Editorial
La vieja ley del terror
El actual gobierno de la Nueva Mayoría ha reproducido de manera burda las prácticas de manipulación mediática que tanto utilizara el anterior gobierno de la derecha. Estas se han utilizado en forma reiterada en maniobras destinadas a encubrir y disfrazar los arreglines y cocimientos en las reformas que debían estar siendo adoptadas producto de la exigencia ciudadana. En ello los gobernantes han dado cátedra, en concomitancia con sus pares de la derecha política y sus mandamases del mundo empresarial.
Pero en donde han llegado a límites grotescos en estas maniobras manipuladoras ha sido en el manejo de los casos de bombas que ciertos trastocados individuos o grupos antisistémicos se han empeñado en instalar en el último tiempo. Más allá de las implicancias legales que policial o judicialmente el asunto de las bombas y sus autores pudiera tener, lo cierto es que el gobierno y la clase política en su conjunto, han utilizado estos episodios aislados como punta de lanza para introducir más políticas restrictivas y represivas en la modificación (o modernización, como le dicen) de la repudiada ley antiterrorista.
Resulta curioso que cuando la protesta ciudadana va en aumento, que cuando la movilización social se radicaliza, que cuando el uso y abuso de la ley antiterrorista en que han incurrido los gobiernos chilenos ha sido cuestionado y condenado por organismos internacionales de justicia y de derechos humanos, en Chile se produzca artificialmente un clima en que pareciera que no hay más solución que empezar a aplicar las penas del infierno a cualquier asomo de protesta ciudadana so pretexto de que están incurriendo en actos terroristas. Resulta curioso y molesto que, de pronto, generen artificiosamente un clima en donde pareciera que lo que ocurre en la franja de Gaza, en Ucrania o Irán, es un chiste al lado de los terribles peligros que representa algún grupo marginal jugando a ser radical.
Los bombazos existieron y alguien los instaló, eso es evidente; pero resulta curioso, por decir lo menos, que todos los movimientos y acciones de los supuestos autores de la colocación de bombas hayan sido registrados por cámaras y lo muestren, además, profusamente en los medios. Difícilmente se podrían registrar todos los movimientos y acciones de todos los usuarios de tarjetas BIP del Transantiago, o usuarios del metro, o visitantes de centros comerciales, o transeúntes de calles capitalinas, pero con todo este despliegue “informativo” nos pretenden hacer creer que todo está vigilado, bajo control. Por tanto, no intentes hacer nada, es el mensaje. Todo esto es un bien montado show, en donde los supuestos autores no juegan más que un rol de títeres, manipulados, hechos actuar o dejados hacer por maquinaciones e intereses de oscuros grupos de “inteligencia” policial o antiinsurgente. Los supuestos grupos radicales son metidos al show por antojo y capricho de los guardianes de los poderosos. En esta coyuntura política parece evidente la necesidad de criminalizar la protesta social, de calificar como delitos cualquier acción o manifestación que atente contra la estabilidad económica y política de los dueños del poder político y económico. Y si esos delitos se pueden catalogar como delitos terroristas, tanto mejor pues es mayor la condena.
Resulta curiosa toda esta ofensiva mediática. Pero no tanto. Es solo la repetición de una vieja práctica de una clase política oligárquica y descompuesta cuya única finalidad es servir fielmente a los dueños del poder económico y cuyo pago es la conservación de sus posiciones de dominio en la administración del país, o más bien del modelito que tienen que cuidar y ayudar a perfeccionar. En este caso, el show de las bombas y del subsecuente perfeccionamiento de la ley antiterrorista no solo busca criminalizar la protesta social de modo permanente para inhibir las manifestaciones sociales, sino que también ha servido al propósito de distraer la atención de la opinión pública, de la ciudadanía, respecto de las cuestiones esenciales que tendrían que estar siendo abordadas en el marco de las reformas que gobernantes y parlamentarios han reservado para su “cocina”. En otras palabras, esta farsa mediática ha contribuido de manera eficaz para mantener a las organizaciones sociales y a la ciudadanía alejada de posibilidades de intervenir en las discusiones y definiciones respecto de las reformas.
Ciertamente los actuales gobernantes han copiado bien las artimañas mediáticas y manipuladoras de las que tanto abusó el pasado gobierno. Pero que no se confundan; este juego ya lo intentó Hinzpeter y fracasó. Hay una ciudadanía más avispada allá afuera, más despierta y ya harta de contubernios, concomitancias, colusiones, consensos, conciliábulos, y “cocinas” de trastienda.