En esta conmemoración de los 40 años del golpe militar, los horrores físicos de la dictadura, asociados a la represión, las detenciones, la tortura, los asesinatos y desapariciones, colman la agenda pública y exigen con toda razón reconocimiento y condena, pues esa brutalidad no ha sido suficientemente justiciada. Con todo, ese aspecto toca la fibra más sensible, la emotividad asociada a la espectacularidad del mal, y con el tiempo se ha transformado en objeto generalizado de rechazo. Hoy en día los propios canales de televisión han tratado extensamente los hechos de sangre y personajes políticos de diversa índole se inclinan a pedir perdón en una tentativa simbólico-reparativa. Se genera así una operación de cierre interpretativo de esta suerte de "episodio negro" de la historia.
Pero hay otra dimensión de la dictadura, más profunda y convenientemente menos tratada, que permanece tras bambalinas y al margen de los reconocimientos: el modelo económico-social instaurado desde 1973 y todavía vigente. Se trata de una dimensión que no concierta el rechazo enérgico y común de la elite, pues la misma se ha beneficiado celosamente de él. Chile se adelantó en 10 años y de la forma más radical a las reformas del Consenso de Washington, privatizando los bienes comunes, abandonando al trabajo como centro de la estrategia de desarrollo y transformando al país en el más financiarizado de América Latina. Adopta así una arquitectura institucional y productiva que recrea una sociedad violenta, con sus propios horrores - aunque menos vistosos-, donde la mayoría de la población carece de las tranquilidades económicas mínimas y se encuentra asediada por el estrés, la angustia cotidiana de la deuda y el trabajo no valorizado, mientras, una minoría privilegiada goza de un traje a la medida y vive como en Suiza (Chile tiene más multimillonarios que países como Suiza, Austria, Dinamarca, Holanda, Noruega y Finlandia, entre otros. Además, en comparación con los países que cuentan con mediciones, el 1% más rico de Chile se lleva el mayor porcentaje de la renta nacional. En contraste, el 75% de los trabajadores gana menos de $437.000).
Esa realidad no puede ser comprendida sin dar centralidad al conflicto capital-trabajo. En efecto, en los años que antecedieron al golpe hubo un incremento de la participación de los trabajadores y sectores populares en las decisiones sobre la producción, la distribución de las ganancias, el destino del país y de sus propias vidas, lo que significó una amenaza política y económica para los intereses empresariales. Esto es lo que se intenta desbaratar. Dentro de los múltiples dispositivos dictatoriales, destacan dos que tuvieron especial relación con desarmar ese poder conquistado y propiciar la acumulación de grandes capitales: el Plan Laboral, que prohíbe la negociación colectiva por rama y permite el reemplazo de trabajadores en huelga, y el sistema de AFP, que privatiza las pensiones e inyecta sendos recursos frescos al empresariado. Luego de varias décadas de mantención y perfeccionamiento de estos dispositivos, los resultados hoy caen de maduros y hacen gala de un mínimo poder sindical, una extensa precariedad y una honda desigualdad. Así,contra una visión "episódica" de la dictadura, nos convoca la denuncia de esa violencia estructural y cotidiana que aún nos rodea y que arrebata el valor del trabajo. Porque lo que está en juego con esto, es el valor de nuestra propia humanidad.
Foto: Reciente huelga de carteros de Correos de Chile en Concepción.