La Plaza de la Dignidad fue nuestro sueño […] Esta plaza la planeamos con argumentos / la chillamos en todas las plazas de Chile […] para recuperar el habla/ de nuestra memoria humillada tan injusta/ esta historia ha sido transmitida palabra a palabra.
Carmen Berenguer, Plaza de la DignidadPor Gloria Elgueta Pinto, licenciada en Filosofía
Esas palabras son las que irrumpieron convertidas en escritos y consignas, en muros y redes digitales, en pancartas, afiches y panfletos. Esas palabras denunciaban las injusticias, desigualdades y dolores, la violencia de los poderosos, las complicidades y la indiferencia. También, expresaban las demandas y deseos de una vida imaginada, de esa vida aún por venir, en algunos casos ya prefigurada a través de nuevas prácticas. En medio de esa irrupción masiva de textos e imágenes, tengo el recuerdo de un mensaje diferente que parecía renunciar a toda esa expresividad y sólo decía así: “Son tantas las huevas que no se qué poner en este cartel”. Su lectura provocaba más de una sonrisa, pero sobre todo acuerdo, asentimiento. Al reconocer la dificultad de elegir una sola idea, o formular una síntesis de toda esa multiplicidad —“son tantas”—, la autora o el autor logró transmitir una idea fundamental, presente durante toda la revuelta: el problema no era uno. Y ya no se trataba de demandas sectoriales. Como aprendizaje, no fue poco.
Así, a lo largo del proceso que culminó en la Revuelta y luego continuó abierto, hemos pasado de una comprensión fragmentada de la realidad social a una comprensión compleja, condensada, que posibilita la reunión de lo disperso, la convergencia de diagnósticos y demandas que durante más de una década se habían abierto paso, no sin dificultades, a través de múltiples luchas sectoriales. La revuelta es justamente esa condensación de una pluralidad que representa diversas expresiones de lo social, y hace visible su politicidad.
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Lograr mejores salarios y previsión, educación gratuita y de calidad, salud, participación e incidencia en las decisiones que afectan la vida en común, dejo de ser una lista de reivindicaciones y derechos fundamentales, para comenzar a configurar un proyecto de transformación del orden existente, ese orden que gobierna las instituciones y el mercado, y también aquel que rige todo tipo de relaciones consagrando las desigualdades y asimetrías de poder en todos los ámbitos de la vida.
A dos años del inicio de la Revuelta, y aún sobre la marcha, es posible afirmar que, entre muchos otros aprendizajes, la Revuelta instaló una comprensión distinta de la noción de derechos humanos y de su relación con la política. Esto es particularmente importante porque durante décadas, la visión oficial circunscribió el tema a los crímenes de lesa humanidad cometidos por la dictadura y a las víctimas de esos delitos, omitiendo otras graves vulneraciones a los derechos políticos, económicos, sociales, culturales y ambientales sufridas por una gran mayoría de la población, producto de las políticas y transformaciones impuestas a sangre y fuego.
Durante la postdictadura esa visión se hizo hegemónica y dichas violaciones pasaron a ser una especie de externalidad negativa del modelo económico, en lugar de ser reconocidas como lo que son: su contracara inseparable, sin la cual éste no habría sido posible. La Revuelta desarmó esa concepción y puso en cuestión, hasta sus cimientos, a todo el sistema, visibilizando la íntima relación existente entre el modelo político económico y la violencia estatal, ya no sólo durante la dictadura para su instalación, sino también durante esta democracia restringida para su continuidad y profundización. Así, se hizo evidente la implementación, en este periodo, de diversas medidas y dispositivos represivos que han buscado criminalizar la movilización y organización social y política, así como también ocupar policial y militarmente el Wallmapu para asegurar la explotación forestal de ese vasto territorio, hoy en manos de los grandes empresarios.
Pero si bien las políticas represivas se desplegaron durante todo el periodo transicional, éstas se intensificaron a partir de octubre de 2019, mediante el uso de los estados de excepción que permiten la incorporación de las Fuerzas Armadas a tareas de seguridad y orden público, y de normas como la Ley de Seguridad Interior del Estado y la Ley Antiterrorista. Buscando convertir la excepción en normalidad, el gobierno de Sebastián Piñera promovió varios proyectos de ley, entre ellos, el que busca mantener a las FF.AA. en esos roles y el que modifica el Sistema Nacional de Inteligencia. Al mismo tiempo se modificó el Código Sanitario para usarlo como dispositivo represivo durante la pandemia, y se aumentó la penalidad de delitos o faltas ya contempladas en la legislación, con el apoyo de parte de la oposición parlamentaria. En suma, un amplio repertorio de normas, mecanismos e instituciones mediante el que se ha intentado profundizar la criminalización social, avanzar a la militarización del control del orden público y a la hiperconcentración de las decisiones en el presidente de la República. El resultado de ese entramado político represivo ha sido la violación masiva, sistemática y permanente de los DD.HH.: 46 personas muertas, 460 víctimas de lesiones oculares, y miles detenidas y torturadas en contextos de protesta. Estos hechos han sido ampliamente documentados por organismos de derechos humanos nacionales e internacionales, a pesar de la incapacidad y falta de voluntad del Estado para generar datos consistentes y fiables.
La pandemia tuvo el efecto de contener parcialmente la movilización que dio continuidad a la Revuelta, pero la política represiva se mantuvo. Durante 557 días, desde marzo de 2020 hasta octubre de 2021, se mantuvo un nuevo estado de excepción con las FF.AA. una vez más en las calles, medida justificada como parte de una “política sanitaria”, pero sobre la que no existe ninguna evidencia de su eficacia. Los únicos datos disponibles, aunque poco conocidos, han sido los efectos de la represión: en un año, de marzo de 2020 a marzo de 2021, se detuvo a 195.471 personas, y a otras 107.597 por infracciones al toque queda. Un impresionante promedio de casi 1000 detenciones diarias (Subsecretaría de DD.HH., Ministerio de justicia y DDHH), seguidas de multas y, en algunos casos, de judicialización posterior.
El reciente término del estado de excepción por catástrofe fue seguido de la declaración de un tercer estado de excepción por emergencia, ahora limitado a cuatro provincias de las regiones del Biobío y La Araucanía, ampliando con ello la militarización del Wallmapu y la vulneración sistemática de los derechos, que siguen siendo instrumentos para sostener y preservar el modelo y el sistema político, ambos en crisis. Pero ahora, sus defensores pretenden la normalización y aceptación de este estado de cosas como si fuera un orden democrático, utilizando para ello subterfugios como la pretendida política sanitaria y la construcción discursiva del “enemigo” interno o externo.
A modo de epílogo siempre provisorio de este recuento, es posible afirmar que esa pretensión va a contrapelo de lo expresado mayoritariamente durante estos dos años y que resulta impensable la profundización autoritaria, a pesar de los signos contradictorios que la hora actual muestra. Más bien, podemos/debemos apostar a la continuidad de un proceso que afirme un sentido emancipatorio y la búsqueda de formas de vida en común libres de dominio. Ese objetivo, no será alcanzado sólo a través de un nuevo marco constitucional y de las reformas que de este se deriven, menos aún de los resultados electorales de los próximos comicios. Se necesita y se necesitará un movimiento que prolongue y mantenga abierto el proceso iniciado en octubre y posibilite la auto constitución de ese sujeto plural que desbordó las calles.