Por Manuel Correa (contacto: [email protected])
“En los tiempos en que se soñaba pensando, en que se pensaba soñando, la llama de la vela podía ser un manómetro sensible de la tranquilidad del alma, una medida de la calma, de una calma que descendía hasta los detalles de la vida, de una calma que otorga la gracia de la continuidad a un sueño apacible” (Bachelard, La llama de una vela)
La mañana del 29 de agosto buscaba a la señora Rosa en la terminal, no nos conocíamos. Habíamos acordado encontrarnos para emprender el viaje a Chillán, donde las compañeras de ANAMURI de El Carmen nos esperarían para trasladarnos a Talca. A pesar de estar llamándola entre la gente, al cruzarse nuestras miradas, el reconocimiento resultó inconfundible. Un joven argentino con la almohada todavía pegada a la cara y la sonrisa de Rosa, una sonrisa con aires de lucha y cambio. Íbamos camino a compartir con una comunidad de sonrisas dignificadas en lucha. Sonrisas que también transmitían cierta calma, como la llama de una vela, invitación a la reflexión íntima y al pensar soñando.
En Talca, la calma no se confundía con el clamor y la urgencia de la denuncia. ANAMURI, organización nacional autónoma de mujeres rurales e indígenas que integra organizaciones de mujeres que abarcan desde la I a la X región de Chile, se reunía para realizar un Tribunal Ético contra la violencia ejercida sobre la vida por la utilización de agrotóxicos en la región del Maule. El Tribunal Ético es una dinámica que funciona como juicio público orientado a la defensa y promoción de los derechos humanos; en este caso, tocaría denunciar y visibilizar los padecimientos derivados de la utilización de agrotóxicos en la agricultura chilena.
Un desayuno con productos traídos desde diferentes regiones como pueden ser Quillón, El Carmen, Curicó y Boyeruca dio comienzo al encuentro. No es menor, pues en el fondo y al frente de las problemáticas que se tratarían, subsiste el drama de la alimentación, del modo en que se producen los alimentos y en qué condiciones se trabajan. Enseguida comenzó la mística, gesto simbólico que acompañó durante toda la jornada a las trabajadoras del campo organizadas. Un poco de tierra, un poco de agua, un puñado de semillas y una vela. Síntesis de elementos que hacen posible la vida, ubicados al frente del salón, manifestaban su inherente presencia. No olvidarse de ellos y encontrar las mejores estrategias para impactar en la penosa realidad de muchas compañeras, reivindicando el amor por la tierra, el vínculo sincero y trasparente:
“Por último las instamos/trabajar con eficiencia/Su lema la transparencia/Como espejo entre sus manos/Como un deber soberano/Defiendan las tradiciones/Porque son las expresiones/Que nos dan autoestima”
Es un fragmento de las “Décimas por ANAMURI” que luego cantaríamos conjuntamente. En principio, el trabajo y la transparencia. Pensaba en estas palabras, reflexionando en la posibilidad de algún significado verdadero. Tiendo a dudar cuando me abrazan preguntas sobre sentidos verdaderos. Las risas inquietas de niñxs jugando, correteando interrumpieron el segundo de introspección. Levanté la cabeza y entendí un poco más de la trasparencia y su estrecha relación con la risa y, en especial, con las risas de los niñxs.
“A las mesas del mundo europeo llega el alimento por las manos de las trabajadoras. Tantos años y todavía no se mejora”, afirmó Alicia, referente del movimiento. La memoria pervive intacta. Se recordó la IV Conferencia de Mozambique de la Vía Campesina a propósito de la Campaña Mundial de “No más violencia hacia la mujeres en el campo”, las acciones desarrolladas en Santiago como fumigaciones simbólicas para dar visibilidad a la problemática, los diálogos de antaño con Lagos, dos años de discusión con Piñera que concluyeron en el proyecto dormido del Estatuto del Trabajador Agropecuario que Bachelet terminó por liquidar.
“Me quedé sin voz viendo como los empresarios ignoran a las mujeres”, Alicia se refería al empresario articulado con el poder político de turno. Tres ejes manifiestan la gravedad de la situación de las trabajadoras en términos de vulneración de derechos humanos y laborales adquiridos y celebrados por los acuerdos internacionales a los que Chile adhiere. Se refirió al territorio, a los cuerpos y al trabajo. La dinámica violenta en que se articulan dichos ejes manifiestan la injusta situación de las trabajadoras temporeras de la agricultura en Chile: extensiones de jornada irregular y sujeta al autoritarismo del empresario, falta de reconocimiento de derechos y beneficios por maternidad, exposición a la manipulación de agrotóxicos y misoginia. Tanto es así que, durante el tribunal, las compañeras explicaron que en esta oportunidad los testimonios iban a operar en un plano explícito y, en gran medida, subyacente. Pues el miedo de muchas impedía la exposición de sus casos. Concretamente es miedo por la inestable situación laboral, miedo a la represalia. Simultáneamente sobrevienen las imágenes, trabajadores intoxicados en Linares, sin contrato y realizando faenas bajo la mentira de que no se había fumigado en fechas inmediatas. Fumigaciones en las cercanías de poblaciones y caseríos. “No queremos más vulneración a nuestros derechos a la vida”, concluyó una compañera.
Las voces comenzaban a tener otro tenor, la denuncia histórica manifestada en los largos años de lucha y organización, dio lugar a las nuevas semillas de la organización, área de la juventud de ANAMURI que, en unas pocas palabras, representó al vínculo generacional de lucha, hecho cotidiano en el devenir de la organización: “Nos une el profundo creer en el amor a la vida”, expresó Lira, dirigente de la Juventud ANAMURI. Asimismo, se trajeron elementos del Tribunal Ético casi simultáneo desarrollado en Copiapó el 26 de Agosto. Allí se denunció la cruel violencia ejercida sobre las mujeres trabajadoras migrantes cuya situación empeora por el aislamiento y xenofobia. Un poco de cifras, recopiladas en un documento trabajado conjuntamente por un equipo asesor técnico y por algunas directoras de ANAMURI, refleja la gravedad de la situación.
“Es importante recordar que hace 10 años hubo 19 personas muertas y 785 intoxicadas por el uso de plaguicidas en Chile, la mayoría temporeras y temporeros de la agroexportación.
Entre enero y febrero del año 2006, hubo 7 personas muertas y 175 intoxicadas, de las cuales el 55% eran trabajadoras temporeras y temporeros que aplicaban plaguicidas o preparaban el líquido. Un dato espeluznante es que los casos de menores de 15 años intoxicados correspondían al 10%.
De enero a noviembre del año 2009, hubo 8 fallecidos. En ese año se produjo el brote más masivo de la historia del uso de plaguicidas en Chile, ocurrido el 23 de noviembre, en el Maule. Según un informe oficial fueron 300 las trabajadoras y trabajadores afectados en Longaví, todos temporeros y temporeras. Claro, nos referimos a los efectos agudos y no a los efectos crónicos, los que a largo plazo, desconocemos… Hoy no sabemos qué ocurrió con aquellos trabajadores y trabajadoras intoxicadas.
Durante el año 2015 específicamente en el Maule existen datos de tres brotes importantes, el primero el 13 de enero, en donde 7 personas acudieron al Hospital de Linares por intoxicación con plaguicidas en el Fundo San Lorenzo; el segundo caso fue el 11 de marzo, donde 7 personas acudieron a servicios de salud por intoxicación con plaguicidas en el mismo Fundo San Lorenzo de propiedad del Sr. Guillermo Henríquez; y el tercer caso presentado el 24 de abril, donde 4 personas consultaron en los servicios de salud por intoxicación con plaguicidas, trabajadoras y trabajadores de Agrícola Fruto Sol S.A, Fundo el Cielito.”
Lo anterior sirve para apuntar efectos concretos, afectadxs con consecuencias observables. Sin embargo, efectos no visibles en lo inmediato, alteraciones en la salud de poblaciones cercanas a zonas fumigadas, la proliferación del cáncer que se lleva la vida de lxs trabajadorxs, se suman al escenario devastador del modelo agroindustrial. Por si fuera poco, también se denunció la utilización de mano de obra infantil en las compañías semilleras. Evocada como realidad retrotraída a la promesa de la Revolución Verde, 50 años de utilización indiscriminada de agrotóxicos, escenifican un campo en el que el trabajadxr campesinx fue desposeído del territorio y obligado a entregar su salud a cambio de una paga sumida en los intersticios de la ilegalidad. Falta de contratos, incumplimiento de normas sanitarias básicas y un sistema de salud excluyente y privatizado.
¡Este tribunal hoy está llamado a hacer un juicio ético al uso de los plaguicidas y con fuerza afirmar que LOS AGROTOXICOS MATAN!
Luego de las presentaciones y la palabra abierta a la expresividad de las compañeras comprometidas desde hace muchos años, se dio lugar la exposición de los casos sobre los que el tribunal debía deliberar. Se analizaron casos específicos que vinculan a la inmigración con condiciones de trabajo esclavo. Dos casos son particularmente emblemáticos por su actualidad y crueldad. En 2010, en Cabo de Hornos, 22 trabajadorxs inmigrantes del los pueblos hermanxs de Bolivia y Perú, fueron abandonadxs sin salario, comida y techo, para evitar el pago de multas por mantener a trabajadorxs inmigrantes en condición de esclavitud. En 2011, trabajadorxs del Paraguay denunciaron al otrora senador Francisco Javier Errázuriz, por las condiciones de esclavitud de su trabajo. Estos casos no representan hechos aislados, al contrario, fueron analizados como prácticas que complejizan la concepción de la trata de personas, generalmente circunscrita al trabajo sexual. Adicionalmente existe trata cuando se dan casos como los mencionados previamente, máxima expresión del vínculo colonial, explotador y criminal que subsisten como formas de maximización de ganancias: “El capital juega con nosotras por todo el mundo para reducir costos”, apreció una compañera.
“Es Violencia contra las mujeres cuando ves que el empresariado con las autoridades quienes tienen las facultades para impedirlo y combatir estas injustas políticas se hacen cómplices y son responsables de la violencia que genera este sistema capitalista y patriarcal“
Invitaron a dar testimonio a Flor María, de Melipilla. Con voz temblorosa relató su drama de trabajadora. Ella estudiaba Agronomía, carrera profesional que tuvo que abandonar por las repercusiones físicas de una fuga de amoníaco que le quitó la mayor parte de su capacidad pulmonar. Sonrisa mediando, contó que ahora estudia trabajo social y participa activamente de la organización, comprometida con la situación de vulnerabilidad que muchas mujeres atraviesan hoy en día. Los pormenores del caso exceden el espacio de esta crónica, quizás demasiado extensa. Sin embargo, merece la pena compartir unas palabras acerca de la emoción, el sentimiento de comunidad y su participación en ANAMURI, posterior a la terrible negligencia empresarial de la que fue víctima. “Hacen sentir parte de una familia”, expresó la compañera acudiendo al abrazo de la organización que la contuvo en su peor momento
La deliberación del tribunal será difundido mediante los comunicados correspondientes de ANAMURI. Sin embargo, me permito unas palabras para cerrar/abrir el enorme desafío que representan los esfuerzos por transformar la realidad campesina. En todo momento las compañeras se reconocieron como temporeras. Hay una identidad puesta en juego, acompañada de saberes que deben ser protegidos, retransmitidos a nuevas generas so pena de perder la riqueza del conocimiento sobre las formas en que se produce la vida, alimento y biodiversidad. Saberes desplazados sistemáticamente que sobreviven por el esfuerzo de la organización comprometida con la libertad y el derecho a vivir de forma sana, sin la relación extractivista que los medios de producción agrotóxicos imponen al ambiente.
Al final, los abrazos, las sonrisas y el reencuentro luego de la reflexión ¿Qué mundos se estrechan luego de una jornada como la descrita? Regresé a casa pensando en el nombre que ANAMURI eligió para la Escuela Nacional de Agroecología, facilitadora de la formación e incorporación de nuevas herramientas técnicas y sociopolíticas para la defensa de los derechos de las campesinas, indígenas y trabajadoras rurales. Impulsada en 2015, la Escuela Nacional de Agroecología, se llama Sembradoras de Esperanza. El cronista ha renovado su dicho popular: la esperanza es lo último que se pierde. Además, mientras se siga sembrando, jamás se perderá.