Por Ruperto Concha / resumen.cl
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Este año se cumplieron 75 años de las más atroces acciones perpetradas por la aviación de Estados Unidos. En febrero de 1945, ya Alemania había sido derrotada en su frente oriental por el ejército soviético, que aniquiló dos tercios de todo el poderío militar de los nazis, incluyendo la pérdida de unos dos millones de combatientes.
Faltaban sólo unas semanas para que Hitler se suicidara en su bunker, los soviéticos ya habían entrado a Berlín y la rendición incondicional nazi era inminente.
Pero fue en esas circunstancias que Estados Unidos, lanzó más de mil aviones bombarderos en dos oleadas, los días 13 y 15 de febrero, para aniquilar la ciudad de Dresden, en Sajonia, al sureste alemán, con miles de toneladas de bombas incendiarias y de alto poder.
Dresden era conocida como “la Florencia del río Elba”. Era el principal centro de cultura y arte de toda Europa Central, y en ella, para entonces, no había ni arsenales, ni tropas, ni industrias bélicas. Sólo había gente, en su inmensa mayoría mujeres y niños.
Entre 25 mil y 45 mil seres humanos fueron asesinados en Dresden en esos dos días. Y hasta ahora ningún historiador de Estados Unidos o de Gran Bretaña ha podido justificar aquella acción.
Luego, en agosto, los días 6 y 9, Estados Unidos lanzó sus bombas atómicas sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Eran ciudades sin importancia militar, un 90% de sus habitantes eran mujeres, ancianos y jóvenes menores de 16 años.
De ellos, perecieron más de doscientos mil por la explosión, las quemaduras atroces o por el envenenamiento radiactivo.
Y, oiga, eso fue cuando ya Japón había sido derrotado por completo y la capital, Tokio, había sido incendiada con napalm en sucesivos bombardeos.
¿Por qué el bombardeo atómico?...
Obviamente, la explicación fue que había que terminar la guerra de una vez por todas. Pero eso, a todas luces, no es más que un pretexto, pues Japón ya estaba aniquilado.
En su editorial de ayer, la revista Strategic Culture, Cultura Estratégica, señala que lanzar las bombas atómicas sobre Japón no fue una acción de guerra sino una acción política, mediante la cual Estados Unidos instalaba la guerra fría sobre todo el planeta.
Con ello, quedaba establecido que, tras el término de la guerra, la única potencia que podría ser rival de Washington en el dominio planetario total, tenía que ser solamente Rusia… y Rusia todavía no tenía la bomba atómica, aunque avanzaba velozmente en la tecnología nuclear, y en 1949, 4 años después de Hiroshima, la Unión Soviética detonó su primera bomba de uranio.
Siguió a ello una carrera demencial de detonaciones atómicas experimentales cada vez más avanzadas. La bomba de Hiroshima, bautizada “Niñito chico”, había sido un fracaso tecnológico, pues su detonación sólo alcanzó a activar la reacción en cadena de un 1.4% del uranio que contenía. Por cierto, pese a ello, esa bomba provocó una explosión equivalente a 15 mil toneladas de explosivo de alto poder.
También la bomba “Gordo”, lanzada sobre Nagasaki, logró sólo reacción parcial de su carga de plutonio. Alrededor de un 20%, pero su detonación fue casi el doble de potente que la de Hiroshima.
A las súper potencias nucleares se sumaron pronto Francia y Gran Bretaña, además de Israel que obtuvo clandestinamente la tecnología de Estados Unidos. Siguieron luego la China, la India y Paquistán, pero claramente ninguno de esos países contaba en realidad con un arsenal atómico relevante.
El avance tecnológico estadounidense y soviético culminó con una aterradora detonación experimental soviética, con una bomba de potencia equivalente a la de dos mil bombas atómicas como la de Hiroshima.
De allí surgió un tratado, aprobado por las Naciones Unidas, que prohibió realizar nuevas pruebas de armas atómicas en la tierra, en el mar o en la atmósfera de nuestro planeta.
Esa prohibición sigue vigente en nuestros días, aunque el presidente Donald Trump ya amenazó con anularla unilateralmente.
Todo ese proceso histórico que mencionamos muestra el enorme proceso de globalización que marcó la política, la estrategia y la economía, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta hoy día.
Las dos guerras mundiales del siglo 20 exhibieron la miseria y el fracaso de los grandes nacionalismos, más allá de sus ideologías político-filosóficas. En especial, la miseria paradojal del nacionalismo quedó en evidencia con el Nacional Socialismo, es decir, el Nazismo de la Alemania de Hitler.
Pero, claramente ese nacionalismo nazi fue sólo parte de un último híper nacionalismo de las ya seniles súper potencias coloniales que seguían disputándose las regiones del planeta para abastecer sus ínfulas imperiales.
El costo abrumador de las dos guerras exigió que las dos súper potencias vencedoras, Estados Unidos y la Unión Soviética, asumieran un rol internacional de dinámica globalizadora.
Aunque ninguna de ambas súper potencias lograba quebrantar a la otra, el efecto de la confrontación fue abrir un espacio político, jurídico, económico y estratégico, en que todas las naciones, a través de las Naciones Unidas, alcanzaron por primera vez una participación efectiva en los destinos de todo el planeta.
Es decir, todas las naciones del mundo fueron incorporándose en términos reales a la globalización real de la civilización humana. Sobre todo en materias de derecho internacional, derechos humanos y procedimientos tanto comerciales como diplomáticos y estratégicos.
A la vez, durante todo el siglo 20 prácticamente todas las naciones asumieron, según sus capacidades, la necesidad de educar a las nuevas generaciones para capacitarlas tanto en las nuevas tecnologías que iban emergiendo, como en el surgimiento de una cultura fuertemente nueva y desafiante, confrontacional con los viejos esquemas de moral y de convivencia que venían desde el siglo anterior.
Mientras en el mundo las naciones más pequeñas alcanzaban voz y voto a través de las Naciones Unidas, las súper potencias enfrentaron respectivamente un proceso evolutivo interno que no lograron comprender ni detectar, ni menos superar… Fue el retorno de una noción nacionalista que exigía ponerle fin a la dualidad de dos súper potencias en “Guerra Fría”.
Ya en 1972, el presidente de Estados Unidos Richard Nixon dejó pasmados a los viejos estrategas al restablecer relaciones
Sin embargo, tanto en la Unión Soviética como en Estados Unidos y China, la concentración del poder en el aparato de gobierno estaba derivando en el surgimiento de las llamadas “oligarquías”, grupos humanos vinculados al poder político, el poder militar, el poder económico y la administración del Estado.
En la práctica, grupos que absorbieron y acumularon la concentración de la riqueza y del poder, y pasaron enquistarse en las cúpulas del Estado de cada uno de sus países.
En China, el dramático proceso llamado la “Revolución Cultural”, que intentaba brutalmente imponer un régimen de “pureza comunista”, basándose prácticamente en el trabajo manual y el desprecio de la actividad intelectual, había llegado su fin en 1976, abriendo paso a nuevas generaciones dispuestas a abrir el sistema chino a nuevos conceptos y nuevas prácticas acordes con la transformación internacionalmente generalizada
En la Unión Soviética también habían surgido sectores del Partido Comunista que postulaban cambios culturales y económicos, revisando la aplicación del concepto marxista-leninista de “dictadura del proletariado”, hacia una mayor liberalización política y económica.
La noción básica, en términos de reforma económica, era lograr que una enérgica economía competitiva, que necesariamente iba a producir competencia por los mercados y llevaría a una acumulación de la riqueza similar a la del mundo capitalista.
Pero, en el estado socialista soviético, esa acumulación de riqueza debería desembocar en el Estado, el cual a su vez la redistribuiría en gasto social. O sea, la riqueza acumulada sería devuelta al pueblo.
Esa tendencia fue duramente reprimida por la llamada “nomenklatura” o sea, el aparato de la oligarquía que acaparaba prácticamente toda la administración del Estado soviético.
Según lo describió el entonces Jefe de Estado, Mikhail Gorvachov, el gobierno real de la Unión Soviética había caído totalmente en manos de una oligarquía que estaba destruyendo los logros del proceso revolucionario y a la vez trataba de impedir la evolución del Estado de acuerdo a la nueva realidad tecnológica, económica, cultural y estratégica.
La crisis interna entre la oligarquía de la “nomenklatura” y la nueva realidad mundial llevó a la crisis final que fue la desintegración de la Unión Soviética, con que finalizó el siglo XX. Y allí, como prueba innegable de la corrupción de la oligarquía enquistada en el gobierno, derivó en que apareciera un puñado de nuevos súper millonarios rusos manejando y vendiendo las empresas del Estado y los yacimientos petroleros, a inversionistas occidentales.
Es decir, el derrumbe de la Unión Soviética no fue fracaso del capitalismo de Estado imperante, sino una corrupción letal de la oligarquía, esa que en el mundo occidental llaman “El Estado Profundo”.
En China, el proceso fue mucho más complejo que en Rusia, ya que el Estado Comunista Chino, en su constitución misma, es una expresión de la guerra revolucionaria en que Mao Dze Dong derrotó al régimen dictatorial de Sun Yatsen y su continuador Chiang Kaishek.
Después de la caída de la llamada “Pandilla de los 4”, encabezada por la viuda de Mao, China inició un proceso evolucionario acelerado, en sus procesos políticos y económicos, estableciendo de hecho un sistema jurídico y comercial suficientemente confiable para los empresarios de todos los niveles, desde las grandes transnacionales hasta los pequeños empresarios artesanales de la China.
Sin esa normalización confiable garantizando los derechos de propiedad de la gente común, sin temor a una intervención arbitraria del Partido Comunista Chino, ciertamente habría sido imposible el fabuloso crecimiento económico que, en menos de 30 años ha elevado a sus mil 350 millones de habitantes hasta un nivel superior al de prácticamente todos los demás países del sudeste asiático, incluyendo a Japón, Corea del Sur, Australia y Taiwan.
De acuerdo a los análisis económicos europeos, ya el año pasado en China casi un 30% de la población había alcanzado un nivel de riqueza, una capacidad de compra, similar al de la gente de Estados Unidos y Europa. O sea, ya el año pasado había unos 420 millones de chinos con una capacidad de compra similar a la de Estados Unidos.
Para Estados Unidos, en cambio, el proceso evolutivo ha sido prácticamente inverso, sobre todo durante los últimos tres gobiernos en que ese país se ha visto sumergido en sucesivas guerras en todo el mundo, de las cuales sólo ha habido un efecto de destrucción, empobrecimiento y desintegración política.
En términos reales, desde la Segunda Guerra Mundial en adelante, Estados Unidos no ha vuelto a ganar ninguna guerra. Su intervención sólo ha sido empobrecedora para el propio Estados Unidos y también para los países donde ha intervenido militarmente, como Yugoslavia, Somalía, Irak, Libia, Afganistán, Sudán.
Es decir, el proceso de empoderamiento del “estado profundo” de una oligarquía enquistada y asociada a las grandes empresas, ha tenido por efecto desfigurar, deformar y finalmente neutralizar la tremenda influencia globalizadora que había alcanzado Estados Unidos en la post guerra.
La influencia internacional de Estados Unidos se ha debilitado patéticamente, y en la práctica sólo se sostiene a través de sus amenazas de intervención armada y de sanciones comerciales y financieras.
Los intentos de derrocar gobiernos indóciles, aun aplicando máximas presiones e incluso saqueo de riquezas como en el caso de Siria, o de Venezuela, ha demostrado finalmente un nivel de impotencia real de Estados Unidos para imponer todo su plan de dominio.
Simultáneamente, bajo el gobierno de Donald Trump, Estados Unidos anuló los proyectos globalizadores elaborados por el presidente Barack Obama, específicamente el Tratado Transatlántico con Europa y el Transpacífico con los países de la cuenca del Pacífico.
En forma paralela, ha desconocido importantes tratados internacionales, incluyendo el término de sanciones contra Irán, y ha desafiado o incluso desconocido a gran parte de las instituciones y acuerdos de las Naciones Unidas, incluso muchos que han sido aprobados por una mayoría abrumadora de los países miembros de la Asamblea General.
El resultado de ello está siendo transformar cada vez más a Estados Unidos en un protagonista que pierde relevancia mundial aceleradamente. De hecho, la fórmula misma de la propuesta mundial planteada por Donald Trump fue “hacer grande a Estados Unidos nuevamente”. Bueno, eso es completamente nacionalista y antagónico de la globalidad.
Ya hace dos semanas, Washington se vio enfrentado a la dura realidad de que sus más importantes aliados, incluyendo Alemania, Italia, Polonia, Grecia, España, Portugal, República Checa Croacia, además del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, simplemente se negaron a apoyar la petición de Washington a aplicar sanciones contra China por la ley de Seguridad aplicada en Hong Kong. De hecho, de los 193 países miembros de las Naciones Unidas, únicamente 27 apoyaron la petición de Estados Unidos.
¿Cómo es, entonces, que se plantea el futuro del antagonismo entre la visión globalista y el nacionalismo?...
En estos momentos el antagonismo entre Estados Unidos y China está llegando a un nivel de muy alta peligrosidad. De hecho, a juicio casi unánime de los analistas estratégicos, existe una posibilidad muy real, muy inminente de que se produzca algún incidente, quizás impremeditado, que fatalmente se traduzca en crecientes incidentes armados que no podrán detenerse en su creciente intensidad.
Si llegara a estallar una guerra entre ambas súper potencias, su efecto inevitable será la destrucción planetaria de la vida como la conocemos.
De hecho, informes publicados por especialistas en catástrofes atómicas de Estados Unidos, señalan que los programas de salvataje y protección de la gente en el país en caso de guerra nuclear, no va más allá de enfrentar un ataque equivalente al impacto de un pequeño misil de 15 kilotones.
Sin embargo, ya no es ningún secreto que en caso de guerra, Estados Unidos no podrá evitar recibir el impacto de misiles mil veces más potentes que eso, y además con cargas de uranio o plutonio con aleación de cobalto, que produce cada uno una lluvia radioactiva completamente letal, sobre más de mil kilómetros cuadrados.
¿Qué es lo que nos está llevando a este extremo de calamitoso peligro de muerte?
La respuesta es clara: esta situación emerge del enfrentamiento entre un añejo nacionalismo militarizado y agresivo contra un globalismo difícil, basado en la necesaria evolución de las naciones y de la civilización.
Como lo señala en su edición de anteayer del periódico Miami Herald, “el nacionalismo es estúpido. La sana globalización hace grande el planeta, no sólo a Estados Unidos o a la China”.
Bueno, tal como lo cantaban los Jaivas… “Este mundo es uno y para todos. Todos juntos vamos a vivir”… Ojalá no tengamos que cambiar la letra, reemplazando “vivir” por “morir todos juntos”.
Hasta la próxima, gente amiga. Cuídense, hay peligro.