El cierre de Enacar fue el 16 de Abril de 1997. El comercio sintió económicamente el desempleo de lotinos y los pueblos vecinos, con ello se ultimaron la labor y el ingreso de muchas personas, no sólo de mineros, también había empresas contratistas haciendo limpieza en la planta de lavados, auxiliares, locomoción y más. Otros que no fueron considerados son quienes recogían el carboncillo de la playa, los que recuperaban el carbón en ‘El Chambeque’, los negocios en los barrios y los ambulantes.
Doña Isabel tenía su propio kiosco, ubicado en el jardín de un familiar que le arrendaba en la bajada del Matías, frente al Casino de Mayordomos, camino a la mina; vendía cigarros, chicles, caramelos, galletas, jugos, bebidas, pan amasado, queso fresco y añejo. No faltaba quién le pedía un manche y como charra bien servía una bebida.
Cuando los mineros iban al pique en busca de algún dirigente que deambulaba cerca de los baños, hacían el trayecto a pié, especialmente los lunes por la falla del día en el primer turno; o cuando los dejaba el bus quedando en tierra, se veían obligados a caminar todo ese trayecto que les significaba 15 minutos a paso raudo, difícil era que otro vehículo los trasladara hacia la entrada. Las mujeres muchas veces hubieron de hacer este trayecto a pié para dialogar con la Asistente Social, quien detenía parte del sueldo si era borracho o estaban separados, o las jovencitas, cuando eran madres solteras y el bribón no quería reconocer su carga, esta matrona las ayudaba a resolver estas penas tan comunes.
Al clausurar las minas doña Isabel ya era cincuentona, con tres niñas estudiando en la secundaria y la menor ya estaba en octavo. Su humanidad de cien kilos hacía difícil cambiar de labor, los quince años de negociante se quedaron sentados en sus caderas.
Afligida por su pequeña empresa tocó varias puertas, conversó con todos los dirigentes y algunos jefazos pero ninguno resolvió a su favor, al no pertenecer a la empresa directamente no tocó nada. Más aún, algunos olvidaron sus ‘fiaos’. Cuando se finiquitaron, olvidaron a la doña que les salvó del ayuno en más de una ocasión.
La señora Isabel, apodada por los mineros como ‘la enana’, cambió el modo de vender y salió por las calles a ofrecer pan amasado; no le fue bien, pues la mayoría hace su propio pan y los otros gustaban del pan de fábrica, como se le llamaba al de la panadería de Lota Bajo.
En el verano una comadre le enseñó a preparar humitas y desde Lota Bajo a Playa Blanca se iba en bus para vender su rico manjar, gritándolo cada cierto paso: “¡las ricas humiiiiitas!, ¡cuatro en mil, mis ricas humiiiiiitaas!” En diciembre y enero los choclos son económicos y es negocio lo de las humas, en febrero y marzo volvió al canasto con los quesos traídos de Arauco y en otro brazo con el pan amasado, insistiendo con un modelo más personal y con chicharrones. Cuando necesitaba cubrir alguna deuda que la afligía, hacía dulces y los gritaba por la feria: “¡a cien peeeesos mis ricos pajariiiiiitos!” Fue dándose a conocer con los feriantes establecidos, quienes estaban celosos de sus colegas minoristas, porque ellos pagan un impuesto a la Municipalidad y los ocasionales o ambulantes como ella no cancelaban, pero debía tener ojo con carabineros o los inspectores municipales.
Doña Isabel con su gran personalidad y su encanto comercial, tenía conquistada a su clientela. Sus carcajadas resonaban a más de una cuadra, muy simpática alegaba de su mano de monja por los sabrosos manjares que vendía.
En la esquina de Monsalves con Cousiño se vive un desafinado concierto de ruidos y gritos: “Mamita, falta uno a Lota Alto, ayudando con sus bolsos para el taxi”, “¡Lleve papas cañetinas, se las dejo en su casa, mi reina!”, “¡Quién va al Morro, falta uno p’al Morro!”
Un predicador se esfuerza por opacar el ruido destemplado, intenta distinguirse con su labia y con su inmenso amplificador, empaña algo las notas discordantes.
Los vehículos y los transeúntes hacen dificultoso el tránsito vehicular en esa curva.
Las veredas están ocupadas con cajones de tomates, lechugas y limones. En esta esquina hay dos líneas de colectivos, el desorden existente es un plato de tallarines. Los olores son diversos como los ruidos, las personas se acopian en la esquina a escuchar o esperar. Antes de entrar a la feria está la Challo con sus frutos secos que garantizan la baja del colesterol, como las nueces, pasas, maníes, aceitunas, almendras y otros. Al frente, están las cebollas y papas, los vendedores gritan y recalcan que son de Cañete por su rico sabor. Casi siempre están Óscar o El Cabildo quienes ayudan a armar o desarmar cuando la clientela se retira, más o menos a las 18 horas en verano y en invierno a las 16 ya se están guardando, en las tardes heladas.
Siguiendo la misma vereda, por Cousiño sobresale un quitasol azul y la voz gruesa de una mujer corpulenta, de melena rubia y con delantal azul, sentada en un minúsculo piso, invita a degustar su producto. Con un cigarrillo en sus gruesas manos de uñas pintadas, la señora Isabel exhibe un gran bol de plástico con su humeante producto , y a grito pela’o dice:
- “Lleve probadiiiitas mis ricas salchichitas.”