Por: Joe Gill / Middle East Eye
Traducido para rebelion.org por Sinfo Fernández
Su rostro se ilumina con una sonrisa radiante al aproximarse hasta las olas en la playa de Muscat. A los 19 años, Fatia, una joven nacida en Etiopía que trabaja como criada, no había visto ni sentido antes el océano.
Ha tenido que pasar por un duro y largo viaje hasta alcanzar este día feliz. Fatia llegó aquí con 17 años con la esperanza de ganarse la vida en el Golfo, una más entre los miles de compatriotas que emprenden ese viaje. Muchas familias omaníes emplean a etíopes, a quienes pagan muchísimo menos que a los trabajadores domésticos expatriados de otros países.
“En mi pueblo no había electricidad. Quería trabajar y ahorrar dinero para volver al colegio y acabar mis estudios. Quería salvar a mi familia. Había visto cómo mis hermanas sufrían a causa de la pobreza”, dice.
“Quería ir a Oriente Medio, pero no pude. La agencia etíope me dijo que tenía que poner una edad diferente en la solicitud, por lo que tuve que pagar para que me cambiaran el certificado de nacimiento. Cerca de mi casa, en Sirri, hay una oficina del gobierno donde puedes pagar algo de dinero y te escriben lo que quieras en la solicitud. Les dije que quería un papel en el que pusiera que tengo 24 años.”
Según las leyes de Etiopía, las jóvenes que quieren irse del país para trabajar como criadas en el Golfo deben tener al menos 24 años. Pero muchas de las que se van son bastante más jóvenes y pagan para conseguir documentos falsos. En Omán trabajan alrededor de 45.000 de estas jóvenes.
“Todas las chicas que conozco quieren ir a Oriente Medio, a Dubai, para ganar dinero y comprar un terreno y ayudar a sus familias. Le expliqué a mi padre que quería irme y me dijo que era demasiado joven. Pero él tampoco podía mantenerme.”
Dos hermanas mayores se habían marchado ya a trabajar a Arabia Saudí, una de ellas aún sigue allí pero la otra tuvo que regresar después de dos años por los malos tratos a que la sometieron sus patrones.
Como su padre se negó a permitir que se marchara, se fue en secreto a Addis Abeba para conseguir un pasaporte, pero consiguió encontrarla y la hizo regresar a casa.
A pesar de esto, estaba decidida a volver sobre sus pasos.
“Lloraba todos los días. Después conseguí en secreto otro pasaporte. Tenía un hermano que quería que ir al instituto en Sirri. Mi padre le dijo que no podía ser y mi hermano se sintió muy desgraciado. Al poco tiempo se suicidó.
Cuando mi padre averiguó que disponía de otro pasaporte, se preocupó mucho porque pensó que iba a perderme también a mí a menos que me dejara marchar. No quería que me fuera pero no tuvo otra opción porque me veía llorar todos los días.”
Fatia quería ir a Arabia Saudí, porque allí pagan mejor, pero averiguó que la edad mínima era de 25 años.
“Fui a una agencia y me dijeron que era demasiado joven. Tuve que pagar para ir a Omán”.
La cuota de inscripción en la agencia era de 5.000 birr etíopes, alrededor de 235$.
“Mi padre vendió un buey y algunas ovejas para poder pagarla”, dijo.
Sin embargo, tuvo también que pagar para que le hicieran una radiografía, análisis de sangre y orina y que le tomaran las huellas dactilares.
A las chicas que cuentan con la documentación adecuada, el ministerio de trabajo etíope les ofrece un curso de tres horas para prepararlas y que sepan cuáles van a ser sus ocupaciones y que conozcan algo de los países a los que se dirigen. Pero Fatia no asistió porque temía que la descubrieran y no la dejaran viajar.
Extranjera en un país extraño
Fue cuando llegó a Omán cuando las cosas empezaron a torcerse. La agencia omaní acudió al aeropuerto para recogerla junto con otras jóvenes etíopes. Las llevaron a una oficina en al-Khoud, al norte de Muscat, donde el encargado vino a recogerla.
“Sólo cuando llegué a Muscat vi que en el contrato ponía que iba a ganar 50 riales omaníes al mes (130$). Había un listado con diferentes nacionalidades de criadas: las indonesias ganaban 80 riales, las filipinas 100 riales y las etíopes 50 riales.”
Después de cinco días en Muscat haciéndose análisis médicos y esperando el visado, su primer empleador se la llevó a vivir a casa de su padre en una granja situada fuera de Muscat.
“En la casa vivían 14 personas. El hijo volvió a Muscat. Llegué a las nueve de la noche y tan sólo me dijeron que dejara la maleta y empezara a limpiar. Me fui a la cama a las once. A las cinco de la mañana estaba en pie trabajando de nuevo.”
El primer día, Fatia cuenta que la hermana del patrón, que era enfermera, le sacó una muestra de sangre del brazo. “Me sacó mucha sangre y me hizo una herida dolorosa”, recuerda Fatia. “No les preocupó que me sintiera mal, se limitaron a decirme que empezara a trabajar de inmediato. Me estuvo doliendo el brazo tres días”.
Había mucho trabajo y muy poca comida, por lo que empezó a perder peso, bajando hasta los 44 kilos.
Al final del primer mes, le dieron sus 50 riales. Cuando acabó el segundo mes, no le pagaron nada.
La retención del salario, la falta de alimento y las largas horas de trabajo fueron sólo el principio de todo.
Trabajo duro y acoso
Al poco tiempo, el hermano más joven del patrón empezó a acosarla.
“Me seguía hasta el baño cada día y me observaba en la ducha. Me despertaba a las cuatro de la madrugada y empezaba a hacerme preguntas, pero yo no entendía lo que me estaba diciendo”.
Fatia dice que no la tocó ni la atacó.
Para empezar, sólo podía comunicarse chapurreando el inglés y unas cuantas palabras en árabe.
“Tenía que hacerlo todo para doce personas. Nadie hacía nada. Tenía que lavar y escurrir la ropa fuera bajo el sol ardiente.”
Todo el trabajo lo hacía fuera de la casa y debido al fuerte sol sufrió quemaduras que le dejaron cicatrices en el rostro.
“Les dije que quería irme”.
Mientras tanto, el encargado se había marchado a Europa. El padre de la familia le dijo que tendría que esperar seis meses para irse.
“Al día siguiente me negué a trabajar. Me puse la ropa, cogí mi maleta y le dije que me llevara a la agencia. Pero el padre, Mohammed me dijo que no iba a irme, que ellos no iban a llevarme a la oficina. ‘Si quieres volver a la agencia, tienes que pagar los 700 riales que les pagamos a ellos’.
Le dije que si no me pagaban no iba a trabajar y que quería irme. Entonces, me quitó la maleta. Eché a correr pero consiguió agarrarme por la ropa. En el forcejeo, perdí uno de los zapatos. Pero no me importó, sólo quería irme de allí.
La familia fue a ver a un vecino que tenía una criada etíope y ella me habló en la calle. Me dijo que no huyera, que moriría, que allí sólo había desierto.”
El jefe de la otra criada se ofreció a acogerla esa noche.
Más tarde, la hermana de su patrón fue a la casa del vecino y le dijo que tenía que volver.
“Le dije que prefería matarme a volver. Entonces, la chica intentó ahogarme y su familia quería pegarme, por eso luché con ella y su hermano hasta que finalmente se fueron.”
“Aquel tipo omaní me salvó”
La otra familia tenía miedo y le dijo que tenía que irse.
“Entonces vino un vecino y me preguntó por qué lloraba. Le dije que no quería volver a aquella casa. Y él dijo: ‘Esto es una democracia, si no quieres volver, no vuelvas. Ya me encargo yo’.”
Se dirigió a la primera casa y les dijo que no podían obligarla a volver. “No podéis obligarla a trabajar para vosotros”. Pero ellos dijeron que tenía que volver, por eso les pidió el teléfono del dueño de la agencia. “Le llamó y habló con él”, explica Fatia. Después de cuatro días en la casa del vecino, la agencia llamó al padre y le dijo que era mejor que les llevara a Fatia.
“Aquel tipo omaní me salvó. Si no hubiera sido por él, nunca habría podido escapar”, dice Fatia. “Él y su hijo le dijeron al padre de la familia que tenía que llevarme a la agencia y así lo hizo. Estuve dos semanas allí. El dueño volvió de de Europa y cancelaron el contrato. Me preguntó por qué no quería quedarme y se lo dije, por eso lo canceló.”
Después estuve con otra familia omaní que tenían cinco niños y vivían en el campo. Entonces pedí un salario de 60 riales. El patrón me dijo que no había problema. Pero su mujer no era buena. No tenían comida en la casa, se iban a comer a casa de su madre, que vivía al lado. Me dijo que tenía que levantarme a las cuatro de la madrugada y trabajar hasta las diez de la noche.
A las nueve de la noche empezaban a preparar la cena. Comían a las diez, por eso yo no acababa de trabajar hasta la medianoche. Me dijo que tenía que lavar su ropa a mano aunque tenían lavadora. En la casa había siete habitaciones que tenía que limpiar. También tenía que cuidar de los bebés. Mi jefe me dijo que no hablara con nadie y no me permitía hacer ninguna llamada telefónica.
Le dije a su mujer que no podía irme a la cama a medianoche y levantarme a las cuatro de la madrugada. Que si no me permitía levantarme a las cinco, no iba a trabajar para ella. Me dijo que ni hablar, y yo les contesté que no podía seguir así. Su marido me devolvió a la agencia.”
En la agencia estaban muy enfadados conmigo, decían que yo no quería trabajar. Les dije que sí quería pero que la gente no era amable, que si lo fuera estaba dispuesta a trabajar.
Tuvieron que encontrar otro patrocinador que cubriera las tarifas. Yo quería volver a mi país, pero me encontraron otro jefe.”
Fatia tuvo dos malas experiencias más con sus empleadores y llegó a un punto en que sólo quería desesperadamente volver a casa.
“En aquel momento, el encargado dijo que iba a enviarme a Etiopía porque lo que me pasaba era que no quería trabajar. Pero me envió a otro omaní. Aquella gente también era mala. Los niños eran muy maleducados, no paraban de gritar, pero me dijeron que no hablara con los niños y que no tratara de corregirles. Que sólo tenía que limpiar y cerrar la boca. Duré allí seis días y de nuevo de vuelta a la agencia. Me sentía enfadada conmigo misma por haber querido venir aquí para poder volver al colegio y mi padre tuvo que acabar pagando por mí. Quería volver a casa pero no tenía dinero. Me sentía enloquecer.”
Una vida mejor
Pero entonces Fatia encontró a Salma. Ella y su marido estadounidense vinieron un día a la agencia y el gerente vio que había posibilidad de llegar a un acuerdo. Les ofreció entrevistarse con Fatia. Salma le dijo que tenía cuatro niñas y se ofreció a pagarle 65 riales.
“Puedes venirte un par de días y ver si estás a gusto”, dijo.
“Al principio pensé que sería igual que los egipcios con los que tuve otra mala experiencia. Pero ella era distinta. Era amable y me quedé.”
En enero llamó a su madre en Etiopía y le pareció que su voz sonaba extraña.
“Sentí que pasaba algo, que me estaba escondiendo algo, por lo que llamé a mi tío y me dijo que mi padre había muerto”.
Fatia se pone a llorar cuando recuerda ese momento.
“Me sentí muy triste por no haberle escuchado. Me advirtió que no viniera aquí y ahora ya no voy a volver a verle.”
Mi familia me ocultaba la verdad porque no querían que perdiera mi empleo y dejara de enviarles dinero. Sin mi padre, necesitaban de mi ayuda.”
Salma le dijo que debía ir a casa para ver a su familia.
Cuando llegó a su pueblo en Etiopía, comprobó que casi todas sus amigas se habían ido también a trabajar en el Golfo. Y las que quedaban querían asimismo marcharse.
“Me decían que tenía buen aspecto, que parecía feliz con ropa nueva y dinero. Intenté explicarles cómo son en realidad las cosas pero no querían oírme. Ninguna me escuchó. Decían que hay malos y buenos jefes, que es cuestión de suerte. Quieren tener una oportunidad. No le aconsejaría a ninguna chica que viniera. No es aconsejable para las más jóvenes porque no están preparadas para enfrentarse a las dificultades que se van a encontrar aquí. Sólo quieren escuchar las cosas buenas. No conocen la verdad.
Nunca le conté la verdad a mi familia, no quería que mi padre lo supiera. Mi padre me había dicho: ‘Eres muy joven y no tienes ni idea de cómo puede ser todo. No es como te crees’.
Ahora mi padre ha muerto y mi madre vende verduras y cuida de los niños de mi hermana. Envío todo mi salario para ayudarles y que compren semillas para la granja. No he ahorrado nada para mí.
Quiero irme a EEUU con Salma. No quiero trabajar para otra familia”.
Salma dice que el arrojo de Fatia para luchar contra los abusos y la explotación no es habitual.
“La mayoría de las chicas no pueden luchar así. Ella es muy valiente. Tiene una amiga a la que no le pagaron nada en dos años de trabajo y tuvo que volver a casa con las manos vacías.
Le dije que tendría libres los viernes. Y le pago todo lo que necesita. Puede llamar a sus amigas y a su familia por teléfono cuando quiera. La llevé a la playa de las olas. Nunca había visto el mar, estaba muy feliz.
Todas sus amigas están encerradas en las casas donde que trabajan. No tienen tiempo libre alguno para ellas. Son seres humanos, pero la mayoría de la gente de aquí no lo considera así”.
[Se han cambiado los nombres de las personas que aparecen en la historia para proteger sus identidades.]
Joe Gill ha vivido y trabajado como periodista en Omán, Londres, Venezuela y EEUU en periódicos como el Financial Times, Brand Republic, Morning Star and Caracas Daily Journal. Tiene un máster en Economía Mundial por la London School of Economics. Es subeditor jefe del Middle East Eye.