Es el horario tradicional de la siesta, costumbre aún arraigada en Iquique. Camino de vuelta desde la Universidad en que trabajo por la costanera Arturo Prat. Al par de cuadras de iniciado el recorrido me encontré con una nueva marcha antimigrantes, quizás tan masiva como la de ayer.
Encabezaban la manifestación personas de distintos colores, de una clara extracción popular. Tras ellas venían personas más blancas, en autos. La gran mayoría portaba banderas negras, chilenas, whipalas y wenufoyes. En los primeros tramos eran banderas improvisadas, hechas de bolsas de basura negra. Las de los autos no, evidentemente. Eran banderas de tela, cada vez más grandes, varias por mano. Desde los autos sostenían también grandes afiches, mandados a hacer profesionalmente, que decían “fuera la delincuencia” o “no más venezolanos”. Más atrás, en una curiosa segmentación de clase, venían aquellos autos tan grandes y nuevos, que solo se ven en Iquique. O tal vez en las zonas mas pudientes de Santiago. Les seguían colectiveros, incluso algunos vehículos de rescate. Finalmente, enormes camiones altisonantes y ubicuos.
Durante la semana había podido ver, de camino a la Universidad, entre las 7 y 8 de la mañana, a muchos y muchas migrantes levantando presurosos sus pertenencias del lugar en que habían pasado la noche. El desalojo es permanente. Guardando frazadas y armando mochilas, les niñes, medio dormidos, no hacían más que ayudar a sus cuidadores. A esa hora comienza su deambular por la ciudad. En viaje permanente acarrean bolsos, carpas, coches, juguetes, botellas de agua e implementos de trabajo. A esa hora andan recorriendo las calles la policía, la policía marítima, y la guardia municipal. Ya no quedan carpas en las playas desde la semana anterior. La pregunta es ¿Dónde están todas esas humanidades precarizadas que no tienen un lugar donde calentar agua para tomar un café o preparar la leche de les niñes, ni para lavarse la cara? Deambulan. De aquí allá. Se protegen del sol que quema y hace llagas, que deshidrata y que no es el mismo sol que regocija a turistas que vienen de descanso en trajes de baño a morenizar la piel, pero para que quede dorada, como en las películas. Tampoco es el sol de quienes -muchos- están haciendo deporte muy temprano con zapatillas, relojes y ropas de marcas impagables. ¿Dónde comen fruta y alimentos nutritivos esos niñes? ¿Dónde van a la escuela? ¿Dónde juegan?
Les niñes migrantes no tienen sobrepeso. Esa es una de las cosas en las que pienso cuando los miro por las calles de Iquique. Sus pieles están resquebrajadas, están con ropas inadecuadas para su edad y para la temporada, y sus miradas son extrañas. Sería muy fácil decir que son tristes, pero creo que es más complejo que eso. Los grandes viajes, el hambre, el frío, la insolación, la falta de techo y protección no logran hacer desaparecer su ternura, aquella que se hace ausente con los años. Se ríen, ¡Sí, se ríen cuando te piden una moneda o intentan venderte alguna golosina! Y juegan aún, con sus hermanes y amiguites, en medio de las gentes que no los miran, porque de verdad, no los ven. Me pregunto, todo el tiempo, ¿Qué humanidad es aquella que me podría impedir ver la mía en la de otres?
Pienso también en mi trabajo, que puede parecer superfluo ante tanto horror. Entre libros y notas apuradas, intento reflexionar cómo las ideas nacionales y nacionalistas surgidas hace más de 300 en Europa, y con una historia en permanente desarrollo en América Latina desde 200, se entrecruzan aquí y hoy, en este encuentro con la otredad (¿o la mismidad?). En medio de calles que ostentan nombres de héroes patrios, exaltados como figuras de respeto por asesinar a otros seres humanos, justificados por la fantasía de una comunidad que existe a través de un trapo mitificado que se diferencia de los otros trapos por los colores, o por la ingenua idea de independencia. Me pregunto cómo se hace para desanudar las amarras que nos han dejado siglos de guerras y enfrentamientos, y que hoy nos impide mirar a las y los demás a los ojos. Porque en eso está la clave, mirar a esos yoes que no son yo a los ojos, sentir en la carne el dolor y acompañar: duelar, como dice Judith Butler. Y desde ahí, hacer política. Una política que se niegue a deshumanizar, que encuentre formas heterogéneas de resistencia activa.
Mientras escribo, ya viene la marcha de vuelta. La violencia de la policía incluso parece menos radical, porque la violencia acústica de las motos, las bocinas y los camiones ubicuos no te deja pensar ni sentir. O más bien sí, porque logra que la rabia te embargue hasta las tripas. Porque, después de todo, la ciudad agoniza de odio.
Cristina Oyarzo Varela.Historiadora.Instituto de Estudios Internacionales, UNAP.