Por Ruperto Concha / resumen.cl
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Casi todos los “padres” de casi todas las Patrias han sido guerreros que luchaban por algo que se llamaba “libertad”. En realidad, cuando miramos la Historia de la Humanidad, encontramos que la palabra Libertad ha servido para justificar casi cualquier acción sangrienta.
Quizás el caso más notable de las grandes y sangrientas luchas en nombre de la Libertad, fue el de Argelia, en 1991, cuando se realizaron las primeras elecciones generales democráticas, desde la independencia, en 1962.
Y fíjese Ud. que en esas elecciones ganó, lejos, la candidatura del movimiento islámico, que durante la campaña electoral le había ofrecido a la nación mandar al diablo toda esa democracia que querían imponer los occidentales, y prometieron que, si ganaban, ya no volvería a haber elecciones en Argelia.
¿Qué tal?... el pueblo libertario, llamado a elegir, eligió libremente no volver a elegir nunca más.
Y bueno, de inmediato los libertarios de la otra libertad, con apoyo de Estados Unidos, dieron un feroz golpe de estado, derrocaron a balazos a los líderes recién elegidos, y, después de hacer una buena limpieza para barrer con los antidemocráticos, volvieron a llamar a elecciones, teniendo buen cuidado de prohibir que los islamistas pudieran presentarse de nuevo.
En fin, recordemos que aquí en Chile, la derecha y los militares golpistas eligieron casi como su himno sagrado, esa cancioncita titulada “Libre”, entonces recién lanzada por Nino Bravo.
Quizás cantando “libre” los golpistas se referían a que al fin se habían “librado” del presidente Salvador Allende.
En realidad, todos creemos tener bien claro lo que es la Libertad, pero, llegado el caso nos pasa lo mismo que con el concepto de Tiempo, eso que llevó a que el sabio Alberto Einstein, dándose por vencido, terminara diciendo que “tiempo, bueno, tiempo… ¡es eso que marcan los relojes!”.
Generalmente confundimos Libertad con simple autonomía, o con independencia para tomar nuestras propias decisiones sin que otros nos impongan condiciones para ello.
Pero eso es ilusorio, ya que nuestras decisiones dependen por completo de nuestra percepción de lo que necesitamos o preferimos. Tal como lo dice el lema de la Radio: necesitamos tener información para poder hacernos una opinión, y, claro, necesitamos tener una opinión para poder tomar una decisión, o sea para ejercer nuestra libertad.
Nuestra libertad depende de la información veraz que recibamos, pero también depende de nuestra propia capacidad de entender esa información, para decidir en forma racional, inteligente.
Otra posibilidad sería tomar decisiones en forma irracional, instintiva, o emocional, aplicando, en forma más bien automática, los valores morales o religiosos que tengamos. En realidad, nuestras decisiones impulsivas, emocionales o místicas, actúan por mecanismos psicológicos que nos han sido impuestos por el medio social y cultural en que vivimos. Y esos mecanismos son muy poderosos y nos los instilan profundamente desde el momento en que nos enseñan a hablar.
En realidad, los filósofos y los lingüistas llevan siglos tratando de discernir qué significa la palabra Libertad. Desde que algún pensador griego hizo que escribieran en el frontis del templo del dios Apolo ya célebre frase “Gnoti te authon”, conócete a ti mismo, la mayoría de los sabios creen que la libertad sólo puede emanar del conocimiento y la inteligencia de la persona.
Y en una perspectiva religiosa cristiana, tenemos a San Agustín, quien concluyó que únicamente Dios podría ser libre, pero no es libre porque no puede renunciar a ser Dios… y tenemos a Lutero y la mayor parte de los protestantes, que consideran que nuestro destino está por completo a merced de la voluntad de Dios, y que hagamos lo que hagamos, nadie puede “ganarse” el cielo ni escabullir el infierno.
Frente a eso, el humanismo existencialista, según Jean Paul Sartre, afirma muy poéticamente que, fíjese usted, “estamos condenados a ser libres: condenados porque no nos hemos dado la libertad a nosotros mismos, no nos hemos creado”.
En fin, los caminos de la filosofía son tan laberínticos como los de la física moderna. Lo que por ahora debe preocuparnos es lo que la ciencia y la tecnología nos están diciendo sobre la libertad, la inteligencia y la toma de decisiones.
Nuestra tan amada creencia en la Libertad recibió el primer golpe que le propinó el buen curita católico Gregorio Mendel, que era agustino, como lo fue Martín Lutero.
A mediados del siglo 19, este sacerdote aficionado a la jardinería, analizó los procesos de cambio que se generaban durante la reproducción de las plantas. Y con una inteligencia deslumbrante, a partir de experimentos muy simples, descubrió y formuló las bases de la ciencia genética.
A partir de la genética, los hombres de ciencia comprendieron que aquello de la igualdad de los seres humanos es sólo una ilusión, ya que los factores genéticos imponen sobre cada ser vivo, y más notoriamente sobre los seres humanos, diferencias profundas, tanto en los individuos como en los grupos humanos.
No sólo se trata del color de la piel, la forma de la nariz, la estatura o el pelo. Mucho más allá de eso, la genética impone diferencias muy marcadas en términos de inteligencia, de sensibilidad, de capacidad de descubrir modalidades nuevas de hacer las cosas, y alcanzar descubrimientos más allá de lo que nos han enseñado…
Es decir, hasta aquellos aspectos de nuestra personalidad que nos parecen más propios, en realidad son resultante de factores genéticos y factores ambientales que van desde haber recibido una alimentación adecuada, hasta haber crecido en un ambiente cultural adecuado y haber tenido experiencias valiosas y formadoras.
En esa perspectiva, los seres humanos estamos fuertemente predeterminados y nuestra capacidad de tomar decisiones se reduce a sólo una pequeña gama de posibilidades puntuales sobre las cuales podemos elegir con autonomía.
El Libre Albedrío con el que soñaron los teólogos occidentales, no sobrevive a la lógica implacable de que nuestras decisiones, lejos de ser libres, son obedientes a los imperativos genéticos y ambientales.
A medida que la ciencia avanzaba en la genética, fueron surgiendo inquietudes políticas. Con la aplicación de tests cada vez más perfeccionados, se llegó a la conclusión de que, en la amplia gama de nuestra actividad cerebral, desde el razonamiento hasta la emocionalidad, los factores genéticos tienen una incidencia que llega hasta el 80 por ciento de eso que llamamos inteligencia.
En inteligencia racional, se ha determinado que un 50 por ciento de la inteligencia está determinada genéticamente. Otros rasgos, como la dificultad para comprender lo que se lee, dependen en alrededor del 30% de factores hereditarios. El llamado “retraso mental” se ha relacionado a factores genéticos, de hecho, el retraso mental leve se manifiesta generalmente entre todos los hermanos de una familia.
En cambio, el retraso grave no suele darse entre hermanos, Es decir, se trataría de accidentes genéticos que pueden relacionarse a caracteres recesivos.
Otros rasgos generalmente aceptados apuntan a que la emocionalidad y la sensibilidad artística dependen en un 40% de factores genéticos, y que la sociabilidad y el carácter activo o ejecutivo, dependen en un 25% de los factores hereditarios.
A comienzos del siglo 20, se tenía ya un cuadro bastante completo en lo referente a la propensión genética para contraer determinadas enfermedades, así como ciertas características físicas que en su tiempo se consideraban deseables e importantes. Por ejemplo, solidez y potencia muscular, baja reacción al dolor y cierta impasibilidad ante el peligro.
Hacia 1920, hubo todo un movimiento político en Estados Unidos y Europa, para aplicar las tendencias genéticamente heredadas, para conseguir que la gente alcanzara rasgos que se consideraban adecuados. De hecho, para la inmensa mayoría de la gente, se recomendaba una educación sencilla y práctica, que imbuyera a los educandos con disciplina y perseverancia.
En buenas cuentas, lo que se proponía era formar una masa de trabajadores obedientes, tranquilos y sin más inquietudes que su disponibilidad de dinero seguro y crédito.
Junto a eso, se propuso identificar a los niños con altos puntajes de cociente intelectual, y proporcionarles una educación especial, apuntada a formar una clase social dirigente, dotada de inteligencia superior.
Es decir, se proponía que, mediante la educación y el manejo de las oportunidades económicas, fuera formándose una sociedad fisiológicamente diferenciada no en clases sociales sino en castas genéticamente asentadas y consolidadas.
Con ello, prácticamente, se podía perfilar una división de la especie humana en a lo menos dos subespecies bien diferenciadas.
Y entre las decisiones políticas más impactantes, se contó el que, en varios estados norteamericanos se legislara imponiendo esterilización no sólo para las personas con malformaciones físicas, sino a las personas que en los tests de inteligencia alcanzaran un puntaje inferior a 70.
La crudeza tan poco caritativa del enfoque hereditarista sobre los grupos sociales más desfavorecidos, produjo una reacción que duró hasta mediados del siglo 20, en que se atribuyeron las diferencias, ventajas y desventajas de los individuos, fundamentalmente a causas ambientales. Se afirmó que un medio ambiente de pobreza e ignorancia eran la causa de las diferencias de carácter e inteligencia.
Pero ya en las últimas décadas del siglo 20, a partir de los nuevos avances de la ciencia genética y el descubrimiento del ADN, el ambientalismo fue dejado de lado en gran medida, sobre todo al comprobarse que niños criados en ambientes idénticos, desarrollaban personalidades distintas y grados de inteligencia muy diversos.
Al avanzar en el estudio de la genética y de la biología molecular especialmente en el cerebro, volvió a cobrar relevancia el carácter genético, hereditario, de la inteligencia y la personalidad.
Y por cierto, con la revolución neoliberal de fines del siglo 20, las diferencias genéticas entre los diversos seres humanos pasaron a ser ponderadas como capital humano. El psiquiatra y neurólogo estadounidense Richard Herrnstein señala crudamente que la aptitud mental necesaria para el éxito social, es hereditaria, y que por consiguiente el estatus social se basa en las diferencias hereditarias de las personas.
Y que es más barato y eficaz sustituir a los seres humanos por máquinas, para los trabajos de baja o mediana exigencia técnica, mientras que, al menos por ahora, la inteligencia humana sigue siendo insustituible o muy cara de sustituir.
O sea, entre los rasgos genéticos socialmente hereditarios, se contaría la propensión a quedar cesantes.
Por cierto, no sólo los empresarios, sino también los padres de familia están progresivamente interesándose en la posibilidad de aplicar ingeniería genética para el desarrollo de la inteligencia.
El asunto comenzó como una razonable precaución de las parejas jóvenes para asegurarse de que sus hijos no tuvieran caracteres genéticos que produjeran enfermedades o malformaciones en los bebés. En muchos lugares del mundo desarrollado, ya es habitual que los novios se aseguren de ser genéticamente compatibles para tener hijos sanos y bien dotados.
Pero luego ha cundido el interés no sólo por compensar o corregir las deficiencias, sino, derechamente, incorporar en los embriones de la pareja, secuencias genéticas que incrementen la inteligencia del bebé, más allá de lo que en forma natural ambos padres pudieran proporcionar.
O sea, mandarse hacer una guagüita muchísimo mejor de lo que esos padres hubiesen podido lograr en forma puramente instintiva o emocional.
En estos momentos, los biólogos están tratando de averiguar en qué cromosomas específicos, en qué grupo de genes se encuentran las claves de la inteligencia.
Y por cierto ya hay muchas empresas interesadas en proporcionar el servicio de mejoramiento de guaguas de acuerdo a las exigencias del mercado.
Ese determinismo basado en una mezcla de apetencia de éxito económico, y tecnología comercializada, ¿qué tiene que ver con la libertad básica de ser uno mismo uno mismo? ¿No sugiere una forma sofisticada de producción de seres humanos destinados al mercado?
Pero no sólo se está trabajando en optimizar, o aumentar, la inteligencia humana. Con un criterio netamente orientado a la productividad, las grandes empresas están acelerando al máximo sus investigaciones sobre Inteligencia Artificial.
Aplicando las nuevas concepciones de física cuántica, se está logrando que una nueva clase de computadores no sólo analice los datos que se les proporciona. Esas computadoras ya logran detectar lo que falta y lo que sobra en términos de crear modelos. O sea, son capaces de exigir al hombre que las maneja, que busque y les proporcione determinados paquetes nuevos de información.
Fuera de eso, estas computadoras son capaces de detectar y definir sus propios errores, y aprenden a corregirlos sin intervención humana. Y, por último, lo más inquietante, son capaces de percibir proyecciones de su trabajo y sus análisis, más allá de lo que los operadores humanos le encomiendan. Es decir, pueden, en principio, tomar iniciativas e iniciar investigaciones por su cuenta.
Estas nuevas computadoras cuánticas, que se están desarrollando principalmente en Estados Unidos, Rusia, Alemania y China, son capaces de realizar operaciones a una velocidad millones de veces mayor que las más potentes computadoras tradicionales.
Incluso pueden ser capaces también de reproducirse, mejorar sus propios diseños y, eventualmente, tomar iniciativas para plantearse problemas y diseñar experimentos más allá de lo que hoy los seres humanos pueden concebir.
Imagínese la combinación de esas súper-computadoras cuánticas, con los sistemas de fabricación por impresoras tridimensionales.
No podemos sino preguntarnos, y ¿qué pasará si esas computadoras llegan a la conclusión de que los seres humanos no servimos para nada, en términos de productividad?
Se ha denunciado que a nivel mundial ya hay una elite de súper personajes, señores del dinero, del poder político, de la producción, y, por supuesto, también señores de la guerra y la paz.
No son necesariamente un club, ni una conspiración, ni una secta. Simplemente se comunican entre sí y creen saber lo que se perfila en el futuro, y creen también saber cómo van a manejarlo.
Se dice que ya disponen de verdaderos archipiélagos privados de islas como de cuento de hadas.
Y, según varios importantes analistas internacionales, ya esta súper aristocracia está planeando el futuro sobre la idea de un planeta habitado por una trans-humanidad.
Unos seres perfectamente integrados con las máquinas inteligentes, y que, como las máquinas, pueden prolongar indefinidamente sus vidas e incluso transformarse una y otra vez, adquiriendo nuevas cualidades, nuevos poderes e incluso nuevas formas de belleza.
Y en ese paisaje de un futuro producido, administrado y manejado por una suerte de semidioses aristócratas… ¿Dónde cabe la idea de libertad?
Fíjese que una vez, en la casa del poeta Nicanor Parra, él nos comentó: Sobre la libertad, no pongo nada.
Y, bueno, yo le repuse: “Don Nicanor, Sobre la libertad, pongo el misterio”.
Él sonrió, redondeando un “artefacto” que dice, fíjese Ud:
“Sobre la libertad pongo el misterio, sobre el misterio ya no pongo nada”
Bueno. El misterio también puede ser peligroso, pero por cierto es más seductor que la mera productividad. Quizás en el peligroso misterio se oculta el sentido profundo de lo que es la Libertad.
Hasta la próxima, amigos. Cuídense, hay peligros que nos acechan de donde no lo esperamos.