En cada pueblo hay un personaje que todos conocen e identifican.
Sin tener nombre ni apellido, el seudónimo basta para entornar una sonrisa a la nueva travesura del protagonista.
Por el año ´85, bajo el régimen militar, Lota recibió al General Pinochet con un fuerte contingente militar.
Una de las tareas de los carabineros, de todos los trabajos que como institución tenía, era ‘limpiar las calles’. El mismo día de la visita, una patrulla recogió a nuestro ‘hombre perro’, también llamado Zorrón.
Zorrón era tranquilo, pacífico, sin vicios. Vivía su propio mundo. Caminaba por las calles explorando tachos de basura en busca de comida. Vestía con andrajos y por mucho abrigo que llevara no ocultaba sus particularidades masculinas. No había dudas respecto a su virilidad, que era motivo de burla entre miradas socarronas. Si las féminas de burdeles concluían ebrias, éstas le buscaban para experimentar placer en algún rincón de la feria, satisfaciendo su hambre con este hombre silencioso.
La compañía de sus seis u ocho perros era vista desde lejos, la comunicación entre ellos era innegable; fieles a su amo, se perdían por un instante para llevar en el hocico un manjar que todos compartían.
Ubicar a Zorrón en el móvil policial no fue una tarea difícil, respetaba el uniforme.
Lo primero, cuando fue ubicado en el patio interior, era manguerearlo, fueron tres los chaperones que se dieron a esta tarea quitándole los andrajos. Había que hacer tratamiento completo, primero remojar, luego bañarlo de pies a cabeza. La tarea no era fácil, porque para describir su olor fétido no había vocablo en el diccionario español. Descubrieron su melena fusionada a la barba con piojos blancos, al afeitar y cortar el pelo aparecieron unos ojos claros de mirada ausente. Zorrón no discutía, a ratos tiritaba pero se dejaba hacer, como un infante.
Un médico de la institución lo examinó detenidamente sin encontrar dificultad en los pulmones, tenía los ojos sanos y buen color de piel, tenía sus dientes cariados, le faltaban algunas piezas pero estaba en su totalidad saludable.
No hubo problema para encontrarle ropa interior, camisa y pantalón; la dificultad existió en hallarle zapatos, el hombre calzaba número 45, con los mormones consiguieron unos mocasines café. Después de la ducha y cambio de ropa surgió un individuo alto, ojos intensamente verdes, cabellera castaño claro, nariz aguileña.
A las quince horas lo pusieron en libertad. El cabo encargado, despidiéndole dice: cuide su ropa, se ve ‘encachado’, la gente no huirá. Además, no debía acercarse a la plaza hasta que fuera de noche, iba bien comido y no necesitaba hurguetear los basureros. Con esos consejos quedó un tanto tranquilo y confiado en que su nuevo amigo no se acercaría por el centro.
Caminó lento escalinatas abajo, desapareciendo de la vista de carabineros que en su totalidad habían salido a despedirse. Cuando llegó bajo el túnel de ‘Los Tilos’, Zorrón se perdió sobre los durmientes y caminando detrás de la feria, poco a poco, se fue quitando las ropas.
Cerca de la estación, el hombre guapo de ojos verdes era un pordiosero más, en algún charco se había enlodado dejando ver su trasera barrosa. Mirado frontalmente, pantalones rasgados de la cintura y sujetos por las bastillas, lucía su gran humanidad que aún estaba limpia. En un montículo al sol, con su dorso cubierto por una camisa sin manga, se le podía ver engullendo un pescado crudo.
La visita especial que tenía Lota estaba en la Plaza de Armas. Desde el kiosco discursaba ofreciendo la doble para el minero que se retirara.
Tres perros no pararon de ladrar a los pies de la escalinata, los milicos a culatazos con los canes que se defendían mostrando sus colmillos. Uno arremetió contra un milico tomándolo de un tobillo y rompiendo el pantalón. Una red cayó sobre ellos y amarrados los sacaron del lugar en vehículo militar, las miradas siguieron hasta que el furgón se perdió por calle Matta.
Poco a poco se fue dando oídos a un aullido, después le siguieron otros haciéndose más fuerte hasta que todo el perraje de Lota, al unísono, aullaba de forma lastimera y larga. Unos muchachos cerca de la estación quisieron saber con certeza de dónde era el perro que lastimosamente lloraba, no consiguieron su objetivo por que de todas las casas los quiltros lloraban.
Ya cuando la tarde oscurece, del mar emergió un quiltro rengueando, adolorido, goteando sangre, con el hocico y un ojo hinchado. Todo a mal traer llegó hasta donde su amo, con dóciles ladridos, junto al Zorrón, quién con aullido feroz y largo le acogió y en un abrazo eterno se adormiló.
Desde entonces, cuando la jauría de perros llora sin saber un porqué, se comenta que Zorrón, caminando con sus amigos por Lota, les llama.