Aniceto Hevia / resumen.cl
-¿Qué es la muerte José?
-Es cuando uno deja de moverse y de pensar.
-¿Eso no más?
-Y también cuando uno deja de tener miedo del día siguiente y no busca más la comida.
El Canaca. Patricio Manns
El 30 de septiembre de 2016, ocho albañiles y otros tantos jornales dejaron de laborar en la construcción del edificio donde habían permanecido durante un año y medio. Jaime Ormeño pertenecía a este grupo. Su último anexo de contrato tenía vigencia hasta la finalización de la cuarta etapa de la edificación de la obra, la cual se había cumplido a fines del mismo mes.
Atrás había quedado el ajetreo diario y las horas extraordinarias, hechas cotidianas, para cumplir con los plazos estipulados en el proyecto. Ahora sólo quedaba engancharse en uno nuevo, pero no sin antes sacarle una alita al finiquito y pasarlo bien. Si hasta el Luz Di se había resuelto a ir, aunque “piola”, nadie podía hacerse el esquivo.
Jaime arrendaba una casa interior, o sea, una casa dentro del patio de otra. Ahí vivía junto a Myriam, su pareja, y Pablo, el hijo de ella. Habían llegado a Concepción desde Coronel, donde habitaban en la casa de su madre hasta cuando Myriam comenzó a trabajar como asistente en un colegio de la comuna penquista, por cuanto decidieron mudarse, buscando evitar el gravoso gasto de tiempo y plata del trayecto entre las comunas.
Hacía unas cinco semanas, Myriam sabía que estaba embarazada y su entusiasmo era evidente. Cuando se lo contó a Jaime, éste quedó atónito. No obstante, intentó sobreponerse a él mismo y, considerando que Myriam no estaba dispuesta a revertir esta condición, procuró no mostrarle su preocupación por las dificultades que sobrevendrían, tratando de expresar satisfacción y confianza.
Su primer día como cesante fue sábado y la resaca de la celebración le impidió incorporarse inmediatamente después de haber despertado. Desde hacía un año y medio no se había levantado tarde ninguna mañana sabatina, al contrario, se iba temprano para la última jornada de la semana, la cual, aunque era más corta, no era menos extenuante producto del cansancio acumulado de la semana. Pasado el mediodía, Jaime, Myriam y Pablo, fueron a la feria para aprovisionarse y después viajaron a Coronel a visitar a su madre, quedándose ahí hasta el domingo por la noche.
Para él, la semana transcurrió entre los trámites del cobro del seguro de cesantía, los llamados a antiguos compañeros en busca de un nuevo empleo y la formulación de diversas expectativas a partir de sus respuestas. Si bien, había reunido dinero, sabía que el embarazo de Myriam y el nacimiento de la nueva criatura conllevarían gastos para los cuales se debía preparar.
Cada día no trabajado comenzaba a representar una merma en los nunca suficientes ahorros y, por ello, tomó la decisión de colocar avisos en algunas emisoras de radio para ofrecer sus oficios a quienes los requirieran, al menos, en el ámbito doméstico.
La tarde del domingo quiso preparar papas fritas para compartirlas con Myriam y Pablo para cuando regresaran de la iglesia. Mientras estaba friendo lavó unos platos sucios en el lavadero contiguo a la cocina donde estaba la olla que contenía las papas sumergidas en el aceite caliente. Al finalizar el lavado, de forma refleja, sacudió sus manos y una cantidad indeterminada de gotas de agua cayó en el contenido hervoroso, provocando una inflamación inmediata.
La casa era de madera y la cocina tenía un vinílico del cual Jaime conocía su combustibilidad. Espontáneamente tomó la olla de sus dos manillas e intentó salir con ella por la puerta hacia el exterior y, de ese modo, botar en la tierra la base de la llama. Cuando estaba ya en la puerta optó por abrir el pestillo con la mano izquierda, sujetando la olla con la diestra. No obstante, su peso era tal que no pudo sostenerla y ésta se vertió completamente, empapando su antebrazo y su mano izquierda con el aceite, y encendiendo el piso de madera. En un intento denodado por revertir la situación, intentó abrir la puerta, también encendida en su parte inferior, manipulando el cerrojo con su mano derecha, pero la abrasadora temperatura y la viscosidad con la cual había quedado, no le permitió asirlo y sacar la barreta metálica del hoyo del borde de la pared. Cuando extrajo su mano de ahí, sintió punzadas en los dedos, las cuales se intensificaron al ver sus manos y su antebrazo izquierdo con la piel convertida en una tela arrugada sobre la carne candente. En ese momento, el dolor se magnificó hasta abarcar toda su conciencia, anulándola y dejándola en suspenso.
Luego de ver la humareda desde su casa, el dueño bajó el interruptor automático de la propiedad, tomó la manguera con la cual regaba el jardín y la unió al grifo del lavadero del patio, desde el cual echó a correr el agua con toda la presión posible. Con un puntapié, abrió lo que quedaba de puerta y acabó por sofocar el conato de incendio.
Para verificar la extinción completa del fuego, entró en la casa y divisó el cuerpo tendido de Jaime. No sabía cómo tomarlo sin dañarle más aun sus extremidades. Llamó al Hospital Regional relatando la situación y pidiendo la concurrencia de una ambulancia, pero le dijeron que “estaban todas en emergencia” y que, si podía, mejor lo llevara él mismo, por cuanto, con la ayuda de un vecino, así lo hizo. Cuando iban en el vehículo, Jaime despertó, volviendo a sentir el tormento anterior del cual no pudo librarse salvo por la ingesta de calmantes.
* * *
Ya habían pasado dos semanas y la infraestructura dañada de la casa había sido reparada a costo de los ahorros de Jaime. Luego de extraerle la piel y las porciones de músculos afectados, la enfermera le advirtió un extenso periodo de recuperación que aun estaba en su fase inicial. No podía tomar objetos y tampoco sabía hasta cuando Myriam iba a tener que darle la comida en la boca o sacarle con papel los residuos de excremento de su ano. Todos sus quehaceres dependían de ella e, impotentemente, sentía como su capacidad proveedora se diluía, mientras la necesidad se cernía como un destino ineluctable.
La insuficiencia del dinero percibido por Myriam, que pasaba estrechamente el salario mínimo, los ahorros cada vez más exiguos y la espera de la parición, se habían convertido en el contexto de un progresivo deterioro de la relación. Las situaciones que inicialmente fueron irrisorias o, incluso, provocadoras de encuentros sexuales, ahora sólo provocaban rechazo. Jaime sufría de una aversión hacía sí mismo y hacia su condición, pero acababa por expresarla contra Myriam, quien se sentía cada vez más agobiada. En todo este tiempo, había experimentado una paulatina anulación de sí misma, como si la solidaridad hacia Jaime hubiese desembocado en su propia degradación. Se repugnaba a ella misma y a su imagen de sirviente de Jaime. Todas sus cavilaciones arribaban a la conclusión que la desgracia de Jaime no podía justificar su padecimiento pero, a la vez, era impotente al momento de tomar determinaciones que representaran una ruptura con este modo de existir.
Sin que se recriminaran, había una distancia henchida de silencio y reprobación entre los dos. Jaime podía explicar sus causas, pero no era capaz de reconducir sus reacciones. Seguir viendo un montón de gasa, en lugar de manos, desembocaba en que sus consideraciones fueran cada vez más estrechas, restringiéndolas, ni siquiera a él mismo de manera compleja, sino que a lamentaciones que chocaban contra el muro de su propia realidad. Notaba que había cambiado, transformándose en un incapaz. De niño se había familiarizado con el dicho de “no me (no te) cortaron las manos”, pues se lo había escuchado a los mayores, siempre en contextos de cesantía. Pero, ahora: ¡Qué tenía!; ¡Qué podía hacer! En el transcurso de su vida había laborado en los mil y un oficios, pero en ese momento no podía desempeñar ninguno. Sentía que le habían quitado todo, pero no podía culpar a nadie. Aunque seguía recibiendo la asistencia de Myriam, en su casa, habitada por lo que comúnmente se hace llamar familia, crecía en él una percepción de soledad y de obnubilación, en tanto sus hábitos y convicciones se destrozaban ante un presente privado del único fundamento de su frágil ecuanimidad anterior. Estaba convencido de haber sido irremediablemente despojado de los atributos que le otorgaban el derecho a ser un hombre.
* * *
Días después, luego de saber que su mamá saldría un lunes por la mañana, llegó a hasta su casa en la población coronelina de Yobilo. Con dificultades pagó su pasaje con un billete de mil pesos y, con mayores aun, pudo guardar el vuelto en su chaqueta. Como Myriam trabajaba y Pablo estudiaba, no avisó a nadie de su salida y, ya que aun conservaba las llaves de la puerta de acceso, pudo entrar a la casa sin pedirle a su madre que le dejara las suyas con la vecina.
Ya dentro, pudo observar en silencio la cocina y el comedor diario donde había transcurrido gran parte de su vida. Mirando una banca, con la pintura blanca ya descascarada, recordó que la había hecho su papá y evocó el momento en que, siendo niño y sentado en ella, veía una miga de pan caída entre sus piernas y con el índice de su mano derecha, mojado en saliva, la presionaba contra la madera, adhiriéndola a éste y llevándosela a la boca. En tal instante pudo revivir con añoranza una especie de armonía que creyó predominaba en su vida infantil, una suerte de conformidad con el presente y despreocupación por el mañana.
Seguidamente, concurrió a la leñera, extrajo de ahí un cordel, con el cual se había quedado luego de haber trabajado encarpando y desencarpando los vagones ferroviarios que arribaban al puerto coronelino con productos forestales. Puesto en su hombro, lo acarreó hasta el parrón. Volvió a la cocina y, con sus antebrazos, atenazó la vieja banca, trasladándola hasta el mismo lugar donde estaba el lazo, el cual recogió para después pararse sobre la banca con él en las manos. Con gran dolor envolvió sucesivas veces el cordel a una de las vigas de acero sujetadoras de la parra y con lágrimas que contenían alaridos, acabó por atar lo más fuerte posible la cuerda, para después envolver y amarrar en su cuello el resto de ella, dejándola tirante con la viga. La gasa de sus manos se había empapado de un fluido amarillo y tenía la sensación de estar partiéndoselas en las uniones ya reconstruidas. Como una reacción a lo insoportable del dolor, miró hacia la banca y la empujó con la punta de un pie. Nunca se sabrá si fue por un titubeo o por el ancho de ésta, y su consecuente estabilidad, que no se dio vuelta con este primer intento, debiendo hacer otro más enérgico, provocando que los 80 kilos de su cuerpo cayeran en el vacío y sólo pendieran de la soga atada a su cuello, sintiendo que su garganta se desprendía de lo demás.
Si bien, el domingo había tomado la decisión, no había considerado el dolor que implicaba acabar con su propia existencia, pues sólo había pensado en dejar de vivir. Sin embargo, la realidad se imponía como siempre, sin concesiones y, por cierto, ineludible. Así notó su imposibilidad de inspirar y un terror, hasta entonces ignoto, colmó cada zona de su encéfalo y cada poro de su piel, que no hicieron más que sudar intensamente. Levantó sus manos hacia el cuello, intentando deshacerse de la cuerda, pero ésta lo apretaba con tal fuerza que sus dedos, sin cobertura cutánea e hinchados con la sangre depositada en ellos, no pudieron, ni siquiera, introducirse bajo la soga, acabando por provocar un movimiento pendular que solo aumentó la presión de su estrangulamiento. Inmediatamente, con sus manos, buscó la viga para sujetarse, pero sin la suficiente fuerza prensil y con sus dedos enrollados en la gasa empapada, no podían asirla. Sus brazos podían levantarse cada vez menos y en su interior percibía un miedo que en su conciencia irrumpía de forma estridente y trágica. Miro hacia abajo, donde yacía la banca botada como declarando la irreversibilidad de su situación y lloró por él mismo, lloró en seco, y hondo, sin recordar a nadie, ni a nada. No soportaba su angustia por el presente y su miedo al futuro, pero ahora quería vivir, a pesar de todo, sin saber cómo, ni por qué.
Imagen: Arte para perplejos