Hace mucho tiempo, en un lugar cercano al río Carampangue, había un hermoso árbol de tronco y ramas firmes que atraía la atención de los lugareños. Cierta mañana, un campesino huinca recién llegado salió a buscar leña para su hogar, y al verlo no resistió la tentación de cortarlo. Fue ardua su tarea. El árbol se resistía a ser derribado. Finalmente lo logró, pero se le había hecho tarde para trozarlo. Tomó su hacha y se fue a su casa, dispuesto a volver al otro día con una carreta para terminar con su faena.
Grande fue su sorpresa cuando regresó a trozar el árbol: lo encontró en pie y sin huella de su hacha en el tronco. Pensó que su memoria le estaba jugando una broma y se dispuso a derribar el árbol. Con gran sacrificio y sin parar, al mediodía cayó el poderoso árbol a tierra. Luego hizo leña del árbol caído y sin darse cuenta cayó la noche. La oscuridad le impedía cargar su carreta, por lo que decidió volver al día siguiente. Se levantó temprano el tercer día y con mucha duda fue a buscar la leña. En efecto, el estupor fue mayúsculo, al ver el hermoso árbol entero en su sitio, sin corte en su tronco o ramas. El hombre volvió a su casa con las manos vacías. Cuentan que los espíritus protectores del pueblo mapuche lo habían plantado una noche de luna llena, como un centinela que avisaba la presencia de los invasores españoles. Hoy día se mantiene como un símbolo de la resistencia.