Hace 80 años, el 09 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzaba una segunda bomba atómica sobre Japón. Tres días después de la destrucción de Hiroshima, el infierno nuclear se desataba sobre el puerto de Nagasaki, en uno de los más horribles crímenes de guerra contra un país prácticamente derrotado. Una maniobra militar que buscó impedir una inminente ocupación soviética de Japón y expansión del comunismo como ocurrió con Europa del Este, así como realizar una demostración de la capacidad nuclear ante la URSS en una de las primeras maniobras de la Guerra Fría, antes que terminara la Segunda Guerra Mundial, la que se produjo con la rendición incondicional de Japón el 15 de agosto de ese mismo año.
Esta semana se cumplieron 80 años del lanzamiento por Estados Unidos de dos bombas atómicas sobre Japón. Una, de uranio, bautizada como Little Boy (Niñito) sobre la ciudad de Hiroshima, con 350 mil habitantes, y la otra, de plutonio, Fat Man (Gordo), sobre la ciudad portuaria de Nagasaki, con alrededor de 240 mil habitantes.
El saldo de muertos por ambas bombas atómicas se estima en alrededor de 300 mil, de los cuales 140 mil perecieron instantáneamente. Por supuesto los servicios de inteligencia de Estados Unidos sabían perfectamente bien que en Hiroshima y Nagasaki casi la totalidad de los habitantes eran civiles sin capacidad militar ¿Por qué, entonces, para qué, ordenar la aniquilación nuclear de ese modestísimo rincón del ya derrotado Imperio Japonés?
Todas las potencias militares participantes de la Segunda Guerra Mundial, habían aceptado lanzar ataques brutales contra la población civil, como parte de la estrategia para desmoralizar a la gente y paralizar la actividad industrial del enemigo.
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Alemania y Japón lo hicieron con brutal eficiencia, mientras pudieron. Stalingrado y Chong King fueron las primeras vitrinas del genocidio despiadado de civiles, que en su mayor parte eran mujeres y niños. Estados Unidos y Reino Unido por su parte, hicieron lo mismo a partir de 1942, llegando a extremos de brutalidad con los bombardeos de las ciudades alemanas de Dresde y Hamburgo, que fueron arrasadas y donde perecieron decenas de miles de civiles.
La aplastante victoria del Ejército Rojo, un avance que fue bautizado como «la aplanadora soviética» y que aniquiló dos tercios de toda la fuerza militar de Alemania y sus aliados, forzó la rendición de los nazis en mayo de 1945 y permitió que Estados Unidos pudiera invertir la mayor parte de su capacidad bélica hacia el Pacífico, gracias a que ya mediados de 1944, la aviación norteamericana dominaba por completo el espacio aéreo del Japón, sin contrapeso alguno.
Las 64 ciudades más importantes del país asiático fueron reducidas a escombros, y resultó particularmente horrible el bombardeo norteamericano sobre la ya indefensa ciudad capital, Tokio, en la Navidad de 1944, donde se estima que alrededor de 400 mil personas perecieron bajo las bombas incendiarias.
Pero lo que hoy, casi sin excepción, se preguntan los historiadores y analistas estratégicos, es ¿cómo Estados Unidos, ya vencedor indiscutido, se atrevió a utilizar el más diabólico instrumento para generar el infierno mismo sobre otros seres humanos?
El presidente Harry S. Truman informó al Congreso de los Estados Unidos cuando el hecho ya estaba consumado en Nagasaki. En su discurso afirmó que había autorizado el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Japón, únicamente para salvar la vida de 500 mil jóvenes estadounidenses que morirían si se continuaba la guerra.
En otro discurso, el 1 de junio de 1945, Truman había declamado ante el Congreso que no habrá paz en el mundo mientras no se aniquile la capacidad militar del Japón. Y agregó que si seguía oponiendo una resistencia irracional, ese país sufriría una destrucción similar a la que sufrió Alemania.
Sin embargo, dos amplios reportajes realizados por medios que son totalmente favorables a Washington, coinciden ahora en denunciar que en realidad el presidente Harry Truman estaba engañando al Congreso y a la nación. Se trata de las publicaciones del Washington Post y de la BBC, que comparten el enfoque de que el ataque nuclear contra Hiroshima y Nagasaki sólo ha buscado justificación levantando mitos propagandísticos como excusa.
De partida, mencionan que Truman falseó los informes del propio ejército de Estados Unidos respecto de la estimación de pérdidas humanas en caso que hubiera una invasión terrestre al Japón. Lejos de los 500 mil jóvenes estadounidenses que según Truman iban a morir, la estimación militar señalaba que en el peor de los casos podría haber hasta 40 mil bajas. O sea, Truman exageró en más del mil por ciento el costo humano de una supuesta invasión.
La segunda falsedad mencionada por la BBC y el Washington Post, es la afirmación de que el bombardeo atómico fue lo que puso término a la Segunda Guerra Mundial. En realidad, Japón ya no tenía fuerza aérea, y la aviación norteamericana estaba aniquilando las últimas ciudades y centros industriales nipones. De hecho, incluso después del bombardeo atómico, la aviación estadounidense todavía efectuó varias poderosas misiones de bombardeo, sin encontrar ninguna resistencia válida.
Más aún, ya Japón estaba totalmente bloqueado en el mar. Ni un sólo cargamento de petróleo o de insumos industriales podía llegar a los puertos japoneses. Es decir, Japón ya estaba completamente derrotado y dispuesto a rendirse, poniendo como única condición, que se respetara la entidad cultural y espiritual representada por la persona del emperador Hirohito.
Otra falsedad difundida por el gobierno de Estados Unidos, fue que la población de las ciudades habían sido advertidas de que se lanzarían bombas atómicas sobre ellos. En realidad, no sólo no se les advirtió, sino que se dio especial importancia a que la gente estuviera por completo desprevenida. Lo que sí era una práctica de guerra psicológica lanzar desde aviones millones de panfletos encima de las ciudades que iban a ser bombardeadas luego en forma convencional. Y eso, con el propósito de producir pánico en la población.
Fue nada menos que el propio general Dwight Eisenhower, máximo jefe militar de Estados Unidos en el frente europeo y luego presidente de Estados Unidos, el que le dio un categórico desmentido a las falsedades aducidas por el presidente Truman para justificar el bombardeo nuclear. Eisenhower declaró categóricamente que «los japoneses estaban listos para rendirse, no era necesario golpearlos con esa cosa horrible».
En realidad ya son muy numerosos los académicos y hombres de estado que consideran que los bombardeos atómicos contra Hiroshima y Nagasaki constituyen un crimen de guerra. El historiador Mark Selden, de la Universidad Cornell, Estados Unidos, descarta por completo que el ataque nuclear haya sido la causa de la rendición de Japón. Señala que una tras otra, decenas de ciudades ya habían sido destruidas por los bombardeos convencionales, dejando un saldo de centenares de miles de víctimas civiles. Además afirma que Japón estaba tratando desesperadamente de encontrar una fórmula para la rendición, aceptando todas las imposiciones que Estados Unidos quisiera, con la única excepción del ya mencionado respeto a la persona del emperador.
De hecho, personeros del gobierno del Japón trataron de establecer diálogo con el líder soviético Iósif Stalin, para suplicarle que intercediera con Estados Unidos para llegar a la rendición y el término de la guerra. Y, muy posiblemente, fueron esos intentos japoneses de acercamiento con la Unión Soviética los que en realidad gatillaron la decisión política del presidente Truman, de lanzar súbitamente el ataque nuclear, para liquidar sin más la situación con Japón, y a la vez cerrar el paso para un mayor avance soviético en Asia.
El historiador Tsuyoshi Hasegawua, de la Universidad de California, señala categóricamente que la posibilidad de una intervención soviética fue lo que decidió que Truman ordenara lanzar de inmediato esas bombas atómicas. O sea, el ataque nuclear de Estados Unidos sobre Japón no fue el final de la Segunda Guerra Mundial, sino... el comienzo radiactivo de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética.
Durante las conversaciones de alto nivel del llamado Proyecto Manhattan, en que participaron los físicos nucleares como Robert Oppenheimer y Enrico Fermi, y que culminó con la producción de las primeras bombas atómicas, los científicos y varios de los participantes políticos se habían inclinado por la tesis de compartir la tecnología nuclear con los demás aliados, incluyendo la Unión Soviética.
Sin embargo, el tono predominante de los jefes militares y políticos norteamericanos era tan duro e imperioso, que toda vacilación o duda quedó inhibida. Absolutamente ningún miembro del comité expresaría ya ni la menor objeción a la decisión de lanzar un huracán radiactivo sobre más de medio millón de civiles desarmados.
El Secretario de Guerra de Estados Unidos, Henry Stimson, aclaró la doctrina diciendo: «No hay que considerar estas bombas simplemente como nuevas armas. No, es mucho más que eso, estas bombas marcan un cambio revolucionario en nuestra relación con el mundo. La bomba atómica asegurará la paz mundial, porque será el futuro del poderío norteamericano». Por su parte, el director asociado de la base de Los Álamos, señaló: «la destrucción material y de vidas humanas debe ser muy visible y muy evidente». Y otro participante, MacGeorge Bundy, quien luego fue asesor de seguridad en el gobierno del presidente Kennedy, especificó que «al margen de los objetivos concretos militares que hubiera en la ciudad a bombardear, el verdadero propósito de las bombas debía ser la ciudad misma.»
Así, aquel comité admitió sin objeción alguna ni ética ni moral ni religiosa, el lanzamiento de bombas nucleares, sin previo aviso, sobre los habitantes indefensos de dos ciudades. Y el acuerdo unánime fue: lanzar las bombas lo más pronto que fuera posible. Hacerlo en forma inesperada y elegir como blanco sitios que estén rodeados por viviendas de trabajadores y otros edificios, a fin de que las explosiones atómicas produzcan el máximo posible de horrorizada impresión.
En un extenso análisis, el prestigioso periodista irlandés, Finian Cunningham, concluye que el propósito verdadero del lanzamiento del ataque nuclear sobre Hiroshima y Nagasaki fue hacer una demostración apabullante del poderío del nuevo armamento que tenía Estados Unidos en forma exclusiva, en momentos en que la Unión Soviética todavía no lograba vencer las dificultades técnicas para concretar su propio arsenal nuclear.
Con el bombardeo a Hiroshima y Nagasaki, se pretendía provocar terror en las altas esferas soviéticas, que tendría que abstenerse de realizar avances sobre el sudeste asiático. Es decir, Estados Unidos no tuvo remordimiento alguno en lanzar un bombardeo infernal sobre cientos de miles de civiles y hacerlo sin una justificación militar o de autodefensa. El objetivo era sólo de conveniencia geopolítica para consolidar el predominio estadounidense en el nuevo orden mundial de postguerra. Cunningham indica que esta realidad demuestra que los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki constituyen actos de terrorismo de Estado, un crimen de tal magnitud que sitúa a Estados Unidos en una categoría especial y única de barbarie inhumana. Concluye que ello revela en forma escalofriante que los gobernantes de Washington consideraban ya que tenían derecho a exterminar a 200 mil civiles para servir los intereses geopolíticos del dominio estadounidense.
Pero para frustración de los cálculos norteamericanos de exclusividad del armamento nuclear, la Unión Soviética superó sus dificultades y ya en 1949 había desarrollado su propio arsenal, incluyendo la más poderosa bomba atómica jamás construida. Un monstruo de 100 megatones, es decir con una potencia equivalente a 100 millones de toneladas de explosivo de alta potencia, 50 mil veces el poder de las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos en Japón.
En julio de 1961, el director de la CIA, Allen Dulles, le presentó al presidente Kennedy un plan para lanzar un ataque nuclear súbito sobre la Unión Soviética. Pero Kennedy rechazó de plano aquel proyecto y comentó con repugnancia… «Y todavía nos atrevemos a decir que somos humanos».
De hecho, el concepto de «destrucción mutua asegurada» por el arsenal nuclear de ambas superpotencias luego que la URSS pudiera desarrollarla, impidió que la Guerra Fría se pusiera caliente y evitó que el mundo sufriera una guerra aún más destructiva que la Segunda Guerra Mundial.
Bueno, en estos momentos hay alrededor de 16 mil bombas atómicas en diversos arsenales. Y hasta las más pequeñas ojivas nucleares de hoy tienen una potencia cientos de veces mayor que la de las bombas de Hiroshima y Nagasaki.
Como fuere, aunque sea muy despacio, va aumentando poco a poco el número de personas que están dándose cuenta de que el tiempo se nos está acabando. Según el Christian Science Monitor, de Estados Unidos, el número de personas que apoyan que Estados Unidos lanzara bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki disminuyó de un 84% a sólo el 56%, en sólo una década.
Y en Japón, donde había casi un 50% de aceptación de que el bombardeo atómico fue algo inevitable causado por el militarismo japonés, ahora hay más de un 60% que considera que el ataque nuclear fue una agresión injustificada.
Sin embargo, a 80 años de este crimen, parece que las nuevas generaciones de gobernantes de las grandes potencias parecen haber olvidado el infierno desatado en Japón y han llevado al mundo como pocas veces a límites totalmente evitables de tensión militar.
Finalmente, quisieramos dedicar esta publicación a la memoria de don Ruperto Concha, cuyo análisis fue la base de este texto y es la base a su vez del análisis geopolítico de Resumen en general, desde sus inicios hasta siempre.