Quiero remontar esta historia a muchos años, pero muchos años atrás, en mi pueblo, mi ciudad llamada ‘Louta’, nombre que le dieron los mapuches, primeros habitantes de aquel entonces, dueños y señores de su tierra, la cual defendieron con mucha valentía, fuerza y valor ante la invasión española. ‘Louta’ en su lenguaje significa pequeño caserío, pequeña casa o pequeño pueblo. Pero avancemos en el tiempo y remontémonos a la llegada de don Matías Cousiño, gran empresario, quien en el siglo XVIII descubrió el carbón, llamado también por Chile entero ‘Oro Negro’, y que le dio un impulso económico impresionante a nuestra zona y a nuestro país, importante combustible para abastecer a distintas industrias emergentes de esa época, incluso tuvo gran participación en el abastecimiento de los barcos en la Segunda Guerra Mundial, también servía de combustible para los fogones que tenían los hogares de los mineros. El carbón llegó a ser el que más divisas entregaba al país y dio trabajo a miles de trabajadores; desde los montes, desde la cordillera bajaban campesinos a ver la novedad y poder trabajar en las minas de Lota, desde las caletas aparecieron los pescadores en busca de un nuevo trabajo, un nuevo estilo de vida, pensando quizás ‘este trabajo es menos peligroso que el mar’.
Desde Tres Pinos, a unos 50 kilómetros de Lota, pasando al lado Sur de Laraquete, en el año 1886 llega a Lota Juan Olave Velásquez, un joven que viene en busca de nuevos horizontes, trayendo en su mente y en su corazón la esperanza de un futuro mejor. Este joven era mi abuelo, quien trabajó más de 45 años en la mina El Chiflón de la cual se cuentan muchas historias, como por ejemplo: “la de un perro que arrastraba una cadena de fierro con unos inmensos eslabones, este perro caminaba por la galería 320, donde ningún minero quería ir a trabajar porque, según se cuenta, quien en realidad arrastraba la cadena era el mismo diablo, por eso donde debía trabajar sólo una persona allí se mandaba a lo menos dos o tres trabajadores para poder evitar el miedo existente; sin embargo, cada día se hacía más frecuente y temeroso poder trabajar. Vista esta situación, la jefatura de ese entonces decidió cerrar este laboreo, igual se escuchaba al perro arrastrando la cadena pero ahora aullando y llorando todo el trayecto”.
Como ésta hay otras historias y los mineros de esa época le pusieron ‘El Chiflón del Diablo’, que hasta hoy sigue con el mismo nombre. Cuando mi abuelo entró a trabajar al Chiflón ya era famoso por sus historias y no temiendo a esto igual ingresó a la Empresa, en ese entonces con el nombre de Compañía Carbonífera de Lota. Mi abuelo se casó con doña Gregoria Poza Zenteno. Afortunadamente alcancé a conocerla ya que en sus últimos años vivió con nosotros en nuestro humilde hogar en Pabellón 39, casa 170, del barrio Matías Cousiño, en Lota Alto; pabellones que la empresa construyó para los trabajadores y sus familias. Aquí quiero detenerme un momento y hacer hincapié en lo que, en nuestra tierra y nuestro pueblo, era la discriminación por parte de la empresa, ya que para los empleados, antiguamente llamados ficha cuadrada, habían pabellones completamente de material y para los obreros, de madera; incluso, había piscina para los hijos de obreros y piscina para hijos de empleados; como también casa de limpieza para los empleados, que se ubicaba al lado atrás del Hospital de la empresa de Lota Alto, y para los obreros, que se encontraba en el barrio Chiflón, calle principal para llegar al pique. Hay que agregar también que el carbón se entregaba de acuerdo a la antigüedad y cargas familiares, además se entregaban por carretadas y una de éstas equivalía a 500 kilos de carbón; mi abuelo recibía 6 carretadas mensuales, ya que su familia era bastante grande, también tengo que decir que los empleados recibían carbón granado y los obreros carbón molido.
En su tiempo mi abuelo era un hombre alto, fornido, típico campesino criado con todo lo que la naturaleza le entregó en sus tiempos de niñez. Él nos contaba cómo había sido su infancia. Ahora su cuerpo ya está cansado por el trajín del tiempo. Nos juntaba a los ocho nietos, unos más grandes y otros más pequeños, y contaba historias del campo donde él vivía. Que muy temprano, casi de madrugada, se levantaba para ordeñas las vacas para después irse a la escuela rural. Allí aprendió a leer y escribir a medias, nos decía que se aburría porque debía caminar mucho todos los días, dos horas para llegar y dos horas para regresar, junto a otros tres amigos; pero igual se esforzaba porque quería, a lo menos, saber leer y escribir. “Yo nunca conocí como ahora el zuncho, el trompo, las bolitas, el volantín, eso para nosotros no existía; sólo me entretenía cazando lagartijas, matando pajaritos, jugando con algunos animales. En una oportunidad logré ver al león que bajaba de la montaña, en tiempo de escarcha, hasta nuestro patio a comerse algunas aves y corderos que mi taita criaba.”
La historia que más nos gustaba y que mi abuelo nos contaba, era cómo conoció a Gregoria, nuestra abuela. De eso ya han pasado casi 37 años y yo tampoco recuerdo mucho de sus historias, pero lo que sí recordamos con nuestros hermanos es que la conoció en un largo camino que estaba junto a un arroyo, donde él bajaba junto a su enorme y hermoso perro, a quien llamaba Tulipán Negro por una capa que tenía una tía, a quien no le simpatizaba mucho y siempre lo regañaba. Cuando iba a su casa, lo llamaba y le decía “pásame el tulipán” que era una enorme capa negra y, como su perro, el que le había regalado su amigo Panchito, era negrito, él le puso Tulipán Negro, con quien bajaba al arroyo, llevaba su jarro y su bolsa de harina tostada que mi tatarabuela le preparaba. Allí la conoció.
“En esos tiempos -nos decía- no se hablaba de amor, sólo las miradas y algunos gestos te demostraban que allí algo pasaba. Por lo menos yo tendría unos doce años y siempre la encontraba junto al arroyo. Un día llevé dos jarros para invitarla a tomar agua con harina, me miró y no aceptó, yo ya sabía que sería mi compañera para toda mi vida. Luego me vine a Lota y recuerdo que lo único que le hablé es que volvería a buscarla, que me esperara junto al arroyo, ni siquiera sabía cómo se llamaba. Llegue a Lota, conocí a otras niñas, yo era alto para mi edad, ellas no me atraían, no me interesaban, escuché muchos comentarios desagradables hacia mí, pero mi pensamiento y mi corazón estaban allí, en mi tierra, en mi camino largo para llegar hasta Gregoria; por lo tanto, sólo me dediqué a trabajar, no tenía ni siquiera doce años. Primero fui mensajero, porque algo sabía leer, y luego fui tarjetero. Yo quería ganar y ganar dinero, sabía que tenía un compromiso que cumplir y me animé y fui a la mina como barretero, no me importaron las historias que ya conocía, esas terroríficas, que muchas veces hacían que algunos jóvenes no bajaran a la mina. Al tiempo volví al arroyo, nuevamente con mis dos jarros y mi perro, y ahí estaba y la invité, ahora con una sonrisa sí me aceptó. Fui el hombre más feliz, algo nació dentro de mí, estiré mi mano y la toqué, toqué su rostro por primera vez. Luego fuimos con mis papás y pedí su mano -nos decía-, no fue fácil ya que éramos muy jóvenes y yo debía traérmela a Lota. Pasaba el tiempo y debí viajar varias veces para poder convencer a Don Wenceslao Poza, quien más tarde sería mi suegro y su tatarabuelo. Una vez teniendo su permiso nos venimos a Lota.
Nos casamos, lo que más me recuerdo es que nunca la besé, sólo tomaba su mano con mucho respeto, cariño y cuidado, para no hacerle daño. Estando casado, tu abuela me comentaba en la cena después de llegar de mi trabajo, que era muy agotador ya que trabajábamos doce horas, que desde que vine a Lota, ella bajaba todos los días al arroyo y al mirar las aguas veía mi rostro reflejado en ellas. Como se pueden dar cuenta, a su abuela también la había flechado cupido.”
Mi abuelo era choro, encachado, simpático y cariñoso. Cuando falleció, a la edad de noventa y seis años, dejó un gran vacío en nuestro hogar, en mis hermanos y en especial un gran vacío en mi corazón, pero lo más importante es que dejó a mi papá, a quien amo y amare siempre. Mi papá también fue minero y lotino de corazón, y yo fui y seré siempre ‘Hijo del Carbón’.