Por Ruperto Concha / resumen.cl
Opción 1: archive.org
Opción 2: Sportify
https://open.spotify.com/episode/0nmbrQjc4anVxmTIzwUCnV
Hace algunos años, un cantante se hizo famoso entonando la frase “Tengo derecho a ser feliz”. Lástima que su afirmación era una inexactitud, o incluso una tontería. Jamás nunca, ni en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Revolución Francesa, ni tampoco en la Declaración Universal de los Derechos humanos, de las Naciones Unidas, jamás nadie mencionó en ninguna parte que las personas tengan derecho a ser felices.
Lo que sí se menciona en ambas declaraciones es una serie de derechos bien específicos que en conjunto podrían traducirse, entre otras cosas, como un derecho a intentar ser felices, cada cual a su manera. Y eso, porque los Derechos Humanos han sido siempre desconfiados y recelosos de cualquiera que venga con la recetita para fabricar felicidad por decreto.
Como hemos visto antes, los fabricantes de recetas para que todos sean felices resultaron invariablemente creadores de utopías, y esas utopías, también invariablemente, terminaron en fracaso, en tragedia, en tiranía y en matanzas horrorosas.
Al igual que ese cantante que cree tener derecho a ser feliz, hay muchísimas personas que tienen una idea confusa y a menudo contradictoria acerca de los Derechos Humanos. Será mejor comenzar por el principio.
Los derechos humanos son todos los derechos. No hay un derecho de burros, ni un derecho de ornitorrincos, o de avestruces o de tarántulas. Y cuando afirmamos que las ballenas, los tigres siberianos o las lechuzas moteadas tienen derecho a la vida, no nos referimos al derecho en términos reales sino a nuestras nociones de lo que es justo, conveniente, necesario, bello y éticamente deseable. O sea, nos referimos a las leyes hechas por los humanos en que se establece un derecho humano referido a esos animales.
Así, pues, el concepto de Derechos Humanos es una figura más bien poética para designar un estándar, una estructura básica que garantice un mínimo de derechos legales que deben reconocerse a cualquiera persona humana del mundo, sin que importe su nacionalidad, ni su raza ni sus creencias.
Fueron esos inteligentísimos y cultísimos franceses del siglo 18 los primeros que, dentro de la misma efervescencia social que llevaría a la Revolución Francesa, lograron establecer un código general de derechos comunes a todos, y ese código lo insertaron en la Constitución Política de Francia que el rey Luis XVI tuvo que firmar con una guillotina cosquilleándole la nuca.
Ese código recibió el nombre de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, y fue inserto como preámbulo a la Constitución Francesa del 3 de septiembre de 1791, que el rey tuvo que firmar el 5 de octubre, cuando se lo llevaron prisionero desde Versalles a París.
A los que vivimos en esta época de la Historia nos resulta difícil comprender la tremenda novedad de aquel Código. De hecho, para la gente común del siglo 18, la promulgación de ese código equivalía nada menos que a re-inventar al ser humano, a definirlo en términos tan nuevos que para ellos eran inéditos.
La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano fue una concepción atea, aunque sólo indirectamente hace una referencia, al estilo masónico, a un “Supremo Arquitecto”, un “Supremo Hacedor”, evitando claramente usar palabras religiosas. Y en ella, todo concepto de “pecado” fue borrado de una plumada. Según ella, el único crimen que hace culpable al ser humano es la violación de la ley humana.
Pero, ¿de dónde surgió ese documento prodigioso que estaba cambiando tan dramáticamente la Historia de la Humanidad?... Podríamos decir que esa Declaración surgió del tiempo, emergió del pasado, surgió del pensamiento que flotaba impregnando los espíritus de todos los que sabían leer y escribir, y también, indirectamente, el espíritu del populacho ignorante.
En un rayado de muralla de esa época, un anónimo artista popular pintó en una pared del palacio de las Tullerías la figura de un espadachín aristócrata, al estilo D’Artagnan, amenazando con su espada a un patán revolucionario que rehusaba batirse. Al contrario, el patán se bajó los pantalones y le dispara una enorme pedorrera. El aristócrata está a punto de desmayarse de asco.
Esa era la esencia de la doctrina que percibía el populacho: que el gran pedo valía más que el honor del cortesano, que el pueblo pedorro es capaz de vencer a los espadachines y que el derecho a pedo valía incluso más que los sagrados óleos con que el Arzobispo de París había ungido a Luis XVI como rey de los franceses “por la Gracia de Dios”.
Pero la clase dirigente, los miembros de la Asamblea Constituyente, habían encontrado otras fuentes de inspiración. Las reflexiones sobre los poderes del Estado de Montesquieu, la doctrina del derecho natural del inglés John Locke, la teoría de la voluntad y la soberanía popular de Rousseau, y la sabiduría semi campesina de las constituciones independentistas americanas como las de Virginia y Nueva Hampshire
La Declaración de los Derechos del Hombre define a la sociedad como una asociación de personas libres e iguales a fin de defender, todos juntos, sus derechos naturales. Muy en particular, esos derechos se referían a no ser tomados presos arbitrariamente, y a que ni el rey ni ninguna institución pudiera apoderarse de los bienes de las personas, al margen de las leyes aprobadas por las mismas personas.
En 18 artículos, la Declaración afirmaba: Uno, que los seres humanos nacen libres y deben seguir libres e iguales, y que las diferencias sociales sólo se justifican cuando nacen de un aporte al bien común.
Dos, que el propósito de la política es preservar los derechos naturales e inalienables del hombre, básicamente, libertad, propiedad privada, inviolabilidad de las personas y capacidad de luchar contra la opresión.
Tres, que la soberanía pertenece a la totalidad del pueblo y que ninguna persona, institución o grupo puede arrogarse la soberanía más allá de lo que explícitamente le encomienden las leyes que hayan sido aprobadas por el pueblo.
Cuatro, que la libertad consiste en poder hacer lo que uno quiera, en la medida en que no cause daño a los demás. El daño al prójimo es el único límite a la libertad.
Cinco, las leyes sólo pueden prohibir aquellas cosas que probadamente causen daño a la sociedad. Ninguna acción que no esté claramente prohibida por una ley, puede ser prohibida por la autoridad.
Seis, que la ley no es otra cosa que la expresión de la voluntad del pueblo. Ninguna ley que no sea aprobada por el pueblo puede tener validez.
Siete, que ninguna persona puede ser arrestada más que por expresa violación a la ley. Y aun así, la persona deberá ser sometida a un procedimiento que garantice su derecho de acuerdo con la ley.
Ocho, todo castigo se limitará a lo estrictamente necesario y útil, y ninguna ley podrá imponer obligaciones o castigos sobre hechos anteriores a la promulgación de ella.
Nueve, toda persona deberá ser considerada inocente hasta que se pruebe fehacientemente que es culpable.
Diez, ninguna persona podrá ser castigada por sus opiniones. Sólo cuando esas opiniones se traduzcan en acciones que afecten a la sociedad, será legítimo actuar en su contra. Es decir, no se deben penalizar las opiniones sino las acciones.
Once, la libertad de pensamiento, de opinión y de expresión, es el más precioso de los derechos del hombre, y esa libertad debe ser celosamente protegida.
Doce, trece y catorce, las fuerzas armadas y policiales deben actuar según lo requiera el pueblo mediante sus procedimientos legales. Todo ciudadano debe poder decidir si acepta o no ser reclutado en el ejército.
Quince, el pueblo tiene el derecho de exigir a cualesquiera de sus autoridades y funcionarios públicos que rindan cuenta detallada de sus actividades y del uso de los dineros públicos que ellos manejen.
Dieciséis y Diecisiete, los poderes públicos, administrativo o ejecutivo, judicial y legislativo, deben estar perfectamente separados y ser independientes entre sí.
Y, Dieciocho, el derecho a la propiedad es inviolable. Por tanto, si la ley requiriera expropiar algún bien privado para fines benéficos, el Estado deberá pagarle al propietario una indemnización justa y de acuerdo con el valor vigente de lo expropiado.
Podemos ver que ese código de Derechos del Hombre, escrito en plena efervescencia revolucionaria hace ya 230 años, sigue siendo un documento no sólo válido y vigente, sino extraordinariamente moderno, actual.
Durante el siglo 20, muchos políticos se sintieron molestos por esa Declaración Universal de los Derechos del Hombre. La acusaron de ser burguesa, sobre todo porque centra el protagonismo de la política y la historia en la persona humana y no en un supuesto “progreso” de la riqueza nacional o del “pueblo” en su conjunto.
También suele molestar el reconocimiento de la propiedad privada entre los derechos humanos fundamentales, y en particular molestaba que las personas pudieran rehusar la conscripción en tiempos de paz, porque eso obstaculiza las grandes movilizaciones y las guerras que violan el Derecho Internacional, y, las deportaciones de comunidades enteras por razones políticas o estratégicas.
Pero, en términos finales, la humanidad abrazó fervorosamente la doctrina francesa, que, sin mayores alteraciones, pasó a ser la base y los cimientos de todas las constituciones democráticas del mundo.
Fue después de la Segunda Guerra Mundial que muchas naciones decidieron retomar y en lo posible perfeccionar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Lo que en especial se trató de insertar fueron los alcances de esos derechos para la protección de los extranjeros y de las minorías étnicas.
En 1945, un grupo de naciones aliadas contra el nacismo se reunió en San Francisco, California, para formar la Organización de las Naciones Unidas. En esa primera reunión, varias de las naciones asistentes presionaron a Estados Unidos para que la Carta Fundamental de las Naciones Unidas incluyera una Declaración Universal de los Derechos Humanos, más amplia que la de Francia.
Aunque con algunas reticencias, al fin se acordó encomendar a una comisión la redacción de ese código, que finalmente quedó inserto en el Artículo primero de la Carta de las Naciones Unidas, dentro de la enumeración de objetivos de la organización. Además se insertaron conceptos afines en los artículos 55 y 76, enfatizando que los derechos son iguales de todos los seres humanos, sin distinción de sexo, raza, lenguaje o religión.
La Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas fue finalmente aprobada en la Asamblea General realizada en París el 10 de diciembre de 1948, por votación unánime, aunque con la abstención de las seis repúblicas de la Unión Soviética, la monarquía de Arabia Saudita y el estado de Sudáfrica, donde se mantenía el sistema de Apartheid contra los negros.
Pese a la unanimidad, varios países dejaron bien claro que este asunto de los Derechos Humanos había que tomarlo con cuidado y sin demasiado entusiasmo. Incluso una de las redactoras de la Declaración, la señora Eleonore Roosevelt, viuda del presidente de los Estados Unidos Franklin Delano Roosevelt, dejó bien claro que la Declaración era sólo una Declaración y no un Tratado vinculante.
Es decir, compartió las reservas que habían puesto las repúblicas soviéticas, en el sentido de que esos derechos debían entenderse sólo como una aspiración, un deseo, pero no como una ley que tuviera poder obligante o vinculante sobre todos los gobiernos. Fue útil que la señora Roosevelt hiciera esa observación, porque a partir de ella los estados de Europa se apresuraron a firmar tratados entre sí, a fin de dar a los derechos humanos el poder vinculante de una ley.
Infortunadamente, el afán de perfeccionar la admirable sencillez y universalidad de la Declaración formulada por la Revolución Francesa, llevó a la elaboración de sucesivos listados de derechos puntuales, no todos bien definidos, y a menudo conflictivos y discutibles.
En una confusión no resuelta acerca del protagonismo de lo colectivo como algo opuesto a lo individual, muchas de las nuevas disposiciones contradicen en alguna medida a la Declaración de los Derechos del Hombre. Por ejemplo, el suicidio debiera ser una forma de libertad que las leyes no debieran prohibir, ya que no causa daño a otras personas.
Se incorporó, detalladamente, acápites sobre derechos humanos referidos a las figuras de tortura y genocido, así como al uso de violencia por motivos políticos. Pero, contradictoriamente, y por gestión de un diputado francés, se introdujo en Europa el concepto de “delito de opinión”, por el cual se permite meter en presidio a personas por el sólo hecho de tener opiniones contrarias a las doctrinas políticas prevalecientes.
Se ha desarrollado, fuera del contexto de los derechos humanos, como ramas individuales, una Declaración de los Derechos de la Mujer y otra de los Derechos del Niño. A las prohibiciones de discriminación, se ha agregado la integración total de los sexos, no sólo masculino y femenino, sino también todas las otras formas de género, que incluyen la homosexualidad. Incluso en Israel, el grupo llamado Orgullo Gay ha planteado la inclusión de los Derechos del Niño Homosexual para garantizar su derecho al respeto por sus preferencias sexuales.
Todas estas nuevas y abigarradas expresiones de los Derechos Humanos han ido cobrando fuerzas mediante Tratados en que los Estados reconocen el poder vinculante y la obligatoriedad de esos derechos, y aceptan someter a ellas sus propias leyes nacionales. En fin, la amplia sencillez de la Declaración se ha ido llenando de ramificaciones, pero tarde o temprano tendrán que decantar y alcanzar en forma definitiva un acuerdo de acuerdo a la evolución cultural.
Ya nadie pone en duda el que muchas cosas que hoy nos parecen pecaminosas, injustas o vergonzosas, con el tiempo quizás podrán ser acogidas como algo perfectamente aceptable por una sociedad más evolucionada.
Pero aquel monumento jurídico construido por la Asamblea Constituyente de Francia en 1791, posiblemente seguirá siendo, como hoy, la base y el espinazo de los derechos humanos y de la justicia verdadera.
Y ello, sin olvidar que esos derechos son en realidad parte de un dogma, de una verdad no demostrada o incluso de un maravilloso mito de nuestra civilización...., que es la existencia de un Derecho Natural, que nos pertenece tan íntimamente como nos pertenece nuestro cuerpo y nuestra alma.
Hasta la próxima gente amiga. Está siempre presente el peligro de que traten de imponernos, por encima de nuestros derechos humanos, otros mandatos y decretos que parecen menospreciar la esencia humana de lo que es el Derecho.