La celebración generalizada de los indicadores de empleo, parece estar instalando la idea de que asistimos a oportunidades sin parangón en nuestra historia para que todos hallen un trabajo, como si esto significara de por sí el acceso a una situación de bienestar. Poco se habla de lo que implica tener un trabajo en nuestros tiempos, especialmente en Chile. Es preciso revisar las características del trabajo antes de dar por sentado un bienestar general.
Una de las primeras cosas que saltan a la vista es que los empleos son cada vez más inseguros. El sociólogo francés Robert Castel explica que la preeminencia de los mercados financieros y la vuelta al liberalismo económico han gatillado una nueva Cuestión Social en el trabajo, cuyo sello es la “vulnerabilidad de masas” generada por la inseguridad laboral. En Chile esta tendencia es clara. Según la encuesta ENCLA, desde 1998 hay un constante crecimiento de los contratos a plazo fijo, usados especialmente por las grandes empresas. Además, si bien priman los contratos indefinidos, la mitad de ellos no dura más de tres años y nada menos que uno de cada cinco termina el primer año (ENCLA, 2008).
Las consecuencias de la inseguridad en la vida de las personas son considerables. En el plano subjetivo, la anticipación mental de la pérdida de empleo a futuro genera un fuerte estado de angustia (OCDE, 2012). Algunos sostienen que el trabajo flexible ha afectado incluso negativamente el carácter. Respecto a las condiciones concretas de vida, la inseguridad pone en jaque cualquier presupuesto familiar y amenaza la organización del tiempo vital (Senett, 2006, 2007). Lo anterior genera una continua sensación de suspenso y una dura competencia entre pares por las escasas chances de empleos seguros.
Por otro lado, Chile se caracteriza por una enorme desigualdad y por no retribuir a las personas los resultados de su trabajo; es más, las deja en una situación de infra-existencia, y todo está directamente entrelazado.
Quienes pertenecen al 5% de los hogares más ricos ganan 830 veces más de lo que ganan los que pertenecen al 5% de los hogares más pobres (Fundación SOL en base a CASEN, 2009). Siendo un dato impactante en sí, lo más llamativo de nuestro cuadro de desigualdad es que éste no se altera con más puestos de trabajo. Todo lo contrario, habiendo aumentado los ocupados en un 50% entre 1990 y 2009, la desigualdad medida por veintiles aumentó en un 541% (CASEN, 1990-2009). Lo cierto es que las personas se insertan en una organización del trabajo estructuralmente injusta, que produce la desigualdad.
Según el ranking de la revista Forbes, a pesar de ser un país pequeño, contamos con tres de las 100 fortunas más grandes del mundo (un record más alto que Reino Unido, Canadá, Australia, Japón, Holanda, España, Corea del Sur, China), lo que nos convierte en un paraíso de la acumulación. Los datos muestran, como contraste, el despojo del valor que generan los trabajadores. El “excedente productivo no remunerado” o el porcentaje monetario que no es pagado, muestra que 7 de cada 9 pesos han ido a parar al bolsillo de los empresarios en vez de al bolsillo de los trabajadores por concepto de productividad laboral. No es de extrañar entonces que casi el 80% de los trabajadores, obtenga menos de de $350.000 y que existan aproximadamente medio millón de trabajadores que técnicamente clasifican como “pobres”.
Por otro lado, uno de los temas menos abordados en relación a la cuestión del malestar del trabajo, pero que más vale la pena analizar, es la absorción laboral. La forma más simple de verlo es con la cantidad de horas trabajadas: tenemos un 30% de los trabajadores trabajando más de 56 horas en la semana, a pesar de que la jornada oficial es de 45 horas. En el ranking de duración del tiempo de trabajo que realiza la USB de Suiza (2009), por otro lado, aparecemos con un total de 2.100 horas anuales, lo que nos sitúa en el mismo promedio que los países asiáticos, los cuales – cabe subrayar- sufren de la epidemia de salud masiva llamada Karoshi o muerte súbita por exceso de trabajo.
Otra forma de ver la absorción laboral es a través de la intensidad del trabajo. Lamentablemente en Chile se cuentan con pocos datos sobre esta materia. Desde el año 2001, se legaliza la polifuncionalidad, es decir, la asignación de múltiples funciones por contrato de trabajo, lo que sin duda ha incidido en un aumento de la carga de trabajo. En la gran empresa, además, las remuneraciones tienen un mayor componente variable (ENCLA, 2008), lo que empuja a los trabajadores a una carrera desenfrenada por la productividad. Por otro lado, en el mismo universo de las grandes empresas, irrumpe el fenómeno de las organizaciones sectarias, que a través de múltiples políticas de fomento del compromiso en los trabajadores – llamados “colaboradores” – se los empuja a hacer siempre un “esfuerzo extra”, haciendo aparecer esto como resultado de “su propia voluntad”.
Nuestro mundo del trabajo tiene así yagas profundas. La individualización de las relaciones laborales y los lazos sociales fugaces, han vuelto más complejo afrontar colectivamente estos problemas. El debilitamiento del actor sindical ha implicado un desarme de la crítica en torno al trabajo. De esta forma, a pesar del malestar, nos hemos acostumbrado a utilizar la proclama del “peor es nada” y “más vale estar agradecido”, porque cualquier trabajo sirve. ¿Es digno adherir a una extorsión de ese tipo? ¿Es ese el lugar que debiese tener el trabajo, como forma de asegurarnos las condiciones de existencia y de realización humana?
Es necesario interrogarnos por las características de nuestro orden del trabajo y el tipo de vida que permite. Y retomar la capacidad de articular una voz colectiva de cambio.
Extraído de www.elciudadano.cl