro a la derecha, al racismo y al neofascismo, o giro a la izquierda, quedando una amplia base dudosa entre ambos extremos, que se orienta generalmente al reformismo y a la derecha, o a la izquierda.

La depauperación relativa en la mayoría social, que puede empezar a ser incluso absoluta en los sectores más empobrecidos, está afectando profundamente al pueblo trabajador en todas las facetas de su vida y pensamiento. La afectividad, el amor, la sexualidad, la amistad, y hasta el odio, no se viven de la misma forma en una fase expansiva que en una Gran Recesión que avanza una Gran Depresión, y menos aún se gozan de la misma forma y hasta de contenido. Los suicidios aumentan, las depresiones y otras formas de crisis psicológicas, crecen rápidamente entre las clases explotadas. El consumo de drogas legales e ilegales, la prostitución y el terrorismo patriarcal, se multiplican entre el pueblo y contra su columna vertebral, las mujeres y la juventud. La salud psicosomática se deteriora en proporción inversa al aumento de la explotación. La burguesía responde con más represiones y con nuevas alianzas con la mafia del opio religioso. La industria político-mediática busca enriquecerse estrujando el «mercado de la infelicidad» humana.

La acción política debe adaptarse a estas transformaciones reales del capitalismo, en vez de desorientarse con divagaciones churriguerescas de modas intelectuales de usar y tirar. La teoría revolucionaria es en estos momentos el arma imprescindible para conocer cómo se mantiene y refuerza la esencia del capital en su evolución histórica, en sus crisis, y cómo desarrolla nuevas contradicciones de una crisis a otra. Y las organizaciones revolucionarias, además de enriquecer la teoría, deben adecuarla a sus respectivos contextos nacionales, muy especialmente cuando sus pueblos están bajo la dominación de un Estado extranjero. Considerando lo visto, vamos a criticar una a una las cinco características que recorren el interior de las tesis enunciada al comienzo de este escrito, pero centrándonos en los especiales problemas a los que se enfrenta la lucha política en una nación oprimida.

6. DEMOCRACIA CIUDADANA CONTRA POLÍTICA RADICAL

Veíamos que la primera característica común radica en la afirmación de que la lucha política, sindical, cultural, etcétera, apenas o en absoluto debe tener un objetivo político fuerte, que se enfrente a la raíz del problema, es decir, a la explotación causada por el capitalismo, a la propiedad privada y al Estado, sino que debe ceñirse a la «movilización de la sociedad civil» en defensa de los «derechos de la ciudadanía» reconocidos en la Constitución, hacer asambleas públicas y manifestaciones permitidas por «más democracia» en problemas puntuales, exigiendo la reforma de la Constitución si fuera necesario.

Desde luego que siempre es mejor que se celebren asambleas públicas, aunque al comienzo sean caóticas y sin propuestas concretas por las que luchar, aunque no puedan precisar un objetivo que alcanzar, una estrategia para alcanzarlo y unas tácticas para desarrollar dicha estrategia. Las masas van aprendiendo en su mismo caminar y van conociendo la realidad a la que se enfrentan. Sin embargo, el rechazo de un contenido político bien pronto condena esa prometedora asamblea al fracaso porque, según las circunstancias, la burguesía puede aceptar determinadas demandas que no cuestionen su poder, su propiedad; o si por la situación de crisis no puede aceptarlas, si tiene un poco de inteligencia y el apoyo del reformismo, puede prometer que lo estudiará, que intentará resolver el problema. Al no tener experiencia política alguna, y al no querer tenerla, las masas están incapacitadas para conocer la verdadera naturaleza del capital, su determinación fanática de no ceder en lo fundamental pero transigir en lo accesorio para ganar tiempo, si no tuviera más remedio que hacerlo.

Además, la creencia en el mito de la «ciudadanía», de la «sociedad civil», etcétera, acelera la consumación del fracaso. Estos mitos han sido el cemento ideológico del reformismo eurocomunista desde la década de 1960 hasta ahora, pese a la desaparición práctica de los grandes partidos «comunistas» que tergiversaron y manipularon a Gramsci. Siempre han llevado a la derrota a quienes han creído en ellos, y según el eurocomunismo se esfumaba, estos mitos resurgían reformulados desde la tesis de la «democracia radical», pero ahora sin la mínima referencia a la política institucionalizada, como hicieron, al menos, aquellos partidos comunistas y lo hacen sus sucesores en la actualidad. La expulsión de la política en su sentido radical del horizonte de preocupaciones de la «ciudadanía», por ejemplo, de buena parte del 15M, debilita al extremo el proceso de toma de conciencia teórica imprescindible para pasar de la mera movilización por reformas a la lucha por el poder político, ya que esta segunda parte, la básica, ha sido previamente excluida y hasta desprestigiada.

En las naciones oprimidas, la política se presenta de manera descarnada y cruda, ya que, por un lado, es la vivencia de la impresionante masa de regulaciones e imposiciones dictadas por el Estado ocupante; y, por otro lado, cuando el independentismo socialista empieza a hacerse presente entre el pueblo, es justo lo contrario, la reivindicación de otra política radicalmente enfrentada a la política extranjera. La diferencia cualitativa entre ambas radica en la respuesta que se da a la pregunta esencial: ¿de quién es la nación, del Estado ocupante y de la burguesía colaboracionista autóctona, o del pueblo trabajador de esa nación? Dicho directamente ¿de quién es propiedad la nación ocupada, de sus clases trabajadoras o del Estado extranjero? Aquí radica la esencia de cualquier política en un pueblo oprimido. Uno de los objetivos del Estado ocupante y de la burguesía colaboracionista es lograr que el pueblo ni siquiera imagine que pueda hacerse esa pregunta, anularla, convertirla en irracional o criminal.

Sin esta interrogante y sin su respuesta, cualquier defensa de los «derechos ciudadanos» en un pueblo oprimido queda en lo anecdótico comparado con lo decisivo. Incluso el elemental derecho a una educación libre y crítica queda anulado en su esencia porque, al negarse la naturaleza política de toda educación, se oculta el hecho decisivo de que la historia que se enseña, que se impone, es la elaborada por el Estado ocupante, tal vez con algunos «aires regionales», pero nada más. Y a partir de aquí, el resto de derechos fundamentales corren la misma suerte ya que ese pueblo ha sido ideologizado en una interpretación falsa de su realidad, de su presente, lo que distorsiona y enturbia cualquier reflexión y práctica democrática. Por ejemplo y retrocediendo un poco en el pasado, la sangrante cuestión de la memoria histórica de las atrocidades franquistas, del monumental engaño de la «transición democrática», del fraude del «Estado de las autonomías», etcétera. Una nación oprimida engañada en esto, ignorante de su historia, tendrá enormes dificultades para interpretar su presente, para comprender la estructura de poder que está impuesto antidemocráticamente, toda una serie de recortes sociales y públicos que nos vuelven a llevar a situaciones de sobreexplotación y de miseria.

7. LÍMITES DE LA DEMOCRACIA CIUDADANA

Una de las objeciones que se hacen a la crítica anterior, y que es la segunda característica que recorre a estas modas, es que no insistir en la acción política no significa que no se luche por las reformas en profundidad, porque incluso aunque por circunstancias no se participe en el sistema parlamentario, la «movilización social» va encaminada a presionar al parlamento para que elabore «mejores» leyes. Y para que ello tenga éxito, atraiga a más sectores, la «lucha ciudadana» ha de evitar la «contaminación política», ha de impedir en lo posible la acción de las organizaciones revolucionarias en el seno de las asambleas que deben ser «espontáneas» y «consensuadas», con lo que llegamos a la tercer constante arriba vista.

Pero en una nación oprimida este argumento olvida que es el parlamento estatal el que manda sobre el parlamento autonómico, regional, además de que en definitiva es el poder del Estado el que termina imponiéndose sobre el mismo parlamento estatal. La experiencia vasca y catalana es aplastante en este sentido: los esfuerzos del reformismo autonómico en sus más altas expresiones organizativas por llevar a su plena efectividad el «derecho democrático» de los parlamentos autonómicos, han fracaso siempre que el Estado español lo ha decidido, como nos lo recuerdan el «Plan Ibarretxe» y la «Reforma de la Autonomía» catalana, aprobados mayoritariamente en sus parlamentos respectivos, pero rechazados y ridiculizados con mofas públicas en Madrid, donde radica el poder de la política y la política del poder.

En las naciones oprimidas, la presión social sobre el parlamento autonómico o regional solamente es efectiva, desde la perspectiva del derecho de autodeterminación y por tanto a la independencia, si va acompañada de un determinante movimiento popular y obrero extraparlamentario, que exista fuera del parlamento autonómico y que, sobre todo, descubra y haga patente las limitaciones insalvables del marco autonómico. Sin esta fuerza de masas externa, ningún parlamento delegado y vigilado por el Estado dominante va a ser efectivo para el pueblo. Menos efectivas serán aún las «movilizaciones ciudadanas» que rechacen toda «contaminación política» excepto en el caso de que sean grupos teledirigidos desde el Estado y desde la burguesía autóctona los que encaucen esas acciones respetando siempre los límites impuestos. No hace falta decir que si estos grupitos quieren medrar, salir en prensa de manera positiva y recibir «ayudas públicas» deberán distanciarse lo más posible del derecho de autodeterminación en abstracto y combatir todo independentismo concreto.

El apoliticismo del «movimiento ciudadano» en una nación oprimida puede convertirse en una forma sutil o descarada de la parodia democraticista del Estado ocupante, interesado en muchos casos en dejar hacer a los «buenos ciudadanos» que no quieren «meterse en política». La dictadura franquista ya toleró algunas asociaciones de este estilo siempre y cuando lavasen la cara del régimen sin inmiscuirse en críticas y denuncias de la dictadura. Cuando algunos de estos colectivos dieron el paso a una oposición práctica en defensa de los derechos de sus pueblos, fueron reprimidos fulminantemente. La «democracia constitucional» posterior abrió un poco el margen de denuncia, pero siempre dentro de la «unidad nacional española». De este modo, la «democracia» en abstracto, oficialmente apolítica, puede actuar impunemente en la nación oprimida ocultando la realidad y manteniendo la ficción.

Peor aún, si el independentismo socialista va arraigando entre el pueblo, pronto el rechazo de la política en general, que asumen estos «movimientos ciudadanos», pasará a ser el rechazo a la política independentista, su marginación de las instituciones, de la prensa, de la culturilla oficial, y su criminalización. La estrategia represiva que incluye estas y otras tácticas sufrida por el pueblo vasco, ya empieza a aplicarse a otros pueblos sin Estado, en los que sus movimientos independentistas están sufriendo un creciente cerco informativo, una política de silencio e invisibilización que es la primera fase de la represión posterior, localizada o generalizada, según lo necesite el Estado. La desvaloración de la política no hace sino facilitar la aplicación de estas tácticas. Solamente una pedagógica lucha teórica basada en movilizaciones de masas, puede legitimar la necesidad urgente de la política independentista.

8. DESPOLITIZACIÓN CIUDADANA Y PROPIEDAD PRIVADA

La despolitización de la «ciudadanía» abre las puertas a la masificación de las represiones sutiles y selectivas contra toda serie de colectivos que se salen de la «normalidad», por no hablar de los resistentes, sobre todo en las naciones oprimidas; pero también tiene otro perverso efecto, destructor a la larga, como es el de la indiferencia por la suerte última de la propia «ciudadanía» muy mayoritariamente compuesta por clase trabajadora en su sentido básico, es decir, por gente que para vivir no tiene otro remedio que vender su fuerza de trabajo a un empresario por un salario cada día más reducido. Una peculiaridad del «ciudadano» es que cree no ser un simple y vulgar asalariado, cree ser algo más. Los reformistas de izquierda, conscientes de este serio problema, recurren a la expresión «ciudadano-trabajador», que tal vez podría valer en una sociedad postcapitalista y protosocialista, pero no tenemos espacio para entrar en este debate.

Llegamos así a la cuarta y quinta característica común a las modas que criticamos: la «movilización ciudadana» no debe escorarse hacia el «obrerismo» porque es sabido que la clase obrera «ya no es el sujeto revolucionario», ni tampoco hacia los colectivos sociales y movimientos populares radicalizados porque es sabido que ahora sólo existe la «multitud ciudadana» interclasista. Y consiguientemente, la organización militante no es necesaria o de serlo debe ser muy amplia, difusa y tolerante, sin mayores criterios de formación teórica y visión histórica. Durante una fase expansiva de la economía, estas creencias podían tener un aura de realismo mágico pero, como hemos visto arriba, en la fase de crisis se desploma la tramoya entera ante la presión de los hechos cotidianos, del paro, del empobrecimiento, de las nuevas formas de vagabundeo que también afectan a las «clases medias», etcétera.

Y es en estos contextos en los que adquiere su plena capacidad emancipadora la pregunta anterior sobre de quién es la nación oprimida, de su pueblo trabajador, o del Estado ocupante. Los mitos del «ciudadano» y de la «democracia» ayudan a ocultar bajo una densa neblina ideológica interclasista y desnacionalizadora esta pregunta inaceptable para el Estado extranjero, y para la burguesía autóctona que sabe que su propiedad es protegida por ese Estado. Cuando la crisis azota destruyendo puestos de trabajo, calidad de vida psicosomática y empeorando todas las lacras del peor capitalismo, en un contexto como el actual, negar la importancia decisiva de la dictadura del salario sobre la «ciudadanía» es tanto como cerrar los ojos a la realidad y echarse al abismo de la absoluta indefensión ante la ferocidad del capital.

Tenemos el ejemplo de las luchas contra los desahucios de viviendas de personas que no pueden pagar las hipotecas o los alquileres. Formalmente, lo que está en juego es el derecho a un trabajo y una casa digna, que entra dentro de los llamados «derechos constitucionales», como el llamado «derecho al trabajo» y otros, pero en la realidad estamos ante un ataque a la propiedad privada burguesa, al derecho burgués en su naturaleza de clase. Por esto, más temprano que tarde, las fuerzas represivas han actuado contra estos movimientos. La experiencia de Kukutza en Bilbo es concluyente y premonitoria. Lo mismo debemos decir de la recuperación de tierras, fincas, edificios públicos y privados, oficinas, escuelas, comercios, talleres, empresas medianas y grandes por las y los trabajadores cuando sus explotadores están a punto de cerrarlas o después de que lo hayan hecho. Llevando este proceso a su conclusión lógica nos encontramos con la recuperación del país entero por su pueblo trabajador, es decir, con la independencia socialista.

En este punto, ya no se trata sólo del derecho burgués a la propiedad privada, del derecho de clase, sino además del derecho del Estado-nación dominante para seguir siendo propietario del pueblo ocupado. Otro tanto hay que decir de que el terrorismo patriarcal no afecta sólo al derecho masculino sobre la mujer, sino sobre todo al derecho de propiedad del sistema patriarco-burgués sobre el sexo-género femenino. Y lo mismo debemos decir sobre la destrucción de la naturaleza, de sus recursos finitos, y sobre las luchas de los pueblos por recuperar su posesión e impedir el saqueo imperialista: es la propiedad pública de la humanidad de las generaciones futuras sobre la naturaleza contra la propiedad privada impuesta a la fuerza por el imperialismo presente. Cuando el problema de la propiedad y del poder a ella unido aparece al descubierto gracias a las luchas de las masas por recuperar lo que solo a ellas les pertenece, una vez aquí, el mito de la «ciudadanía» termina estallando en trozos por su incapacidad para explicar las contradicciones inherentes al capitalismo.

Ahora bien, la experiencia muestra que el paso de una conciencia apolítica a otra política, en el sentido marxista, requiere de un tránsito de aprendizaje, de praxis colectiva durante la cual se va aprendiendo la teoría con la ayuda de una organización revolucionaria que tiene cuadros militantes capaces de enseñarla. La lucha espontánea siempre tiene en su origen una parte de conciencia y de organización aportada por antiguos militantes que en su tiempo estuvieron organizados, o que siguen estándolo. Pero siempre son necesarias las aportaciones de otras luchas y experiencias, siempre es conveniente estar al tanto de los cambios en las formas de explotación, de las leyes y de las medidas del capital. Semejantes conocimientos críticos solo pueden ser aportados por organizaciones que llevan años enfrentándose al capital y al Estado ocupante. Las personas aisladas, aun siendo muy meritorias y dotadas, no pueden desarrollar esa capacidad crítica organizada, menos mantenerla en el tiempo y menos todavía aportarla masivamente al pueblo trabajador desde el interior mismo de sus luchas y de su vivencia explotada.

Por esto, el rechazo al derecho de participación en las asambleas y en la vida misma de las organizaciones revolucionarias en los «movimientos ciudadanos» es un impedimento muy serio puesto a la concienciación de las clases explotadas. Es negarles el conocimiento de otra visión de la historia, de la realidad, de los conflictos, una visión crítica y teórica necesaria para conocer qué es el capitalismo y como funciona. En las naciones oprimidas, esta negativa afecta mayoritariamente a las organizaciones independentistas revolucionarias, con lo que se agrava el problema ya que se refuerza indirecta o directamente el nacionalismo opresor, al impedirse que se conozca la realidad de opresión nacional, su historia y las soluciones propuestas por la política independentista.

9. LUCHAR EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO

La evolución económica y sociopolítica, la capacidad del sistema para controlar estos movimientos, la efectiva intervención de las organizaciones revolucionarias que han ido demostrando en la práctica lo correcto de sus razones, todo esto a la vez, ha hecho que las modas de usar y tirar aquí criticadas se hayan debilitado, y que los movimientos que intentan guiarse por ellas no han tenido más remedio que suavizar su intransigencia dogmática. Pero aún así queda una última creencia que debemos analizar y a la que ya nos hemos referido. Se trata de la tesis de que se puede avanzar hacia la independencia nacional creando una especie de «nación paralela» a la oprimida, que vaya construyendo espacios de poder propio, de contrapoder y hasta de doble poder, de manera que, gradualmente, empiecen a surgir islotes de independencia en un océano de opresión nacional, islotes que formarán un archipiélago y por fin una nación independiente.

Muy rápidamente, podemos rastrear cuatro grandes tradiciones revolucionarias que sustentan parcialmente esta tesis. Expuestas en orden cronológico son, una, la del cooperativismo socialista de producción y consumo del siglo XIX y otras experiencias similares, que tuvieron sus correspondientes desarrollos teóricos. Dos, la tesis clásica de que las conquistas democráticas importantes, las nacionalizaciones y estatalizaciones, los locales obreros y populares, las comunas y cooperativas, la prensa obrera, etcétera, son «islotes de socialismo» en el capitalismo. Tres, la tesis del desarrollo de la hegemonía sociopolítica y cultural del movimiento obrero dentro de la sociedad burguesa en base a una buena formación político-cultural y a una correcta política de alianzas. Y cuatro, la coordinación en red de los movimientos sociales, de los movimientos ciudadanos, culturales y demás, de las asambleas vecinales y de base, mediante las nuevas tecnologías (NTC) y aprovechando todo lo positivo de las tres tradiciones anteriores pero aplicadas a las condiciones de comienzos del siglo XXI.

El movimiento revolucionario nunca ha rechazado la práctica de estas experiencias y siempre ha sostenido que son necesarias en la medida en que acercan el socialismo, su necesidad, y enseñan a las clases explotadas a autoorganizarse, autogestionarse, autodeterminarse y autodefenderse. Nunca ha roto la dialéctica entre reforma y revolución, y ha insistido en que una sabía aplicación táctica de las reformas dentro de una estrategia de avance al socialismo, esta dialéctica, facilita enormemente la concienciación de las masas gracias a su experiencia cotidiana. Pero siempre ha sostenido, y con razón, que estas y otras prácticas tomadas aisladas, e incluso en conjunto, no conducen sino a la integración en el sistema burgués cuando abandonan los objetivos socialistas y la estrategia revolucionaria. Y la historia así lo confirma.

Una vez más, el límite de esta propuesta radica en que rechaza el momento crítico de llamar a las cosas por su nombre y de organizarse para luchar contra la realidad que ese nombre designa. El momento crítico no es otro que el que se presenta cuando se rompe la dialéctica entre reforma y revolución, cuando se pierde de vista el papel crucial de la política, del poder y del Estado como garantes de la propiedad privada. Por ejemplo, el cooperativismo se prostituye en empresa capitalista cuando los cooperativistas fundadores pasan a explotar fuerza de trabajo asalariada a la que se le niegan los derechos y deberes de los cooperativistas fundadores. Los locales y la prensa obrera, los sindicatos y los partidos, la lucha parlamentaria, etcétera, pasan de ser medios revolucionarios a simples fines para beneficio de su burocracia cuando se desploman en la creencia de que el capitalismo puede ser reformado pacíficamente desde sus propias instituciones y que puede llegarse al socialismo con las armas melladas del capitalismo. La hegemonía sociopolítica y cultural se desintegra en el reformismo cuando rechaza explícitamente la necesidad estratégica de la toma del poder y de la destrucción del Estado, cuando acepta el pacifismo que es una ideología profundamente inmoral y reaccionaria. Los movimientos sociales organizados en red se integran en el sistema cuando caen drogados por el opio de la «democracia ciudadana», abandonando el nombre de socialismo para desintegrarse en esa indefinible vacuidad que es el «anticapitalismo».

La tesis de que puede avanzarse hacia la independencia nacional sin tener que recurrir a la política radical organizada, estratégicamente coherente con el objetivo buscado, y dotada de unas tácticas sostenidas en dicha estrategia, esta tesis tiene tres errores garrafales: uno, que el enemigo existe y que tiene a su disposición el Estado, mientras que ese movimiento no tiene absolutamente nada similar al Estado. Otro, que además del Estado ocupante, el propio sistema capitalista en cuanto tal dispone internamente de sistemas muy efectivos de desintegración de los movimientos apolíticos, mediante eso que en marxismo definimos como fetichismo o más vulgarmente alienación. Y último, que la independencia sólo puede ser tal cuando sea a la vez independencia económica, cultural, etcétera, y no sólo formalmente política, es decir, cuando sea socialista, lo que a la fuerza exige avanzar en la superación del capitalismo. Tanto el Estado como el fetichismo logran más temprano que tarde paralizar y pulverizar esos movimientos, e integrar sus restos en la «normalidad», tolerándoles incluso que pataleen en espacios inocuos e inertes, en zoológicos sociales para disfrute de la masa de «buenos ciudadanos» felices con la opresión que sufren.

Muy frecuentemente, en este debate se cita como ejemplo el proceso de construcción nacional del independentismo socialista vasco, como ejemplo de la viabilidad de tal modelo si es exportado y copiado mecánicamente en otras naciones oprimidas. Lo mínimo que se debe decir al respecto es que, primero, no se puede trasplantar sin más, a la ligera, la experiencia vasca a otros pueblos, porque entonces el fracaso está asegurado. Y segundo, si algo demuestra la construcción nacional vasca es el papel crucial de la izquierda abertzale como vertebradora consciente y paciente del proceso en su conjunto, es decir, demuestra la dialéctica entre organización y espontaneísmo, entre vanguardia y masas, entre izquierda abertzale y reformismo duro, entre independentismo y soberanismo, entre componente nacional y componente de clase, etcétera. Negar la aplastante lección histórica de más de medio siglo, o minusvalorarla para, retorciendo en los hechos, forzar argumentos contrarios a la necesidad de la estrategia política, hacerlo así es manipular y negar la realidad.

La construcción nacional vasca, como la de cualquier otro pueblo oprimido, nunca llegará a su punto crítico de salto a lo nuevo, a la creación de su Estado independiente, si no se sustenta en una fuerza obrera y popular organizada políticamente dentro mismo de la sociedad vasca actual, en el interior de la sociedad burguesa, de la explotación capitalista, de la miseria patriarcal, de la dominación lingüístico-cultural extranjera. Al monstruo hay que combatirlo en sus entrañas, desde dentro porque es ahí donde radica su debilidad estructural.

La lucha en lo más profundo de la bestia no quiere decir que no se luche en su piel, en su exterior, como hemos visto arriba. En la dialéctica entre reforma y revolución, entre pasos concretos a la independencia y el Estado independiente, el polo decisivo radica en la revolución y en el Estado propio, y el polo secundario en la reforma y en los islotes de independencia, manteniendo siempre su unidad dialéctica, su interrelación permanente. O dicho de otro modo, en el avance parcial a la independencia y al socialismo mediante la creación de espacios paralelos, es la política independentista la que debe marcar los pasos y los ritmos, las relaciones y las prioridades, respetando siempre el desarrollo desigual de las luchas pero buscando su combinación.

Más correcto es luchar por la creación de contrapoderes populares y obreros, que sean la expresión local de la autoorganización colectiva en la que incide internamente la política independentista estratégicamente orientada. Sobre esta base de contrapoderes locales, sociales, culturales, debe lucharse para crear espacios más amplios de doble poder, siempre inseguros y sometidos a crecientes presiones represivas, pero que son el trampolín de masas para la creación del poder popular y la creación del Estado independiente. Hablar de poder radical, que va a la raíz de la opresión nacional en cualquiera de sus formas, desde las más básicas hasta las decisivas, es algo que irrita y enfurece a la burguesía y al Estado ocupante. Mientras que no le preocupan apenas, o nada, las modas de consumo ideológico de usar y tirar aquí criticadas, ¿por qué será?

Etiquetas
Estas leyendo

La lucha política es para tomar el poder