La revolución verde: tragedia en dos actos

La ciencia y la tecnología no pueden realizar

transformaciones milagrosas, del mismo

modo que no pueden hacerlo las leyes del mercado.

Las únicas leyes verdaderamente férreas con

las cuales nuestra cultura finalmente tendrá

que ajustar cuentas, son las leyes de la

naturaleza.

Enzo Tiezzi

La revolución verde, echada a andar en la década de los cincuentas, tuvo co­mo finalidad generar altas tasas de productividad agrícola sobre la base de una producción extensiva de gran es­cala y el uso de alta tecnología. En los años noventas, se anunció una nue­va revolución verde: la revolución ge­nética que uniría a la biotecnología con la ingeniería genética, promo­vien­do de esta manera transformacio­nes significativas en la productividad de la agricultura mundial. ¿Existe alguna diferencia fundamental entre ambas? 

La primera revolución verde tenía como principal soporte la selección genética de nuevas variedades de cul­tivo de alto rendimiento, asociada a la explotación intensiva permitida por el riego y el uso masivo de fertilizantes químicos, pesticidas, herbicidas, trac­tores y otra maquinaria pesada.

La nueva revolución verde tiene co­mo principal aspecto la creación de organismos genéticamente modificados (ogm) mejor conocidos como trans­génicos. Éstos son organismos creados en laboratorio con ciertas técnicas que consisten en la transferencia, de un or­ganismo a otro, de un gen responsable de una determinada característica, ma­nipulando su estructura natural y mo­dificando así su genoma. El genoma, a su vez, está constituido por conjuntos de genes y las diferentes composiciones de estos conjuntos determinan las características de cada organismo. Lo que hace a un animal ser diferente de una fruta es el genoma que tiene. Vale resaltar que no existen límites para esta técnica. Es posible crear combina­ciones nunca imaginadas entre ani­ma­les, plantas, bacterias, etcétera. Un ejem­plo muy conocido es el del maíz transgénico Bt, un maíz al que se le han agregado los genes de la bacte­ria Bacillus thuringiensis que produce naturalmente las proteínas que prote­gen la planta de insectos tales como el barrenador del tallo en el maíz europeo. Es importante mencionar que en estos organismos el impacto potencial no sólo lo constituye la presen­cia de un gen novedoso en ellos, sino la po­sibilidad o probabilidad de que el gen sea transferido a las variedades sil­vestres o criollas en la reproducción, con posibles efectos que no necesariamente pueden conocerse de antemano.

A pesar de las diferencias sustanciales en metodología y tecnología bio­lógica, ambas revoluciones fueron lan­zadas con la ideologizada misión de acabar con el hambre, lo cual fue, y con­tinúa siendo, empleada reiterada­mente para su defensa y justificación. Hoy sabemos que el aumento en la producción de alimentos per se no ase­gura su distribución global y equitativa y que, además, el problema del ham­bre tiene vertientes adicionales de mayor complejidad asociadas a la eco­nomía real del mercado, tales como la intermediación en la distribución y en la comercialización; o la falta de poder adquisitivo de una gran proporción de la población mundial que les impide el acceso libre al mercado de ali­mentos, entre otros. 

Existe, desde luego, una no tan sor­prendente similitud de intereses eco­nó­micos de quienes las han promo­vido, así como de sus probadas y po­ten­ciales consecuencias sociales y ambientales —con sus matices propios. El análisis histórico y comparativo de las consecuencias y alcances de la primera revolución verde es un camino posible para anticipar con ma­yor objetividad los probables retos e impactos sociales de la segunda revo­lución. Por tanto, si miramos las consecuencias y los logros de la primera revolución verde a la fecha, podremos tener una buena idea de algunos impactos que la segunda revolución podría tener en nuestra sociedad y en nuestro me­dioambiente, en un futuro no muy lejano.


Una breve historia 

La primera revolución ver­de fue considerada co­mo un cambio radical en las prácticas agrícolas has­ta entonces utilizadas y fue definida como un pro­ceso de modernización de la agricultura, donde el co­nocimiento tecnológico suplantó al conocimiento empírico determinado por la experiencia prácti­ca del agricultor. Los agri­cul­tores pasaron a emplear un conjunto de innovacio­nes técnicas sin precedentes, entre ellas los agrotóxicos, los fertilizantes inorgánicos y, sobre todo, las máquinas agrícolas. 

Históricamente, puede conside­rar­se su inicio luego del término de la Primera Guerra Mundial; sin embargo, su expansión global ocurrió más tar­de, durante la Segunda Guerra Mun­dial cuando las grandes industrias, so­bre todo en Estados Unidos, desarrolla­ron una enorme acumulación de in­novación tecnológica militar que no tuvo un mercado inmediato al término del conflicto bélico. De este mo­do, surgió la conversión rápida de in­novaciones bélicas a usos civiles, el caso más obvio de lo anterior fue la rápida fabricación de tractores a partir de la experiencia en el diseño de tanques de combate y la fabricación de agrotóxicos como producto colateral de una pujante industria químico-biológica dedicada a la fabricación de armas de ese tipo. Otro ejemplo es el de la tecnología nuclear que había sur­gido de entre los mejores cerebros cien­tíficos de la época; pero que se des­prestigió rápidamente luego de las muertes masivas de civiles en Hiro­shi­ma y Nagasaki. La industria nuclear “pacífica” fue rápidamente sumada a la revolución verde en la forma de téc­nicas para el control de plagas mediante la esterilización de ejemplares irradiados y para la conservación de alimentos mediante la esterilización nuclear.

Según varios estudios sobre el tema, los cimientos de lo que vendría a ser llamada “revolución verde” fueron explorados en 1941 en un encuentro en­tre el vicepresidente de Estados Uni­dos, Henry Wallace, y el presiden­te de la Fundación Rocke­feller, Raymond Fosdick. Allí se pensó que un pro­grama de desarrollo agrí­cola apuntado hacia Latinoamérica en general y México en particular, tendría beneficios tanto económicos como políti­cos. Un año después, la fundación envió a México tres eminentes cien­tí­ficos en el estudio de plan­tas. En 1943 la Fundación Rockefeller inició su Programa Mexicano de Agricultura, concentrado principalmente en el mejoramiento de maíz y trigo. La Fundación Ro­ckefeller fue crucial para el establecimiento en México, en 1943, del Cen­tro Internacional del Me­joramiento de Maíz y Tri­go (cimmyt), considerado como el más importante centro de investigación de maíz y trigo en el mundo. Incluso, el llamado “padre de la revolución ver­de” y Premio Nobel de la Paz, Norman Borlaug, ha trabajado con científicos mexicanos en los problemas de mejo­ramiento genético del trigo por más de 25 años. Los resultados, en términos productivos en México, fueron sor­prendentes. Basta citar como ejem­plo al trigo: su producción pasó de un rendimiento de 750 kg por hectárea en 1950, a 3 200 kg en la misma super­ficie en 1970. Hoy día, el trigo y el maíz producidos a partir de las investigaciones del cimmyt están plantados en millones de hectáreas en todo el mundo. La productividad del arroz y del trigo se duplicó o cuadruplicó en varios países y, por lo tanto, la revolución verde pasó a tener muchos adeptos.

En los siguientes ocho años, proyectos similares fueron iniciados en casi to­dos los países de Latinoamé­rica, bajo los auspicios del Departamento Norteameri­cano de Agricultura (usda) o de las universidades nor­teamericanas de agricultu­ra. La hibridación, principalmente del maíz, abrió un nuevo y significante es­pacio para la acumulación de capital en el mejoramien­to de plantas y ventas de semillas para Estados Unidos. Curiosamente, antes de ser vicepresidente, Wal­lace había sido secretario de agricultura y, antes de es­to, tuvo un importante puesto y fue fundador de la principal empresa de maíz híbrido en su país (Pioneer Hi-Breed). Por lo tanto, se puede con­cluir que Wallace entendía muy bien de la ciencia de la agricultura y de los negocios rentables. En 1946, la perse­cución de los intereses de la Fundación Rockefeller llevó a la realización de una investigación de mercado potencial para la semilla de maíz híbrido en Brasil y, más tarde, su Compañía Internacional de Economía Básica in­virtió fuertemente en la producción de semillas híbridas en ese país. En 1947, la gigantesca empresa en el mer­cado de granos, Cargill, inició la producción de maíz híbrido en Argentina. Es importante resaltar que la recolec­ción de germoplasma nativo fue un importante componente del Programa Mexicano de Agricultura desarrollado por la Fundación Rockefeller. Como resultados de sus esfuerzos, en 1951 Es­tados Unidos ya tenía una enorme colección de germoplasma de maíz y había creado una serie de estaciones de introducción de plantas para evaluar y preservar materiales genéticos de plantas exóticas. 

Otras fundaciones privadas bien conocidas tuvieron también un impor­tante papel en la historia de la prime­ra revolución verde. Por su parte, la Fun­dación Ford se involucró desde 1953, cuando iniciaron diversos pro­gra­mas de investigación agrícola en India. Las fundaciones Rockefeller y Ford crearon, en 1960, el Internacional Rice Research Institute (irri) en Fi­lipi­nas, y más tarde se les uniría, en el mis­mo proyecto, la Fundación Kellogg’s. Estas fundaciones intentaron, más tarde, transferir todas las res­ponsabilidades de la revolución verde a las Naciones Unidas, resultando en la creación del Consultative Group on International Agricul­tu­ral Research (cgiar). La nue­va institución siguió, no obstante, bajo la influen­cia directa de estas funda­cio­nes, a tal punto que la gran mayoría de los directores de las estaciones experimen­tales internaciona­les eran recomendados y aprobados por las mismas.

La introducción de toda innovación técnica de creciente complejidad requie­re un grupo más o menos grande de expertos que la comprendan, adapten e im­plementen. Fue justamente en los primeros años de la primera revolución verde cuando los investigadores del ramo más importante de las instituciones educativas latinoamericanas fueron invitados a reali­zar sus posgrados o estancias financia­das en Estados Unidos. El ingeniero agrónomo típico de la época pasó a tener como función casi absoluta llevar “el progreso” al campo, o sea, trans­formar la agricultura tradicional, adop­tando los insumos y las técnicas de origen industrial. El libro de Theodore Schultz —autor estadounidense cono­cido como uno de los ideólogos de la re­volución verde—Transformando la agri­cultura tradicional, enfatizaba que el agrónomo era una persona que iba a civilizar al sujeto de pies descalzos, al bárbaro que se encontraba en íntimo contacto con la naturaleza, pero so­me­tido a ella. La revolución verde inten­taría hacer que el individuo pasase a dominar la naturaleza, con todo lo que el progreso podría traer. 

Los resultados anteriormente ci­ta­dos, por un lado positivos sin nin­gu­na duda, tuvieron sus contratiempos: un vocero del Banco Mundial dijo que entre 34 y 40 millones de toneladas de arroz de Asia dependían direc­ta­men­te del petróleo del continua­men­te ines­table Medio Oriente. Por su parte, el Ter­cer Mundo pasó a con­su­mir entre 10 y 20% de la producción mun­dial de agrotóxicos, y su consumo ten­día a aumentar rápidamente.. En Brasil, por ejemplo, el número de pla­gas en la agricultura aumentó, entre 1963 y 1973, de 243 a 593, mientras que el consumo de agrotóxicos se incrementó de 16 000 a 78 000 toneladas, pareciendo haber una relación di­rec­ta entre el consumo de estos productos y el surgimiento de plagas. Al mismo tiempo, el consumo de fertilizantes aumentó 1 290% mientras que la productividad aumentó solamente 4.9%. 

En casi toda Latinoamérica, después de muchos años de revolución verde, se puede observar el siguiente cuadro: los suelos agrícolas se trasfor­maron en simples sustratos de sus­ten­tación de plantas que exigen técnicas artificiales cada vez más caras, y el sín­toma más aparente de degradación que observamos es la erosión. La inves­tigadora brasileña en manejo ecológi­co de suelos, Ana Primavesi, sustenta que la erosión no es un fenómeno na­tu­ral, pero sí el fruto de un manejo ina­de­cuado del suelo. Lógicamente la de­clividad del terreno y la intensidad y duración de las lluvias intensifican la erosión, pero la práctica de una agri­cul­tura basada en una tecnología des­tructiva es su principal causa. Esta auto­ra agrega también que el uso indiscriminado de agrotóxicos y fertilizantes químicos han esterilizado el suelo, reduciendo al mínimo la activi­dad microbiana y la fauna del suelo, además de haber provocado la contaminación de las aguas subterráneas —principalmente con nitratos— y el enriquecimiento de las aguas superfi­ciales, tanto continentales (acequias, ríos, lagos) como costeras, lo que llevó, por ejemplo, el crecimiento explo­sivo de algas, ocasionando fuertes tras­tornos en el equilibrio biológico, como la mortandad de peces, entre otros. Asi­mismo, la compactación del suelo por las máquinas agrícolas ha destruido la fauna, misma que ayudaba a controlar otros seres vivos que podían causar daño a los cultivos.

La invención de los insecticidas sin­téticos fue una forma cómoda y apa­rentemente eficaz de controlar las plagas que surgieron con este modelo agrícola. Pero éstos atacan las consecuencias del problema —la plaga— y no la causa del mismo. Con la uti­li­zación de los agrotóxicos se acabaron las plagas y también sus enemigos na­turales. El problema es que muchas plagas desarrollaron mutaciones genéticas, lo que les garantizó su resurgi­miento, esta vez aniquilador debido a la muerte de sus enemigos naturales, causando daños a la agricultura y probando la ineficacia de gran parte de estos agrotóxicos. Además, ya son varios los estudios sobre la repercusión de estos productos sobre la salud humana, ya sea por contacto directo o por ingestión. En 1962, Rachel Carson en su polémico libro Silent spring presentaba datos alarmantes sobre la contaminación de los alimentos por pesticidas. 

Desde el punto de vista social y eco­nómico (no macroeconómico), se puede deducir que este modelo agríco­la no tuvo un carácter muy positivo pa­ra la mayoría de los campesinos del Tercer Mundo. Para los trabajadores rurales ha significado sueldos misera­bles, desempleo y migración. Para los pequeños propietarios, aumento en las deudas para la obtención de insumos y aumento de la pobreza. La revo­lución verde vino a ofrecer semillas de alta productividad que en condicio­nes ideales y con grandes cantidades de fertilizantes y agrotóxicos pueden garantizar una alta productividad. Pe­ro si falta cualquiera de estos insumos, ha­brá altas probabilidades de fracasos en la productividad de las cosechas y no po­drán pagarse las deudas con­traí­das para la adquisición de los in­su­mos. Es importante notar, adicio­nal­men­te, que luego de décadas de revolución ver­de, una creciente mayoría de pe­que­ños agri­cultores en todo el mundo continúa sin tener acceso a cualquiera de estas tecnologías o al crédito para su obtención. 

Un examen de más de 300 casos sobre las consecuencias de la revolución verde durante el periodo de 1970-1989, realizado por Freebairn en 1995, llega a la conclusión de que los autores de países occidentales desarrollados, que analizaron regiones integradas por numerosos países, frecuentemente señalan un recrudecimiento de las de­sigualdades en lo que respecta a los in­gresos. Por otro lado, los autores de ori­gen asiático, especialmente aquellos estudios que abarcan India y Filipinas, suelen indicar que el aumento de las desigualdades en cuanto a los ingresos no estuvo relacionado con la nueva tecnología. En síntesis, en más de 80% de los estudios examinados por Freebairn se llega a la conclusión de que el resultado había sido una mayor desigualdad. 

Cuando se habla del tema de la mo­dernización en la agricultura, uno tien­de a imaginar de inmediato las mo­di­ficaciones resultantes de la sustitución de las técnicas agrícolas tra­di­cionales por técnicas modernas; más es­pecífi­ca­mente, cuando se intenta eva­luar el proceso, se busca hacer el aná­lisis de los índices de utilización de máquinas y de los varios insumos agrícolas. En rea­lidad, el significado de la moderniza­ción es mucho más complejo, pues al mismo tiempo que ocurre el progreso técnico en la agricultura, la organización de la producción se va modifican­do, principalmente en lo que se refiere a las relaciones socia­les de producción. 

En el proceso de modernización, los pequeños productores (propietarios, eji­datarios, comuneros) van sien­do ex­propiados de sus propiedades, dando lugar a modelos organizacionales con moldes empresariales. Bajo éstos, la composición y utilización del trabajo se modifica, intensificando el uso de jor­naleros eventuales pagados a des­ta­jo. En este tipo de producción, el ca­pi­tal se impone subordinando las de­más relaciones de producción. Quien definió muy bien este proceso de trans­formación fue Graziano Neto, quien explica que el proceso de transforma­ción de la agricultura puede ser muy bueno para unos y un desastre para otros, pues la rápida acumulación del capital del cual ciertos sectores agríco­las e industriales se han beneficiado, al mismo tiempo ha conducido a la mi­se­ria creciente a la población con bajos recursos. Graziano aun agrega: “Es ne­cesario quitar el velo de la moderniza­ción para ver sus verdaderos rasgos”.


La erosión genética de las semillas 

La élite de las variedades comerciales en que la moderna industria de la agri­cultura se basa presenta un alto grado de uniformidad genética porque son fruto de un riguroso trabajo de selección genética. Esta limitada base ge­né­tica las hace vulnerables a las en­fer­me­dades y a las plagas mien­tras que las especies nativas no lo son, por­que po­­seen una alta diversidad ge­nética. Sin em­bargo, la gama de genes de las especies nativas está siendo per­dida por la erosión genética y se está volviendo cada vez más difícil combatir el surgimiento de estas enfermedades, lo que resalta la vulnera­bi­lidad de los cul­tivos comerciales. Un buen ejemplo ocurrió en 1970, cuando 15% de la co­secha norteamericana fue perdida por el ataque de una plaga en 90% de sus variedades de maíz.

Otro lado oscuro de la erosión ge­né­tica de las semillas, es la reducción con­tinua de la variedad de alimentos con­sumidos por la gente. Los agricul­to­res de dos siglos atrás cultivaban 300 especies de plantas, todas de im­portan­cia primordial. Hoy, una familia se ali­menta de 30 plantas, responsables de 95% de nuestro potencial nu­tri­ti­vo en cualquier parte del mundo (sea en Mé­xico, Canadá, Francia o Botswana). La proporción de cada uno se modifica, pero somos todos dependientes de estas mismas 30 plantas. Dicha dependencia ya causó serios problemas: uno de los primeros fue en 1845, cuan­do Irlanda culti­vaba las papas que venían de los Andes. Solamente una variedad sobrevivía en aquel país y eventualmente esa misma variedad de­sa­pareció por una enfermedad y 200 000 personas mu­rieron de hambre y dos millones tuvieron que emi­grar hacia otras partes del mundo. El principal pro­ble­ma era la uniformidad ge­nética. En 1943 en Ben­ga­la, India, el trigo desa­pa­reció por enfermedad, tam­bién por falta de va­ria­bilidad genética y seis millones de personas fallecieron. En realidad la uniformidad genética es una invitación para una epidemia de­vastadora y la erosión genética signifi­ca mucho más que la pérdida teórica de biodiversidad para los científicos del futuro. 

Hace 20 años, India poseía 300 000 variedades de arroz, hoy día sobrevive no más de una docena, pues las varie­dades de alta productividad sustituyeron las restantes. En Turquía, donde se originó el lino, había 1 000 va­rie­da­des en 1945, sin embargo en los años sesentas quedaba solamente una va­rie­dad y, además, importada de Ar­gen­ti­na. De las 7 000 variedades de man­zana que existían en Estados Unidos en el siglo pasado, 6 000 ya no están disponibles. En resumen, la diversidad genética de los cultivos agrícolas realiza­dos por la humanidad en 10 000 años está ahora en severo riesgo en manos de las actuales fuerzas políticas y eco­nómicas y, por lo tanto, la posibilidad de una crisis es real. 

Al mismo tiempo, el patrón de trans­ferencia de flujo génico de plantas entre los países desarrollados y los menos desarrollados ha sido siempre unidireccional: del Tercer Mundo a los países desarrollados. Desde 1950, sin em­bargo, ha existido un mayor equili­brio en este flujo con el inicio de la ex­portación de semillas de los países industrializados a las naciones del Ter­cer Mundo, pero en términos cualitativos, esta asimetría persiste ya que los recursos genéticos salen del Tercer Mundo como algo común, sin cos­to y como herencia de la humanidad y regresa como un bien, una propiedad privada con un valor de mercado. Al mis­mo tiempo que los gobiernos y las empresas de los países capitalistas avanzados han es­timulado la adopción de la legislación de los derechos legales de los creado­res de nuevas variedades (pbr), lo que implica reco­no­cer los derechos de pro­­piedad privada sobre el ger­­moplasma de las plantas. Del mismo modo que tratan de sostener enérgicamente la necesidad en co­lectar y preservar otras formas de germoplasma, como los cul­­tivares primitivos y las ra­zas locales. Lo más inte­re­sante es que buena parte de estas razas locales en­con­tradas en el Tercer Mun­do, son muy distintas de las va­riedades silvestres, pues fueron mejoradas por siglos por los pueblos nati­vos, pero esto es ignorado por los defensores de derechos legales de los creadores de nuevas variedades. 

Por otra parte, se dice que los recursos genéticos del mundo están pro­tegidos por una red internacional de bancos de genes, centros de investiga­ción, laboratorio de semillas y dólares para la investigación; pero esto parece ser sólo en apariencia. El centro de esta red inicialmente era el International Board for Plant Genetic Resour­ces (ibpgr), en Roma. En la opinión del reconocido ambientalista Patrick Mooney, estos centros no eran otra cosa que una forma en que los países del norte garantizaban acceso irrestricto a los genes de especies de importancia económica provenientes de países del Tercer Mundo para alma­cenarlos en sus propios países, bajo los auspicios de la onu. En 1981 los paí­ses latinoamericanos presentaron una serie de inconformidades a esta organización: de los 127 000 ejemplares de semillas colectados, 94% se originaban en el Tercer Mundo y 91% de éstas es­taban almacenados en bancos genéti­cos de Estados Unidos, Japón, Reino Uni­do, Rusia y otros países industriali­zados. También se descubrió, en 1977, que el gobierno de Estados Unidos es­cribió una carta al ibpgr informando que todo el material almacenado en sus bancos debería ser considerado de su propiedad y que por razones po­líticas, de cuando en cuando, este ma­terial podría ser negado a otras nacio­nes. Algunos países que sufrieron el embargo de Estados Unidos fueron Afganistán, Albania, Cuba, Libia, Irán, Irak, Rusia y Nicaragua. Solamente Es­tados Unidos lo hizo de manera oficial, pero es bien sabido que otros países han realizado este tipo de embargo. 

Después de varios cuestionamien­tos del Tercer Mundo en cuanto a la le­galidad de las acciones del ibpgr, los países latinoamericanos tuvieron algunos éxitos en sus acciones dentro de la onu. Crearon una comisión inter­nacional sobre recursos genéticos y se estableció una acción internacional sobre este mismo tema, lo cual fue el inicio de los trámites legales en los cuales el hemisferio norte tendría que pagar de alguna forma el germoplasma del hemisferio sur. 

Como consecuencia de estos justos cuestionamientos políticos, a partir de los años ochenta, el ibpgr (hoy International Plant Genetic Resources Institute, ipgri) trató de establecer una red internacional para el almace­na­miento del germoplasma, lo que aumentó el número de centros de almacenamiento de 10 a 219. En los años noventas, el ibpgr fusionó sus redes con las de la fao; sin embargo, el ­estatus le­gal de la transferencia del germoplas­ma de la red no está completamente definido. Poco más de la mi­tad de estos 219 acuerdos legales de transferen­cias realizados, fueron con los bancos genéticos del norte, el resto fue dividi­do entre los bancos genéticos del sur y los centros internacionales de investigación en agricultura (iarc). Gran par­te de la variación genética en los cultivos ha sido colectada, pero existen muchas especies que no han sido ade­cuadamente conservadas y que per­ma­necen bajo un serio riesgo de erosión genética. Un aspecto problemático es que el estar almacenadas en bancos de germoplasma no siempre garantiza seguridad. Instalaciones y man­tenimiento inadecuados, restricciones económicas en la adquisición de recursos humanos, combinado con el es­tablecimiento de un sistema en el que ciertas fundaciones privadas participantes son de cuestionable eficiencia, hacen muy riesgosa la base para el al­macenamiento de la diversidad gené­tica de la agricultura mundial. 

Al mismo tiempo, algunos miembros de la comunidad científica creen que los bancos genéticos no son la úni­ca salida para la conservación del ger­moplasma mundial. De esta forma, la unesco, desde la década de los setentas, declaró 144 áreas en 35 paí­ses como futuras reservas de la biós­fera. Hoy día, otros actores se involucran en ­este proceso, inclu­yendo las ong, abriendo un variado rango de opciones y perspectivas: algunas ong se dedican exclu­si­va­mente a la conservación ecológica, mientras que otras hacen énfa­sis en la necesidad de la conservación ge­nética en un contexto de inclusión participativa de las co­mu­ni­da­des rurales. Todas coinciden en la necesidad de desarrollar sistemas mutuos de apoyo que deben asegu­rar que el germoplasma de las plan­tas sea efectivamente con­servado.


Los señores de la vida 

En la mitad del siglo XIX, diversos economistas describieron lo que se ha denominado “acumulación primitiva”, que sería, en pocas pa­labras, la génesis de la desigualdad social moderna, es decir, la acumu­lación asimétrica de quienes son dueños de los medios de producción ante aquellos que forman par­te de la fuerza de trabajo. Este fe­nómeno económico surgió entre los siglos XIV y XVI y resultó hacia el siglo XIX en la extinción de la fi­gura del siervo feudal y en la crea­ción del hombre proletario, o sea, aquel que no dispone de otra alter­nativa para su sobrevivencia más que vender su fuerza de trabajo. 

Después de 500 años del inicio de la acumulación primitiva y des­pués de cerca de 60 años de la revo­lución verde, algunos movimien­tos sociales sostienen que, actualmen­te, un proceso análogo está en pleno desarrollo en el mundo entero. 

Según ellos, las grandes corpo­raciones estarían promoviendo, con el uso de los más modernos avances en la tecnología, nuevas for­mas de “encajonar” a la sociedad. Del mismo modo que las tierras comunales fueron tomadas por aquellos que se volvieron due­ños de la producción, las grandes empresas estarían promoviendo el uso de ciertas tecnologías para adquirir privilegios y crear nuevos monopolios. Por medio del con­trol del desarrollo tecnológico, ellas estarían creando mecanismos que, combinados con las leyes de propiedad intelectual, aumentarían el poder de los monopolios es­tablecidos y generarían otros, aho­ra sobre las formas de la vida. Así como la acumulación primitiva hi­zo uso de la usurpación de la tierra de los campesinos, hoy el control so­bre las formas de vida estaría en camino de volverse un privilegio de unas pocas empresas. 

Prueba de lo anterior es que, hoy día, según un informe del Gru­po internacional etc (Action Group on Erosion, Technology and Concentration), que monitorea las activi­dades de las grandes corporacio­nes en la agricultura, la alimentación y la farmacéutica, a partir de 2003 se concluyó que las 10 más grandes industrias productoras de semillas saltaron, de controlar un ter­cio del comercio global, a con­trolar la mitad de todo el sector. Con la compra de la empresa mexicana Se­minis, Monsanto pasó a ser la mayor empresa global de venta de se­millas (no solo transgénicas, de las cuales controla 90% del mercado, sino de todas las comercializadas en el mundo), seguida por Dupont, Syngenta, Groupe Li­magrain, KWS Ag, Land O’Lakes, Sakata, Bayer Crop Sciences, Taikii, DLF Trifolium & Delta, y Pine Land. 

En relación con los agrotóxicos, las diez principales compañías re­ci­ben 84% de las ventas mundiales. Éstas son: Bayer, Syngenta, basf, Dow, Mon­santo, Dupont, Koor, Su­­mitomo, Nufarm y Arista. Con tal ni­vel de concen­tración, se prevé que sobrevivirán so­lamente tres: Bayer, Syngenta y basf. Monsanto no ha renunciado a este lu­crativo merca­do, pero su retraso rela­tivo (del ter­ce­ro al quinto lugar) se debe a que la ma­yoría de su producción actualmente está enfocada a los pro­duc­tos transgé­nicos como frente en la venta de los agrotóxicos. 

Las diez empresas biotecnológicas más grandes del mundo (dedicadas a subproductos para la industria farma­céutica y la agricultura) son solamen­te 3% de la totalidad de este tipo de em­pre­sas; pero éstas controlan 73% de las ventas. Las principales son Amgen, Mon­santo y Genentech.

Reflexionando sobre la breve histo­ria de la revolución verde y algunas de sus más funestas consecuencias globales, tanto sociales como ecológicas, y parafraseando a Silvia Ribeiro de etc, “lo único que le queda a la sociedad civil es admitir que el fortalecimiento de las estructuras comunitarias y so­lidarias ya no es solamente una opción ideológica, sino un principio de sobrevivencia tanto para la sociedad como para el medio ambiente de éste, nuestro planeta”. 

Agradecimientos

Agradezco a Octavio Miramontes y Pedro Miramontes por los valiosos comentarios.

Referencias bibliográficas 

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