Recuerdo la imagen de Svetlana Geier frente a una sencilla mesa de planchado en su casa alemana. Es la escena de un documental que hace algunos años sabiamente me entusiasmó a ver la escritora Cynthia Rimsky. En ella, la gran traductora de literatura rusa al alemán, con sus dedos viejos y chuecos de tanto golpear los teclados de aquellas toscas máquinas de escribir con las que trabajó, entre otros textos, las cinco grandes novelas de Dostoievski, acomoda en la tabla algo que creo es una servilleta de género bordada, o quizá un mantel. O quizá una sábana. Sobre la tela pasaba con mucha delicadeza, o más bien pasa porque en mi memoria la veo en presente, una plancha tibia para ir reorganizando los tejidos. Habla sobre eso, sobre la vida de las telas, sobre el efecto que el uso y el lavado ejercen sobre ellas. El sol, el polvo, el sudor de los cuerpos, los restos de comida, el detergente, el PH del agua, el ejercicio vital las desordena, las enreda y las enciende. A veces las anuda.
Nona Fernández Silanes / resumen.cl
La traducción de un texto, dice, o recuerdo que dice, no es una oruga que se arrastra de izquierda a derecha sin levantar la cabeza. La traducción siempre surge del todo, de la observación del cuerpo textual completo y de cómo nos apropiamos de él. Cómo lo hacemos nuestro.
Mi filiación con otros idiomas es pobre y triste. Me cuesta siquiera imaginar lo que puede ser el ejercicio de traducir un texto autoral contundente como Crimen y Castigo, por ejemplo. Con el tiempo he tenido la suerte de trabajar con notables traductoras y traductores y en esa labor he logrado intuir que, guardando las diferencias, hay algo muy similar con la experiencia de la lectura comprometida. Leer es una suerte de traducción. Leyendo comprendemos y completamos lo que se nos ofrece. Le inyectamos nuestras imágenes, nuestras vivencias, nuestros contextos. Somos mediadoras de ese material con nosotras mismas. Como dice Svetlana, nos apropiamos de él. Ejercemos la autoría en la lectura porque vemos lo que nos remueve de esa entrega, lo que nos interesa, lo que nos moviliza, la borra de nuestro propio café. Quien escribe lo sabe. El enigma del lenguaje y sus secretos sentidos esconde tantas lecturas como tantos son los ojos que se comprometen a leer.
Y nos comprometemos a leer. En ese compromiso he estado desde siempre, y en lo particular hace unos días desmenuzando y apropiándome de los textos que han configurado el diálogo de dos mujeres de las letras, Lorena Amaro y Lina Meruane, confrontando ideas y opiniones sobre una posible, y aparentemente necesaria, reorganización del tejido literario chileno. Supongo que fue justamente esa imagen, la del tejido reorganizado, la que vinculó azarosamente en mi cabeza la discusión literaria con las viejas manos de Svetlana Geier planchando su mantel. Y si el feministógrafo de algunas se enciende ante la imagen de la plancha en medio de esta escritura en clave feminista, sepan que es a propósito. Mi lectura, mi traducción, mi intento de observar todo esto levando la cabeza, con más perspectiva que una oruga, me llevó a estas reflexiones.
Los vaivenes del mercado que perfilan los modos de producción y promoción de gran parte de las autorías chilenas, es uno de los motivos que inician este diálogo cruzado entre las dos escritoras. La observación de un escenario donde la construcción de algunas autorías femeninas, porque el énfasis está puesto ahí, se asociarían con las estrategias de figuración del mercado, sin atender cómo al hacerlo se perpetúan paradigmas patriarcales impuestos por siglos a la idea del ser mujer. La idea de una “autora marca” por sobre su propia obra. La manera más gráfica de observarlo, se nos sugiere, serían las redes sociales, ya que el periodismo cultural, espacio que podría ser la vitrina para este despliegue, agoniza. En ese sentido, las redes se abren como una plataforma de exhibición donde todas las autorías pueden manifestarse promocionándose. Un espacio infinito y caótico donde cada cuál desarrolla sus estrategias de autobombo de las maneras más diversas. Y frente a esta constatación del mundo virtual como una vitrina, me pregunto, en un ejercicio añejo y binario, si está bien o está mal tomarse las redes, único espacio que nos va quedando en este encierro sanitario y cultural, para dar a conocer desesperadamente nuestras opiniones, trabajos y existencias dentro de un campo cultural muchas veces cerrado, cuando no inexistente. Mi respuesta es categórica: no está mal.
Las redes son nuestra calle y podemos dejar estampado en un muro virtual nuestras ideas y nuestros trabajos. Sobre todo en un país donde el ejercicio cultural se encuentra completamente precarizado, donde la cultura es visualizada desde el Estado como un complemento cosmético en la sociedad, y donde las vías de circulación y visibilización de las propuestas prácticamente no existen. ¿En qué otro espacio, si no es en ese, podemos mostrar lo hecho? El abanico de posibilidades para ese ejercicio es amplio, ya lo dije, pero el público también. Las audiencias culturales en las redes son diversas y se vinculan con las autoras y autores de maneras insospechadas que hace diez años jamás habríamos imaginado. La mediación aparece en las redes como un nuevo puente de aproximación a las autorías. Páginas y colectivos que van proponiendo lecturas y configurando cánones paralelos a los de las academias, que muchas veces corren en direcciones distintas. Entrevistas en vivo y lecturas, espacios que dramatizan escritos, mesas de conversación y debate, intercambios internacionales, recitales de poesía, charlas. En la estantería mediática de las redes las escritoras y los escritores se vinculan a las audiencias como personas reales, a los que podemos ver ejerciendo su narrativa doméstica como todos los usuarios de redes lo hacen. Posan junto a sus gatos, sus hijes, sus libros, fuera del espacio cerrado y pulcro del escritorio. El diálogo se vuelve transversal y directo, la conversación literaria muchas veces se ejerce en persona, a través de mensajes o en encuentros presenciales fruto de la posibilidad de entender a cada autor o autora como una persona más, fuera de todo pedestal. La vitrina de las redes es para todo el mundo, no solo para quienes escriben, y las autoras y los autores se adaptan o no a este ejercicio democrático que ofrece el territorio virtual.
Pero es justamente en ese territorio inclusivo y amplio donde se encierra y explota la mayor paradoja. Hemos sido expulsadas y expulsados por las estrategias mercantilistas de la circulación cultural, y sin embargo muchas veces ocupamos esas mismas estrategias para hacernos un espacio. Las lógicas del neoliberalismo, que tanto denunciamos e intentamos quebrar, incluso algunas en el discurso de nuestras propias obras, las tenemos incorporadas en el ADN al punto que dejamos de observarlas. Y ahí el campo de promoción cultural requiere de una reflexión profunda y crítica que asumo con gusto después de la lectura de estas columnas. Tiendo a pensar que lo óptimo es que las autorías literarias se presenten y desplieguen a partir de las obras, de las escrituras, de la confrontación de ellas y de su ejercicio urgente de interpretación de la realidad, sobre todo cuando nos enfrentamos a escenarios desbordados como los que hemos vivido en los últimos tiempos. Nuestras creaciones debiesen hablar por nosotras mucho mejor que una fotografía fotoshopeada, un afiche colorido o una mirada sensual. Nuestros textos deben ser lo mejor que tenemos para ofrecer, fruto de la reflexión, del gozo y el trabajo. Debiera bastarnos con eso. Con escribir lo mejor posible. Pero pongo el punto seguido a la frase y recuerdo las palabras que Lina Meruane propone como una condena experimentada por tantas. Para las mujeres no basta con el ejercicio de la buena escritura. Nunca ha bastado. Y el acto de nombrarse, de reconocerse como autora, termina siendo siempre un gesto de valentía porque históricamente ha generado molestia y desacomodo. Me pregunto si en la ansiedad de autopromoción que criticamos no se esconde también este acto desesperado por hacerse un lugar ahí, donde siempre ha sido tan difícil tenerlo.
A propósito de estas reflexiones, la escritora Alia Trabucco, con la que intercambiamos un par de ideas grupales sobre esto, señaló un concepto interesantísimo que sin duda ella, mejor que yo, podría poner en escritura. Pero señalando su autoría me atrevo a lanzarla en mi mesa de planchado. Frente a esta mirada crítica a las formas de promoción de algunas autorías de mujeres, Alia habla de “la trampa” como una manera de nombrar ese guion invisible que pautea nuestras vidas en un país marcado desde hace décadas por un neoliberalismo feroz y abusivo, del que queramos o no, somos intérpretes. En una misma individualidad pueden convivir en contradicción la rebeldía y la sumisión al modelo. No hay ser puro en un país guionizado desde hace décadas por ese modelo, estamos completamente contaminadas y contaminados, y en ese ejercicio la llegada de la revuelta social nos invita a observar mejor la trampa de la que habla Alia y que a mí me ha gustado llamar en escritos anteriores: la jaula del laboratorio. Es difícil que viviendo siempre en ella los ratones seamos conscientes de nuestro encierro, pero existe la posibilidad de levantar la cabeza al movimiento colectivo, ejercicio antiliberal, anti patriarcal y anti mercantilista por antonomasia, que algunas autoras criticadas por sus formas de promoción ejercen en completa contradicción o quizá en pleno desarrollo de una amplitud de mirada. Porque cuando se trabaja en colectivo, transversalmente, sin pautas ni reglas verticales, sin jefaturas ni miradas que indican el bien o el mal, la levantada de cabeza de la oruga para observar el todo es más lenta, pero también es más real. En ese sentido, Alia señala la importancia de hacer visibles las trampas, las jaulas, antes de exponer a las supuestamente entrampadas.
Hemos vivido momentos difíciles. Chile naufraga en sus propias fragilidades producto de la pandemia y las décadas de encierro en la trampa. En este escenario hemos soportado el leguaje marcial de la guerra y los enemigos, la búsqueda de los culpables, la lógica de los límites represivos, el conteo de los muertos sin nombre, de las cifras, cuando lo único que necesitábamos era un lenguaje de mayor contención. Como mujeres de la letra, como creadoras, como trabajadoras de la cultura, tenemos la obligación de sintonizar el sentir de los escenarios que experimentamos y traducirlos en nuestras operaciones literarias, en nuestras reflexiones, en nuestras columnas. Quizá generar ese lenguaje más cercano, menos marcial y patriarcal con el que la trampa nos ha acostumbrado a señalarnos y a señalar al resto. Todas estamos encerradas, pero tendemos a ver el encierro de las otras por sobre el nuestro. Aplicar esa amplitud de mirada que exigimos a nuestro propio contexto, observar desde dónde hablamos, qué plataformas ocupamos, qué rol tenemos en el tablero, porque una invitación iluminadora se vuelve una jugada perdida si se realiza sin la conciencia de ese lugar y sin la perspectiva de un diálogo en igualdad de condiciones. Revisar nuestra práctica de la letra y aprender del tejido social organizado que el estallido nos hereda y que ha sido la única tabla de salvación para sostener la fragilidad de un país quebrado. Y aquí quiero detenerme en el ejercicio del trabajo en colectivo. En la importancia de la red, del enredo sintonizado donde se intentan hacer explotar esas lógicas de lenguaje y trato instaladas por la trampa. Agrego que este punto nunca fue protagonista del texto de Lorena Amaro que da inicio a este diálogo literario sobre el que reflexiono, pero que es lo que más removió mi mirada, lo que decantó la borra de mi propio café, posiblemente porque creo en el ejercicio colectivo y porque participo de dos agrupaciones feministas de carácter cultural. La Red de Actrices Chilenas, RACH. Y Autoras Chilenas feministas, AUCH!
Así como la autoría de las mujeres ha sido históricamente un desafío incómodo de asumir, he constatado la suspicacia y el prejuicio que se levanta cuando las mujeres además intentan nombrarse en grupo. En medio de un proceso destituyente / constituyente como el que estamos, la importancia de abrirnos a trabajar en colectivo, dejando de lado los amiguismos, las camarillas, saliendo del espacio cómodo de estar relacionándonos siempre con las mismas personas, con las que posiblemente pensamos muy parecido, de correr el límite de los circuitos frecuentes, se hace fundamental. Las escritoras no somos todas iguales, eso es un hecho, y es el ejercicio de esa diversidad el que nos pone a prueba en el trabajo colectivo. La confrontación de ideas, la crítica, la revisión continua, la constante movilidad y cuestionamiento sobre el hacer. El compartir diversos saberes, diversas realidades, diversos puntos de vista. El ponernos al servicio, el accionar, el distribuir las labores, la negación absoluta a que una sola persona o un grupo reducido se haga cargo de todo el trabajo, replicando las lógicas de recarga laboral a las que las mujeres siempre estamos sometidas. Si una no puede, puede la otra. Y si la otra no puede, podrá una tercera o una cuarta o una quinta. La posibilidad de sentir que hay un entramado sobre el que puedes caer si es necesario porque serás contenida. El planteamiento horizontal sin liderazgos, sin caudillismos, con la conciencia de que si el movimiento no es en conjunto no sirve de nada.
Si queremos generar la escritura colectiva de una nueva constitución tenemos que estar dispuestas a dejar de lado los personalismos y plantearnos ese movimiento sincronizado. Aprender a hablar un nuevo lenguaje que traduzca, con la cabeza de oruga alzada, las necesidades de un tiempo colectivo que se refunda en lógicas que desbaraten el maltrato al que hemos estado sometidas las mujeres desde hace tanto. Y ahí vuelvo a la plancha y a la reorganización de los tejidos. El social, el cultural, el político. El entramado literario no puede observarse fuera del resto de estos trenzados en un proceso histórico como el que vivimos. Y mucho menos el entramado de la escritura hecha por mujeres. Su reorganización, si es que alguien cree que tiene el lugar para asumirla por sobre el mismo tejido, debe hacerse tomando en cuenta las necesidades del contexto, levantando la cabeza para observar el cuerpo completo que, en este caso, es un cuerpo históricamente dolido. La vida de las telas es intensa, el sol, el PH del agua, el efecto que el uso y el lavado ejercen sobre ellas las desordena, las enreda y las enciende. A veces las anuda. A veces las entrampa. Pero no hay nada que una plancha tibia no logre organizar. La temperatura justa, el tiempo necesario, la dedicación a esa tela que nos pertenece. Sin quemarla, sin dolerla. Porque ese ejercicio cuidadoso es sin duda el acto más feminista y revolucionario en el escenario en que nos encontramos. Traducción del afecto que durante siglos ha sido negado a las mujeres, cualquiera sea su autoría literaria, que se atreven a nombrarse escritoras.
Nona Fernández Silanes
Agosto, 2020.-
(Agradezco a mis compañeras de AUCH! el diálogo que ayudó a configurar estas ideas personales).
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