Licencias médicas: cuando los falsos enfermos dañan a los verdaderos

Los escándalos por licencias médicas fraudulentas en Chile no solo afectan la credibilidad del sistema, sino que además perjudican a miles de trabajadores que sí las necesitan legítimamente. La desconfianza generalizada genera sospechas, incluso cuando el dolor y la enfermedad son reales.

Los casos de funcionarios públicos viajando al extranjero mientras estaban con licencia médica detectados por la Contraloría, han encendido la indignación ciudadana. Pero más allá del morbo que se ha generado por las propias características del caso, lo preocupante es cómo estos abusos derivan en una cultura de sospecha permanente hacia quien realmente se siente mal -física o emocionalmente- y que castiga a quienes sí necesitan ausentarse del trabajo por razones de salud.

En Chile, el uso fraudulento de licencias médicas se ha transformado en una práctica lamentablemente frecuente, con un impacto que va mucho más allá del simple engaño. No se trata solo de burlar al sistema previsional o al empleador: se trata de dañar la confianza en un mecanismo que existe para proteger a quienes, por razones de salud física o mental, no pueden cumplir con sus labores.

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Cuando estalló el escándalo de funcionarios públicos usando licencias médicas mientras vacacionaban en el extranjero, que se veían subiendo fotos a redes sociales desde playas paradisíacas mientras supuestamente se encontraban en reposo, las reacciones no se han hecho esperar. Autoridades prometieron endurecer los controles, revisar los criterios y, en algunos casos, hasta suspender el pago de estas licencias. Varios altos cargos del sistema público ya han renunciado antes de que se revelaran sus nombres. Han preferido «autodenunciarse» a través de la renuncia a sus cargos, lo que muchos han interpretado como una manera de eludir los sumarios administrativos que podrían dejarlos con la inhabilidad de ejercer cargos públicos por varios años.

El problema es que la solución simplista --sospechar de todos-- solo agrava el panorama. Profesores con burnout, agobiados por las condiciones estructurales del sistema educativo, funcionarios de la salud con lesiones físicas serias, administrativos de distintas dependepcias públicas que atraviesan depresiones diagnosticadas, se encuentran ahora con la carga de tener que demostrar una y otra vez que su enfermedad es «real», que su dolor es válido. Las mutuales y las comisiones médicas se vuelven más restrictivas, los empleadores más desconfiados y los trabajadores, más expuestos a la revictimización.

Basta con revisar cuantos recursos de protección contra las determinaciones de la COMPIN hay en tribunales para darse cuenta que gran parte de los rechazos a las licencias son casi por decreto y muchos trabajadores realmente enfermos tienen que recurrir a la justicia para que se les paguen sus licencias médicas.

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Este fenómeno tiene un nombre conocido: pagan justos por pecadores. Por cada licencia falsa que es denunciada --y bien que así sea-- hay decenas de trabajadores que ven obstaculizado su derecho a cuidar su salud. No es solo una cuestión individual; es un reflejo de cómo el descrédito de las instituciones y el oportunismo se filtran en las políticas públicas. Al final, no se castiga solamente al tramposo: se deslegitima todo el sistema de protección laboral.

Es indispensable que las autoridades fortalezcan los mecanismos de fiscalización, pero también que tengan la sabiduría de no convertir esta cruzada en una cacería de brujas. Las licencias médicas deben ser evaluadas con rigurosidad, sí, pero también con humanidad. No se puede asumir que el dolor es mentira solo porque otros mintieron antes.

En tiempos en que la salud mental y física de los trabajadores está cada vez más exigida, erosionar uno de los pocos mecanismos de contención que existen es un error grave. La solución al abuso no puede ser el castigo indiscriminado, sino la mejora de los sistemas de control sin perder de vista el principio fundamental de protección social.

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