Me lo contaron mis viejos: Nunca Debe Darse por Vencido

altEra de madrugada y como cada día se levantaba con gozo para ir a trabajar. Le gustaba mirar su pueblo desde lo alto del cerro Merquín. Mirar como despierta la ciudad, su gente, las chimeneas humeantes, el mar, los botes y sobre todo los barcos, cómo a la distancia se alejan y se ven tan pequeñitos.

Mirar como despierta Coronel, su pueblo que tanto ama, su gente, a quien admira por su empeño, esfuerzo, alegría, honradez y sobre todo por ser muy trabajadora. Juan era nacido y criado en la zona del carbón, coronelino de corazón y era un hombre muy orgulloso de sí mismo.

“Bueno, contaba Juan Soto, se levantó temprano como siempre, para ir a trabajar a la mina. Él estaba en el Pique Alberto, su trabajo consistía en picar las toscas que quedaban después del disparo, recogerlas y cargar carbón al carrito. Era un trabajo duro, pero a él le gustaba porque era lo único que sabía hacer y era un legado que le habían dejado su papá y su abuelo paterno, quienes le habían enseñado el oficio a los quince años. Él ahora tenía 45 años y era de semblante rudo, tosco, pero con su familia era un padre y marido afable y cariñoso; lo único que soñaba para sus hijos era que cortaran con esta tradición familiar, por eso cada día los instaba a estudiar y daba gracias que, por su trabajo, podía darles una educación para que fueran profesionales, ya que el trabajo en las minas, por ser tan peligroso y de gran esfuerzo físico, a los hombres los avejentaba antes de tiempo y como buen padre no quería eso para ellos.

En la mañana su esposa, doña Lucía, arreglaba la lonchera con el manchi para don Juan, mientras él desayunaba un delicioso caldo de papas con harina tostada que ellos mismos hacían, tostando el trigo en una callana, caldo que se servía como si fuera el mejor manjar. Antes de irse a la mina se encomendaba a Dios, ya que era un hombre muy creyente.

Ese día llegó como de costumbre a la mina, donde se encontró con todos sus compañeros y el capataz, para bajar al lugar de trabajo. Su cuadrilla era de siete trabajadores, no eran amigos pues todos eran de carácter y principios muy diferentes. Por ejemplo, a don Pedro le gustaba salir de parranda con otros compañeros y llegar a su casa borracho, dando problemas en su hogar, lo cual Juan no compartía y le aconsejaba para que cambiara su manera de vivir.

Estaban trabajando y faltaban alrededor de quince minutos para que sonara la sirena que da a conocer el mediodía. Cuando de repente sintieron un gran estruendo, ruidos inmensos y el polvo inundó el lugar. No se veía nada a pesar de la poca luz que tenían, porque el polvillo del carbón envolvió el lugar, se veía y se respiraba solamente carbón. Ellos pensaron que era su final, que hasta ahí había llegado su vida. Sentía gemidos de dolor de los golpes que habían recibido por la explosión y de la incertidumbre que reinaba, ya que no sabían hasta cuándo les iba a durar el aire o si alguno estaba mal herido. Cuando se disipó un poco el polvillo miraron a su alrededor, vieron grandes rocas por ambos lados y notaron que quedaron atrapados en un espacio no mayor a tres metros. Para poder respirar se pusieron los pañuelos o fallamanes en la boca, para poder purificar su aire. Don Juan recordó el lugar donde estaban en el túnel, ya que era como su segunda casa, conocía cada rincón, cada centímetro, y de repente se le alumbró que si cavaban por una dirección hacia arriba y por la orilla del lugar en que estaban, podían llegar a otro túnel que estaba en paralelo. Entonces incentivó a sus compañeros a cavar con toda sus fuerzas, les dijo que las máquinas no podían entrar a socorrerlos porque podían hacer un derrumbe mayor y quedar sepultados. Entonces, con la esperanza que tiene un moribundo por la vida, cavaron con mucho tesón, pero ellos no sabían que los compañeros de las otras cuadrillas también cavaban de afuera para poder socorrerlos. Así pasó la mañana del 10 de septiembre y terminó el primer turno, llegó el segundo turno pero, en honor al compañerismo, ningún minero del primer turno se fue y siguieron ayudando en su rescate.

Cuando estaba por anochecer, llegaron cavando a un punto en que entró luz, el agujero se agrandaba; al ver ellos el rostro de sus compañeros, no lo podían creer. Para ellos era como haber resucitado, era un renacer, pensaban en la amargura en que debían estar sometidas todas las familias y en la dicha de volver a salir. Al juntarse con sus camaradas, los abrazos entre salvadores y salvados inundaban el lugar y las lágrimas que caían de sus ojos quemaban sus negras mejillas.”

Don Juan Soto ahora es jubilado, rodeados de sus nietos cuenta esta historia a quien quiera escuchar, donde él enseña que uno nunca deben darse por vencido, cualquiera fuera la dificultad, porque uno todo lo puede superar con la ayuda de Dios. La fe y el deseo de salir adelante siempre lo debemos tener.

Etiquetas
Estas leyendo

Me lo contaron mis viejos: Nunca Debe Darse por Vencido