Por Ruperto Concha / resumen.cl
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El tan admirado filósofo ateniense Platón afirmó en uno de sus Diálogos que para los sabios la verdad es el alimento del espíritu… pero que para las masas populares… la verdad es un veneno.
Por supuesto, y sobre todo para los periodistas, esa afirmación resulta incomprensible. Es verdad que la verdad puede ser peligrosa. Incluso a veces puede ser repugnante, o terrorífica, o dolorosa… Pero ¿podría eso hacer que la mentira sea preferible?...
Bueno… la verdad es que sí. Hay ocasiones en que la mentira puede salvarnos la vida. En la naturaleza casi todos los seres vivos recurren al engaño, a la mentira del camuflaje para ocultarse, tanto cuando son cazadores como cuando no quieren ser cazados.
Eso implica que en la naturaleza se miente como una acción de vida o muerte. Se miente muy en serio.
En cambio, en nuestros tiempos mercantilistas… ¿acaso hay alguien que crea que es verdad que “todo va mejor con Coca-Cola”? … Sabemos que es mentira, pero es una mentira simpática, un truco más bien inofensivo de mercachifles que quieren inducirnos a comprar.
Pero en cambio, en la convulsa, dolorosa corriente de la evolución de nuestra especie humana, la evolución de nuestra cultura, nuestras esperanzas y nuestro sentido de la belleza, la evolución de lo justo y generosamente satisfactorio para mucha, mucha gente que amamos y respetamos, aunque sean muy distintas de nosotros…
En esa peligrosa y difícil muchedumbre que llamamos la “Humanidad”…
¿Cuánta mentira puede ser aceptable si queremos vivir con dignidad?
¿Es la verdad un veneno para ellos?
En una entrevista de prensa cuando ya había comenzado la Segunda Guerra Mundial, el ya legendario primer ministro británico Winston Churchill les explicó a los reporteros internacionales que, en sus palabras,
“La verdad es un factor precioso y decisivo para la nación y su gobierno en tiempos de guerra. Es tan importante la verdad que debemos protegerla cubriéndola con una fuerte coraza de mentiras.”
En esa perspectiva, la verdad verdadera y desnuda debe mantenerse en secreto y únicamente los altos mandos especializados pueden tener acceso a ella, o, al menos, a la parte de esa verdad que les incumba.
Esa noción de secretismo y engaño sistemático indispensable para ganar una guerra ya había sido bien desarrollada por el general chino Sun Tzu 500 años antes de la Era Contemporánea.
Pero engañar al enemigo no es suficiente. En términos estratégicos es necesario también engañar a los propios combatientes y a la propia nación, a fin de evitar disconformidades que pudieran trabar o distorsionar las operaciones de guerra.
Por cierto, eso implicaba una poderosa manipulación de las noticias y control de todas las comunicaciones. Tanto las periodísticas como las de funcionarios civiles y militares
En Gran Bretaña, hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, había un sector importante de opinión pública que tenía simpatías hacia el nazismo alemán y, aún más, con el fascismo italiano. De hecho, el propio Winston Churchill envió varias cartas personales a Benito Mussolini, tratándolo de “querido amigo” e instándolo a no sellar una alianza militar con el régimen nazi de Hitler.
De ahí que Italia siguió declarándose “neutral” en el conflicto con la Alemania nazi hasta el último día de diciembre de 1939, cuando ya la Segunda Guerra Mundial había comenzado.
Tanto la derecha conservadora como un sector importante de la izquierda laborista seguían considerando que el principal enemigo de Europa y América del Norte eran los comunistas de Rusia que habían consolidado la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
De hecho, la Unión Soviética había sido expulsada de la Sociedad de las Naciones el 14 de diciembre de 1939, por su invasión a Finlandia, y se mantuvo al margen de la guerra, hasta el 22 de junio de 1941 por la decisión de Hitler de invadirla.
El ataque alemán contra la Unión Soviética movilizó más de 2 millones de soldados que inicialmente lograron avanzar hacia Moscú, pero luego los rusos iniciaron un contra ataque que culminó en las formidables batallas de Stalingrado y Kursk. Allí los rusos aniquilaron a más de dos tercios del poderío bélico alemán que inició una lenta y patética retirada y con ello quedó sellado el fin de la guerra.
Pero nuestro tema central está centrado en el conflicto entre la verdad y la necesidad, que en la Segunda Guerra Mundial culminó en una alianza entre dos formas de socialismo harto distintas entre sí, pero que encajaron juntas de algún modo.
En la guerra ruso-japonesa, durante 1904 y 1905, los ejércitos y fuerzas navales de la Rusia zarista fueron patéticamente derrotados por la invasión japonesa sobre Corea y Manchuria.
Japón se dio por satisfecho con el reconocimiento por las potencias occidentales de su ocupación total de la península de Corea, además de la isla de Taiwán y una vasta zona de Manchuria, que le arrebató a la China.
Esa derrota fue decisiva para la caída del régimen monárquico de los zares de Rusia, que se vio aún más desprestigiado por la triste intervención de Rusia contra Alemania y sus aliados en la Primera Guerra Mundial.
De hecho, las primeras acciones de fuerza revolucionaria marxista leninista se produjeron en San Petersburgo, en 1914, cuando un batallón de soldados retornados de Alemania, enviado a aplastar una violenta huelga de los obreros de la fábrica Citroën, y optaron por sumarse a los huelguistas y abrieron fuego contra la policía.
Con esa acción había comenzado la revolución rusa, pese a que en esos momentos había en varios puntos de la nación alrededor de 200 mil efectivos militares europeos poderosamente armados y aliados con los llamados “rusos blancos” que seguían leales a la monarquía de los zares.
Es decir, una Rusia derrotada y empobrecida iniciaba en 1914 el proceso revolucionario que en menos de 20 años derrotó a los ejércitos zaristas apoyados por Europa occidental, y creó en el país el formidable complejo industrial, tecnológico, científico y social que transformó a la Unión Soviética en la única potencia capaz de enfrentar de igual a igual a los Estados Unidos.
También en América se había producido un proceso revolucionario socialista de tremendo efecto histórico, en momentos en que Estados Unidos se hallaba sumido en una crisis económica con ruinosos niveles de empresas en bancarrota, cesantía y miseria en todo el territorio y que, durante 4 años seguía empeorando sin que la clase política pudiera darle una solución.
En las elecciones presidenciales de 1933 resultó vencedor un candidato que no podía caminar y tenía que desplazarse en silla de ruedas. Era Franklin Delano Roosevelt, un demócrata seguidor de las ideas de socialismo democrático planteadas por el economista Maynard Keynes.
Roosevelt aplicó las ideas Keynesianas en una fórmula que bautizó como “El New Deal”. “El Nuevo Contrato Social”. En sus palabras, “El bienestar de la nación es como un piso de tres patas. Si falla una pata, el piso se cae. Las tres patas son: El Capital, que crea industrias y aporta el dinero para la empresa. La segunda pata es el Trabajo, los que aplican inteligencia y empeño para la producción de bienes de la empresa. Y la tercera pata es el Estado, que analiza y planifica los proyectos, y que articula con justicia los intereses de los capitalistas y los trabajadores”.
Aplicando la planificación keynesiana, Roosevelt inició su pequeña revolución americana, obteniendo el apoyo del Congreso para promulgar leyes que aseguraban la creación de sindicatos y otras organizaciones de trabajadores y profesionales.
El New Deal encaró la crisis con una bien planificada intervención estatal. Lo primero, devaluó considerablemente el valor del dólar, con lo que puso más dinero en circulación. En seguida, reorganizó el sistema bancario y obtuvo la promulgación de leyes federales de seguridad social que garantizaban jubilaciones y pensiones de retiro. Además, comenzó a aplicar el sistema de endeudamiento del estado mediante emisión de bonos que pagaban intereses satisfactorios a los que los compraban.
El dinero recaudado por la venta de esos bonos permitió de inmediato crear grandes proyectos industriales, especialmente centrales hidroeléctricas, altamente rentables, cuyas acciones eran ofrecidas a la venta en las bolsas de comercio. Con ello, las nuevas empresas se privatizaban y el Estado recaudaba los fondos para cubrir sus emisiones de bonos de deuda, o sea, pagaba su deuda.
Esa política económica keynesiana del New Deal del presidente Roosevelt fue aplicada en la Europa de post guerra por prácticamente todos los países, y tuvo por efecto una enorme industrialización en la economía europea produciendo un régimen de gran bienestar social y empleo pleno.
Dos formas de economía basadas en la planificación y la intervención directa del Estado llevaron a un período histórico de gran prosperidad, tanto en el oriente marxista como en el occidente keynesiano, y las historias lúgubres sobre la Guerra Fría no van mucho más allá de la antipatía política.
De hecho, en los 45 años que pasaron desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y la desintegración de la Unión Soviética, las Naciones Unidas alcanzaron verdadera relevancia histórica, generando a nivel mundial organizaciones de gran impacto en el desarrollo de las naciones más atrasadas.
La única crisis realmente peligrosa entre el occidente capitalista y el oriente marxista fue la crisis de los misiles rusos en Cuba, que abordaron dos importantes líderes: El presidente de Estados Unidos John Kennedy, el ucraniano Nikita Khruschev, presidente de la Unión Soviética.
En la negociación entre ambos presidentes para evitar una guerra que necesariamente implicaría el uso de bombas atómicas, surgió el concepto MAD, sigla de Mutual Atomic Destruction. Destrucción mutua en guerra nuclear, y que, además, corresponde a la palabra inglesa “loco” … “Demente”.
Y ambas supremas potencias militares del planeta llegaron a un acuerdo. La Unión Soviética retiraría sus misiles atómicos de Cuba y Estados Unidos retiraría sus misiles atómicos de Turquía. Y tanto Moscú como Washington mantendrían comunicación rápida y segura para enfrentar cualquier riesgo de accidente nuclear.
En fin, el presidente Kennedy fue asesinado en Texas el 22 de noviembre de 1963, y en 1964 el presidente Nikita Khruschev fue reemplazado por Leonid Brezhnev, de una línea política más dura.
En realidad, después de las bombas atómicas lanzadas por Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki, sucesivos gobiernos americanos, tanto demócratas como republicanos, han optado por lanzar a Estados Unidos y sus aliados a guerras innecesarias y fracasadas.
En Corea del Sur, por razones misteriosas, Estados Unidos respaldó la antidemocrática toma del poder por el dictador Synghman Rhee, que llegó a hacerse célebre por sus asesinatos masivos de personas supuestamente vinculadas con el socialismo.
Synghman Rhee era aborrecido y temido, pero se mantenía en el poder por el respaldo del dictador de Taiwán Chiang Kaishek, y del general estadounidense Douglas MacArthur.
En esa situación el régimen comunista de Corea del Norte lanzó en 1950 una invasión para unificar las dos Coreas. El General MacArthur, en respuesta, desplegó una gran fuerza militar estadounidense reforzada por sus aliados europeos. Contraatacó la invasión y a su vez invadió a Corea del Norte.
La guerra de Corea se prolongó hasta 1953, cuando un ejército de voluntarios chinos acudió a socorrer a los norcoreanos y expulsaron a tiros a los estadounidenses de regreso hasta la línea fronteriza inicial.
La aventura guerrera del general MacfArthur en Corea tuvo un costo de 50 mil soldados estadounidenses muertos y 80 mil con gravísimas heridas, muchas de las cuales los dejaron inválidos.
El dictador Syghman Rhee finalmente fue derrocado en 1960 y huyó a Hawaii llevándose una importante fortuna en oro.
Dos años después de la desastrosa guerra de Corea, en marzo de 1965, Estados Unidos intervino con sus tropas dando comienzo a la también desastrosa guerra de Vietnam que se prolongó hasta la derrota de Estados Unidos en 1975 y en la que murieron 57.939 soldados estadounidenses, y un estimado de 2 millones de civiles, incluyendo más de doscientos mil niños.
Pese a esas humillantes derrotas militares, Estados Unidos con sus aliados continuaron sus intervenciones militares sobre otras naciones, incluyendo operaciones ilegales, narcotráfico y tráfico de armas en Nicaragua y Panamá. Tras la disolución de la Unión Soviética, los gobiernos de George Bush padre, Jimmy Carter, Bill Clinton, George W. Bush y el Premio Nobel de la Paz Barak Obama, lanzaron 14 sangrientas intervenciones militares, incluyendo el secuestro y el destierro del presidente de Haití, Jean-Bertrand Aristide.
En 1991, la Operación Tormenta en el Desierto. 1993, Somalia, 1995, Bosnia y Herzegovina. 1998 bombardeo sobre la ciudad de Jaartum, en Sudán, y Afganistán. 1999 destrucción de Yugoslavia, con la OTAN, usando bombas de uranio empobrecido.
2001, invasión a Afganistán. 2002 sangrienta intervención antiterrorista en Filipinas. 2003 a 2011, Guerra e invasión a Irak, 2007 nueva intervención en Somalia. 2011, intervención de la OTAN y derrocamiento de Anwar Khadaffi.
2011 y 2012, Ataques selectivos con drones asesinos en Yemen, Pakistán y Somalia.
2014, ocupación militar de territorios en Irak y Siria…. Más sus operaciones clandestinas actuales en Perú, Colombia, México y Sudán. ¿Qué tal?
Sin embargo, la gran prensa transnacional, siguiendo su “narrativa” unificada, o sea, su versión de la verdad o de mentira, acusa en estos momentos a la Federación Rusa y al presidente Putin de ser una amenaza imperialista sobre el resto del mundo.
Decir la verdad es problemático. Pero mentir es aún peor, pues conlleva una pérdida acumulativa de la capacidad de pensar con claridad.
Cuando los poderosos del mundo presentan esos síntomas, se convierten en lo que podríamos llamar los Potentontos… peligrosísimos potentontos mundiales.
¡Hasta la próxima, gente amiga! Cuídense. Hay peligro.