A esta altura va quedando nítido que la creación de la llamada Nueva Mayoría fue un habilidoso pacto electoral de la vieja Concertación y del Partido Comunista para obtener el Gobierno. No se trataba, desgraciadamente, de una alianza ideológica ni programática para ponerle término a la posdictadura y emprender cambios drásticos en la institucionalidad y el sistema económico social que nos rige. Aunque las promesas de campaña de Michelle Bachelet y sus primeras implementaciones sí tienen en mérito de haber tenido en cuenta las demandas ciudadanas, provocado la bochornosa atomización de las expresiones más vanguardistas, como fomentado la desmoralización de una derecha incapaz de mantener un mínimo de armonía. No en vano, los que apostaron a otras candidaturas presidenciales buscan ahora prosperar en fórmulas de integración, mientras que a algunos dirigentes de las quebrada Alianza por Chile les asiste el consuelo de que finalmente fueron sus ideas y las de la herencia pinochetista las preservadas y administradas por las última cinco gestiones presidenciales.
No podría entenderse de otra manera cuando todavía siguen vigentes la Constitución Política de 1980 y la pobre representatividad de nuestro Parlamento, mientras se nos reconoce como uno de los países del mundo que mejor aplicó las recetas neoliberales que, sin duda, nos prodigaron millonarias inversiones extranjeras y un sostenido crecimiento económico. Al precio, como se sabe, de profundizar las inequidades, hacer caso omiso de los derechos laborales y producir la más acentuada concentración de la riqueza. Objetivos que históricamente son consecuentes con el pensamiento político de todas las expresiones de las derechas en el mundo, tanto como de sus regímenes autoritarios.
La estratagema de quienes consolidaron esta Nueva Mayoría podía parecernos ingenua cuando prácticamente todas sus figuras ya habían gobernado por más de veinte años y envejecían en el poder en una connivencia hasta escandalosa con los hijos del Régimen Militar, las cúpulas empresariales que siempre financian sus campañas electorales y, desde luego, con la anuencia de los poderosos medios de comunicación que, habiendo sido adictos a la Dictadura, los gobiernos concertacionistas buscaron seducir a cambio de garantizarles impunidad, a sabiendas de como justificaron, alentaron u ocultaron los crímenes del Régimen Militar. No es de extrañar, entonces, que al menos cinco ministros de este nuevo gobierno se hayan hecho presentes, la semana pasada, en la cena anual de la Sociedad Nacional de la Prensa, entidad patronal que agrupa a los medios de comunicación uniformados en la defensa del orden establecido. El mismo que algunos incautos o cínicos voceros del oficialismo prometen “pasarle una retroexcavadora” bajo la actual administración.
Cada día con más claridad se aprecia que la Reforma Tributaria apenas se propone el loable objetivo de reunir recursos para encarar las reformas educacionales. Que no se propone, como se dijo, de “hacer justicia tributaria”, redistribuir la riqueza, ni contribuir a una mayor equidad social. El mezquino reajuste que se plante al salario mínimo viene a corroborar esta situación, es decir que los tributos que se le impondrán a las utilidades de las empresas en ningún caso lograrán evitar la riqueza extrema ni corregir los ingresos paupérrimos de la inmensa mayoría de los trabajadores. Una cuestión que también es de la esencia del “exitoso” modelo económico heredado.
Tampoco es posible asegurar, todavía, que las reformas al sistema educacional chileno puedan alterar una realidad en que lo privado se ha sobrepuesto a lo público y el lucro, a los objetivos de calidad. Tal parece que lo que podrá hacer el Gobierno es inyectarle más recursos a la instrucción pública y a las universidades del Estado para poner más equilibrio en un sistema que viene discriminando groseramente en favor de los más ricos, a la vez que dejar languidecer a la educación municipalizada, cada vez con más establecimientos clausurados y menos estudiantes. Tal como también es un hecho que los planteles de Educación Superior estatal, si todavía manifiestan los mejores estándares, se debe a su paulatina y soterrada “privatización, cuanto al abandono de actividades que eran propias de su condición pública.
Aunque apenas cumple sus primeros cien días, éstos parecen suficientes para intuir que en cuanto al régimen previsional y sistema de salud, las propuestas sean todavía menos audaces y veloces si recién las autoridades están recabando opiniones y armando comisiones de estudio para definir qué hacer. Varios observadores ya han notado la indefinición que todavía reina en La Moneda respecto de cuál mecanismo utilizar para que el país se dote de una Constitución democrática y refrendada por el pueblo. Tal como ya queda en evidencia que la reforma electoral que se discuten en el Congreso Nacional sólo se propone remozar nuestro sistema binominal de tal forma de no alterar demasiado la actual correlación de fuerzas del duopolio político.
Lo peor es que en menos tiempo de lo pensado la Nueva Mayoría está manifestando disensos internos y una muy torpe convivencia entre sus socios. Aproximándonos a los peores momentos de la Concertación, las desavenencias suben de tono respecto de las primeras medidas y proyectos del Ejecutivo. Si bien éstas todavía no consolidan un vendaval, la verdad es que aire ya está bastante enrarecido y turbulento, cuando a todas luces se consolidan dos polos o “sensibilidades” que se expresan en los consejos de gabinete y en las cámaras legislativas.
El propio presidente de la Democracia Cristiana, Ignacio Walker, es el primer protagonista en manifestar sus desacuerdos: en un comienzo con el P.C y, ahora, con socialistas y pepedés. Incluso ha llegado a participar en reuniones públicas para asegurar que su Partido será el garante en defender a los sectores que se sienten amagados por las reformas educacionales. Una actitud que ya convence a los otros referentes del oficialismo de ir abriendo diálogo, para recuperar o atraer a políticos de izquierda para ampliar la base de sustentación y el perfil ideológico progresista de la Nueva Mayoría. Una aspiración perfectamente posible de consolidar cuando en estos sectores fuera del stablishment, como se dice, reinan más las apetencias individuales de sus dirigentes o cabecillas que sus convicciones ideológicas.
Pero estas tensiones lo que más amenazan es con ponerle freno a los cambios anhelados y demandados por una población cada vez más consciente de sus derechos, cuando se sabe que la ventaja de la Nueva Mayoría sobre las distintas expresiones de la derecha en el Poder Legislativo depende del disciplinado comportamiento de sus bancadas partidarias, como que sus diputados y senadores no cedan al discurso y las tentaciones de la oposición derechista. Cuyas críticas y horrendos augurios alcanzan mucho más penetración en la opinión pública justamente por la hegemonía que siguen ejerciendo en el sistema informativo nacional.
En definitiva, enfrentamos un panorama que sigue acotando la política a la acción de las cúpulas, las cuatro paredes de La Moneda y los pasilleos del Legislativo. Luego que el actual gobierno poco a nada haya hecho para fortalecerse en la calle y las organizaciones sociales que, de haber manifestado esperanza en la Nueva Mayoría, derivan en un nuevo y peligroso desencanto.
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