Por Darío Núñez
En un factor multiplicador de la propagación del Coronavirus se ha convertido el actuar de pastores e iglesias evangélicas, particularmente en barrios populares del país.
A los conocidos casos de contagios provocados a partir de actividades masivas de cultos evangélicos en las comunas de San Pedro, Hualpén, Osorno, entre otras, se agregó una situación aún más masiva en la comuna de Puente Alto, en Santiago.
Independiente de la responsabilidad social, o más bien irresponsabilidad humana, que denotan y de la que hacen aspavientos ciertos pastores y cultores de religiosos, en esta cuestión hay una responsabilidad política y de salubridad que recae exclusivamente en el gobierno y en las autoridades de salud, llámense ministros, subsecretarios o seremis. En primer lugar, debió haberse establecido con absoluta claridad y prontitud una prohibición de funcionamiento de las iglesias de todo tipo, y cultos religiosos de cualquier origen; del mismo modo que se ha establecido el necesario cierre de ciertos comercios y de otras manifestaciones de carácter colectivo, así también debe establecerse de una buena vez un impedimento formal para que estas festividades religiosas masivas se sigan realizando.
En lugar de establecer una restricción absoluta, el gobierno, en particular el ministro de Salud, se han escudado en la definición que “no se pueden realizar reuniones con más de 50 personas”, lo que equivale a una soberana estupidez. El virus no es “tan buenito” que se fija en detalles numéricos para contagiar y propagarse, si tiene la oportunidad se contagiará sea a través de una persona –que no respeta el distanciamiento- o del número que sea, da lo mismo. Por una parte, la exigencia sanitaria de combate a la propagación del virus establece que debemos mantener un distanciamiento social (expresado un metro y medio) y, por otra parte, el gobierno insiste en que se pueden hacer reuniones colectivas hasta con ese número de personas. Las demostraciones de que esta permisividad es una medida estúpida a quedado reflejada desde hace semanas y lo termina de demostrar la grosera situación producida en Puente Alto. Y Mañalich insiste en su criterio estúpido (¿o acaso ahora creerá que el virus “aprendió a contar”?). La actitud de Mañalich se parece en demasía a la estúpida obcecación con que se oponía a que la población usara mascarillas como medida preventiva, en circunstancias que la experiencia internacional y el más mínimo sentido de la realidad, del bien común, del respeto social y de la solidaridad social, indicaban la urgencia de adoptar su utilización.
En el caso de los cultos evangélicos ocurre lo mismo. El bien común, el respeto a la comunidad y la solidaridad social exigen poner término a los cultos colectivos presenciales en esta situación de pandemia y mientras ésta perdure. ¿Porqué el gobierno se niega a adoptar tal decisión? La respuesta y la razón no puede ser otra que mezquindad política. El gobierno y la derecha prefieren dejarle libre albedrío a lo que constituye una buena parte de su base orgánica y representa su base de apoyo electoral, su sustento de apoyo social, su marginal 1% o la proporción que sea. Sabido es la estrategia de la derecha latinoamericana es captar votos en la masa de creyentes evangélicos, quienes se han convertido en buena medida, en relación a la situación política nacional de los últimos meses, en cultores del rechazo a una nueva constitución y a los cambios que masiva y mayoritariamente la población chilena demanda.
El gobierno de derecha, Piñera, Mañalich y compañía, prefieren ocuparse de no perturbar ni molestar en modo alguno ni a su militancia evangélica ni a su masa votante y dejarlos que continúen con sus prácticas religiosas, en lugar de preocuparse de proteger la salud de la población. Las iglesias de culto evangélico en los sectores populares están instaladas en medio de las viviendas sociales, cuando no son directamente una de ellas, con lo que la cercanía y relación con el resto del vecindario es inevitable y directa. Peor aún, más inevitable y directa se vuelve esa relación puesto que los concurrentes a esos cultos son vecinos de la propia población o barrio en donde están instaladas, por tanto son personas que luego comparten la vida cotidiana con el resto de los vecinos, en las calles, en los almacenes, en la feria, en el consultorio, en las actividades normales de la cotidianidad popular. Es decir, las posibilidades de propagación del virus se tornan interminables si los lugares de culto siguen convirtiéndose en fuentes de contagio.
Hay colectividades religiosas que han entendido la gravedad de la situación sanitaria que nos afecta y han suspendido sus ritos colectivos presenciales, como ha ocurrido con la iglesia católica en general, aunque en algún caso ha debido ser impuesta (como ocurrió con la clausura de un templo en Los Ángeles debido a la porfía de un obispo de esa ciudad) y las iglesias protestantes tradicionales. Pero en el caso de las colectividades pentecostales y neopentecostales no ha ocurrido del todo. Protegidos por el gobierno, se sienten con el derecho de pasar por sobre los derechos a la salubridad del resto de la población.