Por Ruperto Concha / resumen.cl
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A estas alturas de la “pandemia coronavirulenta”, las noticias han comenzado a mostrarse vagamente alentadoras. Ya en Rusia, China y Europa comenzaron a hacerse pruebas de posibles vacunas sobre seres humanos, luego de haber alcanzado buenos resultados en animalitos de laboratorio.
Pero las cifras del momento siguen siendo negativas, sobre todo en Estados Unidos, donde, según las estadísticas al día de Google, se reportan 955.000 contagios comprobados, y 53.730 muertos, lo que da más de un 5% de mortalidad. Una cifra increíblemente mala, comparada con la de China, donde, según la misma estadística, los contagios llegaron 84.000, de los cuales sólo murieron 4.642. O sea, un 0,6%.
En la gran prensa de Estados Unidos, tanto los pro-demócratas como los pro-republicanos, concentran su retórica en acicatear miedo, desconfianza y resentimiento de la gente, enfocados en una intensa campaña publicitaria contra China.
Pero, a estas alturas, los temas de estrategia política mundial resultan menos importantes a nivel popular que los dos grandes temas del contagio pandémico: uno, el miedo a la muerte, y dos, el miedo a la miseria.
Analizando en la perspectiva de esos miedos, encontramos una realidad desalentadora. Un rumbo histórico que apunta hacia la guerra y hacia el quebrantamiento del derecho democrático.
Vamos viendo.
Sin duda alguna, las cuarentenas y bloqueos impuestos para contener los contagios del COVID19 han precipitado una cadena de ruinosos efectos económicos con dramáticas pérdidas, incluyendo una ola de cesantía que sólo en Estados Unidos alcanza hasta millones de personas que perdieron sus trabajos por la paralización total o parcial de innumerables empresas.
En Europa, los bloqueos han cerrado el paso a miles y miles de trabajadores, incluso a través de las fronteras supuestamente libres de los países miembros de la Unión Europea. De hecho, el viernes se produjeron ruidosas protestas en la frontera entre Polonia y Alemania donde los polacos trataban de derribar las barreras fronterizas puestas por la policía, clamando a gritos que iban a quedar cesantes si no llegaban a sus puestos de trabajo en Alemania, a pocas cuadras de la frontera.
Pero a esos efectos patéticos se suman otros efectos mucho más potentes y destructivos. Y, oiga, sus causas vienen desde mucho antes de la pandemia del nuevo coronavirus.
En 2016, justo dos días antes de hacer entrega del poder al republicano Donald Trump, el entonces presidente de Estados Unidos y Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, emitió secretamente un Decreto Presidencial titulado “Presidential Policy Directive number 40 on National Continuity Policy” o sea, “Directivas de Continuidad Federal de la Nación”.
El contenido de ese decreto estableció los procedimientos que debían tomarse en caso de una grave emergencia nacional. De hecho, señalaba que si se produjeran situaciones de grave peligro para la nación, determinados altos oficiales de las Fuerzas Armadas asumirían la conducción total del gobierno hasta que hubiese un retorno a la normalidad.
Las autoridades militares no necesitarían de la aprobación del Parlamento ni de la Corte Suprema. Es decir, asumirían un poder dictatorial mientras considerasen que el país sigue en crisis y bajo amenaza.
Al parecer, ese misterioso decreto presidencial respondía a informaciones secretas sobre asuntos estratégicos que podrían implicar circunstancias propias de una guerra muy, muy grande, posiblemente con Rusia, sobre la cual Obama ya había lanzado dolorosas acciones de guerra indirecta. Primero desde Georgia, contra Osetia del Sur, y luego en Ucrania, con el derrocamiento del presidente ucraniano pro ruso Viktor Yanukóvich.
Como fuere, con ese decreto quedaba establecido que en Estados Unidos pasaba a ser posible suspender todo el procedimiento democrático y trasladar el poder político al ejército.
Durante al gobierno de Donald Trump, como hemos visto, Estados Unidos tomó decisiones que desembocaron en una inocultable pérdida de liderazgo mundial, y de conflictos con sus aliados tradicionales de Europa.
Y en cuanto a la economía mundial, tanto Estados Unidos como las demás potencias neoliberales habían enfrentado la gran crisis económica de 2008 a 2010 mediante enormes inyecciones de dinero a través de emisiones de bonos. O sea, emisiones de un dinero que no tenía efecto inflacionario, pues supuestamente sería pagado por el crecimiento económico.
Sin embargo, ese esperado crecimiento no se materializó en términos reales, y las naciones que siguieron esa práctica se encontraron sumidas en un endeudamiento muy difícil o imposible de pagar.
El régimen de Trump intentó recuperar el poder económico perdido por la dispersión geográfica de las inversiones, bajo la figura de traer de vuelta a territorio estadounidense los capitales y los puestos de trabajo.
En ese empeño, Trump tampoco tuvo éxito. De hecho sus guerras comerciales con China y su política de imponer durísimas sanciones comerciales contra los regímenes considerados hostiles, finalmente llevaron a que Estados Unidos fuera quedando atrapado en su propia red.
Ya en Europa, Estados Unidos no logró impedir el avance económico de China. También fracasó en su intento de impedir que Europa se abasteciera de gas y petróleo de Rusia.
Simultáneamente, los grandes productores de petróleo y gas natural lograron acuerdos entre sí, que mantuvieron el precio del petróleo en un promedio superior a los 60 dólares el barril.
Ese precio permitía que tanto Rusia como Irán, caracterizados como enemigos de Estados Unidos, pudieran resistir el costo de las sanciones.
De hecho, Rusia, a diferencia de las demás grandes economías, logró mantener su crecimiento sin necesidad de recurrir al endeudamiento generalizado.
Y, bueno, fue para liquidar el control de la producción y los precios del petróleo, que Trump instigó una supuesta guerra a muerte entre los dos más grandes estados petroleros del mundo: Rusia y Arabia Saudita. El resultado fue calamitoso.
Para muchos analistas, la supuesta “guerra” entre Arabia Saudita y Rusia, pasó instantáneamente a ser una guerra contra los sueños petroleros de Estados Unidos. Ambas potencias petroleras inundaron el mercado mundial con una marea gigantesca de petróleo, provocando el derrumbe de su precio.
En forma súbita, el petróleo, que se había mantenido en torno de los 60 dólares el barril, cayó a sólo 13 dólares, y aún llegó a caer en un momento a menos de 9 dólares.
En Estados Unidos, la extracción y refinamiento del petróleo de esquisto o fracking, tiene un costo superior a los 25 dólares por barril. Es decir, el derrumbe del precio puso a toda la industria petrolera en situación de bancarrota.
Desesperado, el gobierno de Trump logró pactar con Arabia Saudita y otros exportadores de petróleo el compromiso de reducir drásticamente el volumen de producción de hidrocarburos.
Washington intentó lograr un acuerdo que disminuyera de inmediato en 10 millones de barriles diarios la oferta de petróleo. Pero sólo consiguió el compromiso de una disminución gradual, comenzando con sólo 2 millones de barriles.
Fue en esas circunstancias que Donald Trump volvió a hacer noticia, anunciando que había ordenado a los barcos de guerra estadounidenses “destruir” a las patrulleras iraníes que se les aproximaran en forma provocativa.
Eso implicaba guerra. Sin que importara cuál fuese el desenlace final de esa guerra entre Estados Unidos e Irán, el efecto sería el cierre del Golfo Pérsico por donde cruzan cerca de 20 millones de toneladas diarias de petróleo y gas licuado.
Por supuesto, la noticia provocó una subida instantánea del precio del petróleo. Pero apenas alcanzó a los 20 dólares por barril. O sea, no llegó ni siquiera a aproximarse a los 35 dólares por barril que es el precio mínimo de supervivencia de la industria petrolera de Estados Unidos.
Todos los analistas de estrategia internacional concuerdan en que, en estos momentos, para Estados Unidos es indispensable, es vital, tomar el control de los grandes yacimientos petroleros del mundo.
Eso por cierto no afecta a Rusia, cuyo costo de extracción es del orden de 10 dólares por barril. Pero sí implica que Arabia Saudita se someta a los términos de protección militar y de control que imponga Washington ante el riesgo de quedar absolutamente imposibilitado de exportar su petróleo.
Al mismo tiempo, eso explica el amenazante despliegue militar en torno a las costas de Venezuela, donde se encuentran las más grandes reservas mundiales, comprobadas, de hidrocarburos.
En ambos casos, contra Irán y contra Venezuela, una guerra tendrá efectos impredecibles. Por lo pronto, está claro que Washington no puede ni soñar con que China y Rusia permitan pasivamente esas conquistas.
Asimismo, la Unión Europea aparece dramáticamente dividida en términos de sustentar una alianza agresiva y de control imperial encabezada por Washington, sin importar si el próximo gobierno lo llegue a ganar Donald Trump o el demócrata Joseph Biden.
Así, pues, la endemoniada pandemia del COVID 19 ha llegado como un reactivo explosivo en momentos en que el predominio imperial de Estados Unidos enfrenta su desenlace ante el resto del mundo.
Y, lamentablemente, la pandemia le da un carácter sombrío e imprevisible al futuro de nuestra civilización. Los terrores desatados por la enfermedad han dejado muy en claro que una mayoría abrumadora de la gente está dispuesta a acatar las disposiciones más severas que asuman los gobiernos para enfrentar los contagios.
Como lo señaló la primer ministro de Alemania, Ángela Merkel, la gente ha presenciado y ha aceptado profundas violaciones a los tradicionales derechos individuales, que son la base de la democracia occidental.
En prácticamente todos los países afectados, los gobiernos han impuesto medidas draconianas, aplicándolas en muchos casos mediante la fuerza policial que en muchos casos implica brutalidad.
El magnífico éxito logrado por China al enfrentar el estallido de la pandemia en Wuhán, sometiendo a bloqueo y cuarentena a más de 60 millones de ciudadanos, fue posible gracias a la tremenda disciplina colectiva del pueblo chino, formada y templada a través de miles de años de historia y civilización.
Pero, para el espíritu veleidoso e individualista de la cultura occidental, esa disciplina se convierte en sumisión cargada de amargura. Y una indiferencia política que tiene por efecto que en todas las grandes elecciones occidentales la participación del electorado rara vez supera el 50%, o cual, llegado el caso, permite que, en situaciones críticas intensas, sean los poderosos los que se toman el poder.
De hecho, en términos de aprobación popular, la mayoría de los gobiernos occidentales de hoy no representan a más del 30% de lo que el pueblo desea.
¿Es entonces, en occidente, el pueblo el que, con su indiferencia deja que la democracia real desaparezca?...
Realmente parece que después de esta endiablada pandemia nos encontraremos inmersos en una civilización muy transformada. Quizás muy desfigurada.
Hasta la próxima, gente amiga. Hay peligro. Pero, en fin, en el peligro a veces se oculta también un renacimiento.