Por Moussa Bitar / Traducido al inglés por Boulevard International, al español por Sinfo Fernández.
En medio del caos que asola Alepo y al resto de las ciudades sirias, los niños continúan yendo al colegio. Las ruinas pueden reconstruirse, las piedras apilarse de nuevo, le dice el director a un maestrode Alepo; mientras sigamos vivos hay esperanza. Pero el maestro mira las ruinas de sus propios estudiantes y se pregunta cómo puede quedarles aún algo de esperanza.
Contemplo sus rostros pálidos de terror, tan indefensos, temo que el tejado se derrumbe sobre nuestras cabezas y muramos todos juntos bajo los escombros.
El fragor de los disparos de artillería y las balas ha asaltado de repente nuestra aula. Los niños se han puesto de pie temblando y tambaleándose en el familiar ritual del miedo: gritando y llorando de terror. Poco después entra el director del colegio. “No pasa nada”, grita. “Seguid con la lección. La situación está controlada”.
Se vuelve hacia mí echando chispas por los ojos. “Profesor, trate de mantener la tranquilidad en el aula. Se trata sólo de un intento fallido de infiltrarse en las zonas seguras”. Sale fuera un momento, para volver de nuevo vociferando, gritando aún más fuerte en esta ocasión. “¡Termine la lección! Los traidores han sido aplastados. No pierdani un minuto más”.
Ser profesor aquí, en Alepo -en uno de los pocos colegios que todavía quedan en pie- apenas es ya tarea para un educador.
Las condiciones en las que viven los estudiantes se han transformado tanto… igual que su forma de pensar. Estos días me asedian continuamente con preguntas que realmente no puedo responder. Como estudiantes, sus necesidades han cambiado; exigen explicaciones para palabras y expresiones que no tienen cabida en los textos escolares. A pesar de nuestra catástrofe común, no hallo valor para hacerle al director todas las preguntas que rebotan sin cesar en mi propia mente.
¿Cómo puede pretender que termine la lección de hoy cuando el país se desliza cada vez más hacia la devastación y la ruina? Más de 5.000 colegios han cerrado sus puertas. Más de un millón de escolares sirios se han convertido en refugiados, desperdigados fuera de su país, ¿y se pone a hablarme de la necesidad de “proyectos para apoyar psicológica y socialmente a nuestros estudiantes” y de “sesiones intensivas durante el verano para reconstruir las habilidades y conocimientos de los estudiantes”?
¿De qué reservas de fortaleza se espera que eche mano para completar el plan de estudios de este curso cuando día tras día los confines del fuego y de la violencia son cada vez mayores, arrasando tanto lo que queda en pie como lo que ya ha sido demolido, devorando por igual la inocencia y el mal?
No queda ya ningún símbolo de futuro que ofrecerles.
Y los niños están cargados de preguntas que me paso el tiempo tratando de esquivar porque no resulta apropiado hablar de política dentro del aula.
¿Por qué nos está pasando esto a nosotros?
¿Por qué Hasan ha perdido la pierna derecha?
¿Por qué nuestros parques se han convertido en cementerios?
¿Por qué todos nuestros antiguos zocos están destruidos?
Cada mañana cuento a los ausentes. Detrás de cada ausencia está la historia de un nuevo huérfano. La historia de una nueva herida de metralla. La historia de una nueva partida hacia el exilio. La historia de otro niño que toma un arma y se une a alguno de los grupos armados.
Todavía vienen y me cuentan los últimos sucesos que han visto con sus propios ojos. Me hablan de los últimos escritos que han subido a las páginas de Facebook los que están a “favor” o los que están “en contra”. Las historias que me refieren son a menudo reflejo de las grietas sin fondo que se han abierto entre ellos, las divisiones sobre las que dudo que algún día sean capaces de tender algún puente.
Y hay días que los niños llegan y me cuentan cosas por las que de alguna forma no voy a ser capaz de mantener el aula “bajo control”.
Y esos días, de forma instantánea, el caos estalla justo delante de mis narices. Pelean y se gritan unos a otros. Se lanzan aviones de papel. Sacan espadas de plástico y pistolas de juguete de sus mochilas y al momento se dividen en varios batallones de combate, cada uno con su propio comandante militar; vuelcan las sillas para convertirlas en barricadas mientras pelean y les oigo amenazar con asaltar la oficina del director para “liberarla”.
El director tiene razón, tengo que “mantener el control de mi clase”.
Afuera acaba de caer otro cohete, su metralla se estrella contra el suelo del patio del colegio y trae con ella la voz del director, que grita más fuerte aún: “¡Termine la lección en el primer piso! ¡No pierda ni un minuto más!”
Le recuerdo que ya hace tres años que nunca subimos al segundo o tercer piso por razones de seguridad. “¿No son esas sus instrucciones específicas, señor director?”
Hay una ambulancia en el patio del colegio y frente a ella el director niega ante los estudiantes y el resto de nosotros que haya habido heridos o muertos. Insiste en que el único daño lo ha sufrido el edificio y el mobiliario. Entonces, ¿qué es exactamente lo que se está llevando la ambulancia? ¿Qué hay dentro de esas grandes bolsas de plástico? ¿De dónde vienen esas manchas rojas que salpican todo el patio? Nadie responde. Es como si no hubiera nada más normal que la vista de la muerte, de los cuerpos destrozados, de las heridas de metralla y las balas perdidas.
Vuelvo a casa dando gracias a que la protección divina haya impedido que alguno de los niños del turno de la mañana resultara herido, aunque al final no hayamos podido terminar las lecciones programadas.
Pero mi mente sigue aún preocupada por los niños que vendrán en el turno de la tarde. Desde julio de 2012, los enfrentamientos armados en Alepo no han cesado nunca.
¿Y qué pasa con todos los escolares en sitios aún más lejanos, en Aden, en Sanaa, en el Sinaí, o en Bengasi o en Mosul? La lista es interminable, tantas ciudades y pueblos que están siendo justo ahora devorados por feroces batallas.
La voz del director me persigue hasta aquí, al menos en los rincones de mi mente: “Es mejor ver piedras destruidas que personas muertas”. Trato de convencerme a mí mismo de esta idea mientras intento poner en orden mis pensamientos. ¿Qué es lo que valen los viejos zocos, con todos sus pasajes destruidos? ¿El pasaje de las especias, el pasaje de los joyeros, el pasaje de los tejidos de algodón, el pasaje de las abayas, de la seda, del cobre, del jabón de laurel? ¿El valor de todos los viejos cafés que solía haber frente a la ciudadela? ¿Para que servirían, de todos modos, si no va a quedar un ser humano respirando?
Y si todo eso ha desaparecido ya, ¿acaso la memoria arqueológica de Alepo no se ha convertido ya en polvo y tierra yerma? ¿El recuerdo de la prosperidad comercial e industrial del reino más poderoso del Oriente fundado hace cuatro mil años…?
Pero el director dice: “Las personas son lo más importante. Todas las piedras pueden reconstruirse y restaurarse”. Trato de aceptar las insoportables racionalizaciones del director, sus sueños felices de limpiar los escombros, de reconstruir nuestra ciudad y los planes abstractos de recuperar y sanar nuestra humanidad.
Y así, bajo el estruendo de los cohetes que caen sobre el este y el oeste de Alepo, empiezo a preparar las lecciones de mañana, siguiendo un plan de estudios lleno de instrucciones acerca de que los estudiantes escriban ensayos sobre la caída de la lluvia y el trino de los pájaros en la primavera y, desde luego, sobre esos maravillosos viajes a la orilla del mar en verano.
Tenemos que seguir el plan de estudios de la oficina nacional de educación. Pero en mi caso he tenido que ir más allá de todos sus planes e instrucciones, más allá de las protestas del director, porque los niños están burlándose del contenido de sus libros de texto escolares.
Y también porque no quiero que se lancen de nuevo aviones de papel unos a otros y porque no quiero que empuñen sus espadas de plástico y pistolas de juguete ante mi cara o la cara de nadie.
Empezamos el curso escolar trabajando juntos para seleccionar otros temas de discusión. Temas que resulten adecuados para aulas que han sido sacudidas por la guerra, por la densidad de los niños que atestan ahora las clases, por la obligación de tener un turno de mañana y otro de tarde.
Intentamos encontrar temas que ofrezcan alternativas a las cosas que han desaparecido de nuestros planes de estudio: los deportes, la música, el arte. Tratamos de encontrar alternativas a las excursiones escolares que en otro tiempo hacíamos a la antigua ciudadela de Alepo, a sus museos, a sus fábricas.
Las conversaciones de los niños han cambiado mucho. Ya no tienen miedo del director. Ya no pueden soportar seguir intentando aprender los estilos de la poesía antigua, las reglas de la antigua gramática.
Se han vuelto expertos en escribir historias desgarradoras. Historias que hablan de lo que han visto y oído que está sucediendo con su propia ciudad, de lo que escuchan que está sucediendo a las ciudades de Egipto, del Yemen, de Iraq, de Libia. A algunos de ellos les gusta escribir sobre la añoranza y nostalgia que sienten por las barriadas que tuvieron que abandonar, por los amigos y vecinos de cuyo destino no saben nada. A algunos les gusta recordar a la muchacha que vivía al lado, rememorando la pasión de las cartas adolescentes.
Los textos que escriben están llenos de palabras y expresiones nuevas, ninguna de ellas presentes en los diccionarios árabes, ya sean antiguos o modernos. Palabras y expresiones que no deberían formar parte de sus vidas, que abrasan con los detalles de sus días brutales.
“Francotiradores, Daesh, Frente Al Nusra, cohetes de fabricación casera, cohetes Abu Shajra [cohetes rugientes], cañones del infierno, solución política, victoria militar, lugares calientes, zonas seguras, bombas de barril, chalecos explosivos, el emir, el grupo, yihadistas árabes y extranjeros…”
Palabras nuevas y expresiones nuevas que obligan a los profesores a tener un conocimiento detallado de cada desarrollo de las guerras civiles que están desgarrando toda la región, transformándonos en expertos militares que conocen todos los detalles de las cambiantes líneas de demarcación en los mapas que dividen las barriadas, los pueblos las ciudades.
El lenguaje de la guerra que se libra sobre nosotros se ha infiltrado en cada colegio, en cada aula. Se ha instalado incluso en el sillón del director, es el nuevo diccionario de nuestros niños, el glosario de una indescriptible brutalidad.
Moussa Bitar es escritor sirio y maestro de escuela en Alepo.
Fuente: Rebelion.org