Según la más férrea tradición, las mujeres no bajan a las minas pues son consideradas ‘mala suerte’. La triste realidad es que la mala suerte no era más que una simple creencia de épocas pretéritas, por la cual a las mujeres se les tenía estrictamente prohibido el bajar a una mina ya que, según la leyenda, la madre tierra, atormentada de celos, liberaba el grisú, un gas maligno invisible y cuyo olor no se percibía hasta el momento fatal, el cual se inflamaba y la mina explotaba.
En Lota vivía una pequeña familia, la cual estaba integrada por Antonio, un sacrificado trabajador minero, el cual había perdido a su esposa cuando sufrió una grave enfermedad al estómago; en tanto, de ella sólo quedaban sus hijas, Luisa y Marcela. Luisa era una joven de 15 años y Marcela, menor que su hermana, tenía 13 años. Vivían en el Pabellón 43, en la casa 4. Por las tardes, cuando su padre se iba al trabajo, ellas quedaban a cargo de los quehaceres de la casa; sus cortas edades no les eran impedimento para saber cocinar, ya que estaban acostumbradas a que cuando su padre llegaba le tenían la comida preparada.
Una tarde, Antonio fue a trabajar a la mina; era un día jueves, estaba atormentado por un cansancio que lo desanimaba, el cual hacía imposible la labor. Cuando por fin llegó a casa, Luisa y Marcela le tenían ya lista la comida como siempre, pero Antonio desistió de comer y les dijo: “hoy no comeré ya que he tenido un arduo trabajo, sólo quiero descansar” y se fue a acostar, esclavizado de cansancio. Luisa y Marcela se miraron estupefactas, ya que les impresionó que su padre haya rechazado la cena, ordenaron la habitación y se fueron a dormir. En ese entonces Marcela no pudo conciliar el sueño, sólo pensaba en cómo podría ayudar a su padre, ya que cada vez lo veía más débil, pensaba que el trabajo le estaba jugando sucio y que se le adelantaba la vejez. En eso, despertó a Luisa y le dijo: “Parece que el tiempo se le adelanta a papá, cada vez lo veo más cansado, pero esta vez el cansancio lo superó, me gustaría intentar ayudarlo a traer el pan a la casa”. Luisa respondió: “Ya le ayudamos con los quehaceres de la casa, le preparamos comida cuando él llega, con eso ya le ayudamos bastante; a menos que quieras ir a la mina a picar carbón y luego venderlo a algún comerciante o algo por el estilo”. “¡Eso nunca se me había pasado por la mente!”, dijo Marcela; pero, con un sobresalto, Luisa se acomodó en la cama y le dijo: “ya el sueño te está dominando, no hables estupideces y duérmete”, y se quedaron dormidas en instantes.
Cuando se levantaron al otro día, se dieron cuenta que su padre ya había partido a la faena y Marcela insistió en que debían hacer algo para ayudarlo, por lo cual salió sin avisarle a Luisa a dónde se dirigía.
Al terminar la faena, los mineros se dirigieron cada uno a sus casas. Marcela volvió también a casa, lo más pronto que pudo, para esperar a su padre al llegar a la casa. Tenía muchas ganas de decirle a su padre la idea de ayudarle a sacar carbón para luego venderlo a algún comerciante ambulante. Cuando tocaron el tema en la mesa, la respuesta de su padre fue: “No meterás ni un pie en la mina, está estrictamente prohibido que las mujeres entren en la mina” y sin dar más explicaciones, se marchó a su habitación a descansar. Luisa, atónita, le dijo a Marcela: “Ves lo que logras, te dije que no insistieras en eso, sólo faltaba que abrieras la boca para que arruinaras las cosas”; pero Marcela, completamente convencida de ir a la mina, se puso una chaqueta y se marchó. Desde la puerta, Luisa le preguntó a dónde iba y Marcela le respondió: “Me voy a la mina, no me importa lo que ese viejo desgastado me diga, tengo que ayudarlo y debo ir a ayudarlo, mamá hubiera hecho lo mismo por él”. A Luisa le surgieron una serie de sentimientos, al recordar a su madre, lo cual le hizo cambiar de parecer, siguiendo así a su hermana y encaminándose en el peligroso trayecto hacia la mina. Apenas llegaron al lugar, Marcela le dijo a Luisa: “Tenemos suerte, la mina está abierta; hay cascos por ahí, toma uno y te lo pones; yo me ocuparé de la picota, seré la encargada de sacar el carbón”. Así se internaron en la profundidad de la mina y cuando llegaron a cierto nivel de profundidad Marcela se ocupó de sacar carbón, tal y como lo había planteado. Fue ahí que escucharon un murmullo que venía de la oscuridad, era una voz de mujer, les parecía que las llamaba y en ese momento recordaron a su madre. Siguieron la misteriosa voz que llamaba desde la profundidad y al cabo de un instante la voz desapareció y se sintieron débiles e incapaces de seguir adelante. Luisa calló de sueño y Marcela, que aún siendo menor que su hermana Luisa era mucho más fuerte que ella, esta vez no pudo contra el atrayente canto gas grisú y se desplomó, dejando caer la picota junto con ella, prendiendo así una chispa que inundó el lugar de fuego haciendo que la mina explotara. El ruido fue estrepitoso y a pesar de la lejanía que tenía con el pequeño pueblito, despertó a toda la población, quienes corrieron enseguida a la zona del accidente. Antonio, quien de inmediato se dirigió a la habitación de sus hijas para decirles que no se asustaran, no las encontró, lo que lo hizo recordar el comentario de Marcela sobre ir a la mina a buscar el preciado oro negro, lo cual lo estremeció de dolor. Se dirigió al lugar y se encontró con el desastre, las voces confundían la mente de Antonio.
Luego de recorrer la zona del desastre se dirigió a lo que era la entrada de la mina y cerca de lo que había sido la puerta de la mina se encontraba la chaqueta de Marcela. En cuanto la vio predijo todo lo que había sucedido. Se estremeció en un dolor tan prominente, que le quitó la vida años después, que aún se escuchan los gritos de dolor y desesperación de Antonio, quien anda en busca de Marcela y Luisa, a quienes espera encontrar algún día para poder abrazarlas por una última vez.