Por Daniel Mathews /Resumen.cl
En un pueblo italiano, donde campean los anarquistas, pintaron en la pared el lema “Dopo è Marx april”, después de Marx es abril. Evidentemente jugaban con la proximidad fónica entre Marx y marzo. Pero en el “abril” europeo hay una referencia a la primavera. Incluso entre nosotros se dicen frases como “en sus quince abriles”, sin parar en cuenta que aquí abril es otoñal. Tan otoñal como ese marxismo “ortodoxo”, jamás propuesto por el propio Marx, que propone que el socialismo tiene que ver con el desarrollo de las fuerzas productivas. Ese crecimiento en el que le fue tan bien al estalinismo hasta unos días antes de que se caiga el Muro de Berlín por falta de socialismo y democracia.
Este 14 de junio Mariátegui hubiese cumplido 121 años. Y sin embargo no hay nadie todavía que se atreva a proponer que está envejecido. Al contrario, tiene la rara virtud de proponernos cada día una nueva lectura, en cada lectura le encontramos distintos valores a las mismas frases. En primer lugar porque su socialismo no está centrado ni en el crecimiento de las fuerzas productivas, ni en el asalto del poder del Estado por algún partido autoproclamado “de la clase obrera”. Se trata, en cambio, de establecer relaciones solidarias entre los humanos, sin la opresión del dinero ni del poder.
El Marx verdadero, no el otoñal y caricaturesco que nos han vendido, no hablaba de “toma del poder” sino de “conquista de la democracia”. Es en esos términos como se define el socialismo en el Manifiesto Comunista, que unió por un tiempo a marxistas y anarquistas. Es un proceso de socialización del poder que comienza con la destrucción del Estado burgués y no con su conquista. Un proceso de socialización de las relaciones de producción y de la división social del trabajo, puesta bajo control de sus trabajadores. El establecimiento de nuevas relaciones entre la naturaleza y los seres humanos y de estos últimos entre sí, excluyendo el racismo y el sexismo.
De ahí la preocupación constante de Mariátegui por analizar las relaciones intersubjetivas que se estaban produciendo en la sociedad peruana. Sus estudios sobre la educación, la religión, la literatura son una demostración de esto. Sentía una profunda fe religiosa, no solamente teísta sino que para él no había revolución sin fe: “La fuerza de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual”.
Por eso también la labor central de Mariátegui no debemos buscarla en su obra individual, en sus 7 Ensayos o su Defensa del marxismo. Me resulta más interesante su acción colectiva. Ya sea creando espacios como el Partido Socialista o la CGTP, propiciando la reflexión generacional en la revista Amauta o polemizando. Que el debate, el diálogo, no es posible sin reconocer que las razones del otro son dignas de ser tomadas en cuenta aunque sea para discrepar. Es más, como bien ha señalado Osvaldo Fernández, detrás del debate con Henri de Man, en Defensa del marxismo hay una discusión, más urgente, con la III Internacional y el APRA.
Mariátegui le daba un sentido generacional a su accionar. Se ve cuando propone un recambio ideológico del que sólo salva a González Prada y Eguren: “Muerto González Prada, Eguren es el único entre nuestros mayores a quien podemos testimoniar una admiración sin reservas”. Se ve cuando habla de los suyos: “Se cumple un complejo fenómeno espiritual, que expresan distinta pero coherentemente la pintura de Sabogal y la poesía de Vallejo, la interpretación histórica de Valcárcel y la especulación filosófica de Orrego en todos los cuales se advierte un espíritu purgado de colonialismo intelectual y estético”.
Y por eso mismo se siente en la obligación de discutir justamente con Vallejo en torno al surrealismo. Vallejo, el poeta, jamás hubiera aceptado que alguien le dicte la plana o le diga como escribir. Pero Vallejo el militante del PC francés era capaz de criticar al surrealismo por no seguir las directivas partidarias. En el número 30 de la revista Amauta se publica su “Autopsia del surrealismo” que, entre otras cosas, dice: “Rompieron con numerosos miembros del partido y con sus órganos de prensa y procedieron en todo, en perpetuo divorcio con las grandes directivas marxistas”.
Evidentemente la posición de Vallejo distaba bastante de lo que Mariátegui pensaba sobre el partido y su relación con el arte. Esa imagen del partido dando directivas a los artistas (o a los sindicatos, o a las juntas de vecinos), del Comité Central dando directivas al partido, del Secretario General dando directivas al Comité Central, no era para nada la propuesta de Mariátegui. Tampoco era su propuesta un arte direccionado y haciendo papel de propagandista, el realismo socialista no lo convocaba a nada. Lo que Mariátegui reclamaba del artista era romper con el tradicionalismo y la colonialidad. De ahí el rescate de Eguren por ejemplo.
Así el publicar el artículo de Vallejo en Amauta es una muestra de la amplitud de la revista, del carácter polémico de la misma. La posición de Mariátegui sobre el surrealismo (o suprarrealismo como lo llama él) es bastante distinta. Para él “no es un simple fenómeno literario, sino un complejo fenómeno espiritual. No una moda artística, sino una protesta del espíritu.” Lo que lo atrae de los escritos de André Bretón y sus amigos es su condena categórica - “en bloque” – a la civilización capitalista: “Por su espíritu y por su acción, se presenta como un nuevo romanticismo. Por su repudio revolucionario del pensamiento y la sociedad capitalistas, coincide históricamente con el comunismo, en el plano político”.
Ahora bien, el surrealismo más de una vez se ha relacionado con la pintura del renacimiento. La presencia de Giuseppe Arcimboldo en la obra de Dalí es evidente. Y por aquí vamos llegando a la relación entre Mariátegui y “La primavera”, esta vez la de Botticelli. Un poema en prosa dedicado a Ana Chiappe comienza con la frase “Renací en tu carne cuatrocentista como la de La Primavera de Botticelli”.
Evidentemente el cuadro no ha sido elegido al azar. En él vemos una serie de personajes mitológicos que nos proponen una lectura neoplatónica. El primero desde la izquierda es Zefiro, viento de primavera que rapta por amor a la ninfa Clori, embarazándola. De este acto la ninfa renace y se transforma en Flora, ósea la misma primavera representada como una mujer con un vestido floreado y que propaga flores hacia la tierra. Al centro del cuadro se encuentra Venus, símbolo neoplatónico del amor más elevado, que observa toda la escena. Sobre ella vuela su hijo Cupido. A su izquierda se encuentran las tres Gracias que están bailando. Aún más a la izquierda se nota Mercurio, el mensajero de los dioses, representado con las alas en los pies, que con el caduceo alejaba las nubes para tener una eterna primavera.
Este renacer de Clori en Flora nos habla de un tiempo circular en que muerte y nacimiento pueden sucederse en ese orden. Curiosamente lo único que nos ha quedado de esa idea es una expresión más bien agresiva. Cuando le decimos a alguien “Vete a la c… de tu madre” no estamos insultando a su progenitora, le estamos pidiendo que vuelva a nacer. El tiempo cíclico une sin embargo tres tradiciones: la medieval expresada en la pintura que estamos comentando; la surrealista que disuelve el tiempo en la experiencia onírica; la andina.
El pasado en el mundo andino es mítico. Concebido como una sucesión de momentos que se remplazan unos a otros pero que al mismo tiempo se regeneran porque lo “viejo” no desaparece totalmente sino que se incorpora como una fuerza de las profundidades que sigue influyendo en los hechos actuales pero que, además, puede volver si se dan ciertas condiciones. El mito de Inkarri es una clara expresión de esto.
Es esa coincidencia que permite que una revista dedicada, entre otras cosas, a la poesía de vanguardia reciba un nombre quechua, sea Amauta de Mariátegui o Amaru de Westphalen años después. Es esa coincidencia la que nos permite entender que la preocupación por lo indígena y por la renovación estética caminen juntos. Las caratulas de Sabogal en Amauta combinan cubismo con visión andina.
Es esto lo que marca también la pintura de Julia Codesido de la que diría Mariátegui: “En sus figuras se encuentra invariablemente un gran vigor de expresión. Su dibujo es seguro y su colorido pastoso y rico. Y, como cultora de motivos indígenas, no se queda nunca en la nota de folklore. Cada cuadro suyo, aun cuando Julia no se lo proponga, está más allá de la interpretación verista. En sus cuadros hay siempre creación”.