Me lo contaron mis viejos: La niña del Mar

altHace unos años una niña de nombre Antonia, vivía con sus padres en las cercanías de Caleta Maule; era una niña normal, con sus cosas de adolescente y la vitalidad de alguien de su edad; dedicada a estudiar y ayudar a sus padres; en la pequeña casa, su vida transcurría con normalidad.


Lo que hacía notar una diferencia en su diario vivir era cuando pasaba algún forastero por el lugar, a quien se atendía con cordialidad y se le proporcionaban regalos para el viaje (comida, agua).


No era raro ver a la niña husmeando cuando aparecía algún extraño por el lugar; oculta, observaba como sus padres compartían, cosa que ella tenía prohibido ya que por orden de su padre tenía que esconderse cuando esto acontecía. La desconfianza y el amor de este padre hacia su hija lo hacían ocultarla de cualquier posible peligro y la llegada de un extraño a su hogar, era considerado un peligro para él.


Por lo mismo, ocultaba a su hija, quien debía permanecer muchas veces horas escondida, siendo vigilada por la madre, quien le suministraba los alimentos en esos largos periodos de tiempo.


Nadie podía sospechar siquiera lo que estaba por venir. Amanecía y el galope de un caballo despertó a Don Mauro, quien se levantó presuroso a ver quién se acercaba a su hogar. Era un mozo de unos 30 años, moreno, de cabellera oscura y el trabajo bruto se hacía notar al ver su cuerpo bien desarrollado.


Entre la prisa y la sorpresa, Don Mauro olvidó por completo a su hija y por lo mismo el ritual de ocultarla. Fue así como la niña, sin previo aviso, se presentó en el comedor ante la vista cautelosa del extraño, quien la observó de una manera minuciosa y comentó lo bella que era la niña, a la que el padre, presuroso, le ordenó volver a su cuarto.


“Déjela desayunar con nosotros”, dijo el extraño.


“No es adecuado que una niña de su edad esté escuchando la charla de los adultos”, argumentó don Mauro.


“¡A tu cuarto, niña! estás en camisón. Vístete y dedícate a tus labores”, le ordenó el padre.


La niña obedeció sin decir nada. El viajero, que se llamaba Fernando, sólo la observó alejarse, mirando fijamente esa delicada silueta que desaparecía ante sus ojos.


Fue entonces cuando comentó que había comprado un terreno cerca, que serían vecinos y que podían ayudarse y compartir como tales. Don Mauro no se alegró con la noticia. Vio en ese hombre un peligro para su niña, quien a sus 15 años aún no sabía nada del amor y nunca había siquiera fijado su atención en nadie.


Los días transcurrían normales y una nueva visita de Fernando llegó a inquietar la tranquila personalidad de don Mauro, quien a la distancia levantó su mano, saludando.


La niña ayudaba a su padre y una vez más su mirada se cruzó con la de aquel extraño, una mirada tierna, pura, inocente; mientras él veía en ella la oportunidad de una nueva aventura, de divertirse, sin pensar siquiera en el daño que esto podría causar.


Fue así como se inició esta furtiva y dramática historia de amor, entre una adolescente tímida e inexperta y un hombre aventurero y mujeriego.


Sus encuentros fueron pocos, pero bastaron para que la niña se enamorara de Fernando, quien aprovechando esto hacía y disponía de la vida de la joven, logrando que saliera a escondidas de su hogar y que mintiera a sus padres en su asistencia al colegio, tiempo que aprovechaba Fernando para hacer realidad sus locuras con Antonia.


Pasaban los días y el padre de Antonia empezó a sospechar y a desconfiar de su hija, al punto de vigilar cada paso, cada mirada, entre ella y Fernando cuando éste los visitaba, ya que ahora eran vecinos y no había necesidad de ocultar a la niña; se veían cada vez que él los visitaba.


Fue así como una noche descubrió el amorío que había entre su hija y Fernando, sin comprender cómo un hombre que le doblaba en edad podía seducir así a una niña, ¿con qué intención?, ¿qué lo impulsaba a aquello? Porque él estaba seguro que no era por amor.


Se enfrentó a aquel hombre, encarándole la maldad de su proceder. Mientras la niña decía estar enamorada y que no era una niña, que era mujer y merecía estar con el hombre que amaba. Fue en ese momento, cuando el padre decide ponerle término a esta aberración, según él, y Fernando sólo explicó que la niña se le había insinuado y que él, como hombre, no podía quedar mal.


Producto de esto, el padre encerró en un cuarto a su hija, alejándola de todo contacto con el mundo exterior y así lograr, por fin, alejarla para siempre de Fernando. Pero todo fue en vano, la niña seguía sufriendo por su amor y más aún al descubrir que en su vientre llevaba el fruto de aquel gran amor.


Los meses pasaban y Fernando, en busca de mejores frutos, vendió su granja y se fue del lugar, sin siquiera pensar en aquella niña y sin estar enterado que pronto sería padre.


Con esto, el padre liberó a la niña de su cautiverio y la dejó andar tranquilamente por el lugar; ella pudo continuar con sus paseos a la playa, mientras su bebé crecía en el vientre, sin ella saber que el término de su vida esta muy cercana.


Sus paseos a aquel lugar mágico en donde se sentía segura y tranquila, fueron diarios. Su llanto, su pena, su incesante pensar, la estaban llevando al fondo del abismo; nunca tuvo noticias de Fernando, sólo lo que su padre le dijo, que se marchó del lugar reconociendo que sólo había jugado con ella y que no era hombre de hogar como para asumir un compromiso.


Sin que sus padres lo notaran, la niña sintió la hora del parto y sola se fue de madrugada a orillas del mar, donde sus gritos y su llanto se mezclaban con los ruidos de los animales nocturnos que parecían estar más alborotados aquella noche. Nació un niño, que envolvió entre sus ropas y observó por largo tiempo, le canto, lo meció y lo arrulló entre sus brazos. Fue en ese momento de tristeza que Fernando volvió a sus pensamientos y sin pensarlo entró a las frías aguas de aquel mar, con su hijo en los brazos, sin razonar, sin hacer súplica del llanto de ese niño, se fue adentrando más y más en las profundidades de esas aguas, hasta desaparecer totalmente.


Fue sólo en la mañana que los padres notaron su ausencia y comenzó la penosa búsqueda. Fueron dos largos días, hasta que por fin un lugareño encontró rastros de la terrible desgracia. A orillas de la playa estaban las vestiduras ensangrentadas de la joven y los restos de sangre dieron a saber lo sucedido.


Los padres no pudieron soportar el dolor de la pérdida de su hija y se fueron del lugar, recordando siempre que su hija se fue por culpa de un hombre que no tenía corazón, un extraño, como le llamaban ellos. “Tanto protegerla -se decían- y terminó así.”


Se dice que en las noches se escucha el llanto de la madre y del niño a orillas de la playa y que todos los 11 de octubre, pasada la medianoche, se puede ver a Antonia a orillas de esa playa, acurrucando a su bebé y apenas empieza a amanecer, entra nuevamente a las profundas y frías aguas, sin dejar de llamar a su amado Fernando.


Fue así como, una vez más, un amor desenfrenado logró arrebatar dos vidas inocentes y destruir la tranquilidad de una familia.


Fernando fracasó en sus proyectos, perdió todo lo que había logrado, nunca se casó y terminó sus días solo en un asilo, muriendo en una noche fría en compañía de la soledad.


Mientras, en la localidad fue muy comentada esa desgracia, la que con el paso del tiempo se transformó en una leyenda del lugar que, según se dice, no se sabe si fue verdad o sólo una leyenda más del sector carbonífero, como tantas otras.

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