Frente a los que ingenuamente creían que la elección de Obama suponía una seria transformación del sistema estadounidense -obviando que la mayor parte de los apoyos económicos a su campaña procedían de esas élites-, se oyen con cada vez más fuerza voces críticas con los primeros movimientos de la nueva Administración.
Sin embargo, otros no tienen duda en señalar este nuevo período con calificativos más duros: «La Presidencia de los esteroides», es sólo un ejemplo.
Obama prometió una nueva formar de gobernar, un cambio de las reglas del juego político. Avanzó que su intención era dotar de transparencia a su mandato. Ha apostado por acuerdos con los republicanos en materias clave, todo ello en aras a «unir el país y volver a hacer de América un pueblo».
Las buenas intenciones pronto han quedado en entredicho. La reciente aprobación de la ley «de estímulo económico» ha supuesto un enorme éxito mediático para Obama, pero al mismo tiempo le ha traído serios reveses en su declaración anterior de buenas intenciones. Por un lado, la gran sacrificada ha sido la transparencia y la voluntad de alejarse de los intereses y las presiones de los lobbies.
Éstos han recibido copias del plan antes que los propios representantes políticos. Además, sus más fervientes defensores han sido precisamente esos lobbies bancarios, la Cámara de Comercio de EEUU, e incluso importantes figuras del republi- canismo, aunque no lo han hecho público por evidentes razones políticas.
Al mismo tiempo, el rechazo de los representantes republicanos del Congreso y del Senado ha hecho saltar por los aires las intenciones de un pacto bipartidista, lo que unido a la renuncia de un estrecho colaborador republicano (por motivos políticos) no deja en buen lugar los cantos a la «unidad».
Las prisas, la urgencia y la falta de una profundización de las medidas están condicionando sobremanera la política presidencial. Y a ello cabría unir el abanico de escándalos y corruptelas que está acechando al Partido Demócrata: el gobernador de Illinois, Rod Blagojevich, está acusado de intentar vender el escaño de Obama al mejor postor; Bill Richardson, gobernador de Nuevo México, está siendo investigado por una agencia federal por irregularidades en su gestión. Además, varios alcaldes demócratas tienen problemas con la Justicia: Sam Adams (Portland), inmerso en un escándalo sexual; Eddie Perez (Hartford) está siendo enjuiciado; el ex alcalde de Detroit Kwane Kilpatrick acaba de cumplir tres meses de cárcel por obstrucción a la justicia; y Sheila Dixon (Bellimore) tiene acusaciones por aceptar regalos irregulares.
Los reveses de varios nombramientos, relacionados con problemas de corrupción y diferencias ideológicas de peso han dejado seriamente tocado al proyecto de Obama. Los nombramientos de colaboradores de Bush, o de antiguos miembros de la Administración Clinton y el equipo económico, que reflejan los intereses de las clases dominantes económicas y financieras, son otras pistas que ayudan a clarificar el recorrido que le espera a EEUU bajo el nuevo presidente.
La política exterior de Obama también contiene importantes rastros de continuidad. De cara a Irán, tras el transfondo de declaraciones y pronunciamientos, subyace todavía una clave que Obama no ha desmentido: La existencia de precondiciones como el abandono del programa nuclear o el fin de la ayuda a grupos libaneses o palestinos.
Algo parecido sucede con Rusia. Washington necesita su apoyo ruso para abrir nuevas vías de suministro en Afganistán, pero Moscú no está dispuesto a colaborar a cambio de nada. Washington deberá acabar con su plan expansionista en Europa, sus proyectos de defensa de misiles, y reconocer explícitamente el final de sus maniobras en el antiguo espacio soviético.
Obama exige mayor colaboración militar en Afganistán y un apoyo a sus planes de ampliar la OTAN hacia el este a sus aliados, afectados por la crisis económica, dependientes del gas ruso y con suficientes problemas internos. Algún analista se ha atrevido a apuntar que la política exterior de Obama «será muy parecida a la de su antecesor».
A medio o largo plazo las cosas pueden cambiar. El tsunami populista creado en parte por el terremoto financiero y económico puede volverse contra el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Y más cuando la gente de Main Street (el americano de a pie) vea que más que afrontar sus demandas y necesidades, Obama se ha ocupado de proteger a la gente de Wall Street.
Las clases media y baja norteamericana demandan menos palabras y más hechos. Y la nueva Administración deberá afrontar a corto plazo tres importantes retos que no van a beneficiar a esa mayoría. A finales de primavera, Obama puede buscar un nuevo plan de estimulantes de que los datos de desempleo en verano alcancen cifras mucho más elevadas. Al mismo tiempo buscará acabar con la sangría de embargos inmobiliarios, y finalmente pretenderá hacer funcionar el sistema bancario.
La capacidad o intención de poner en marcha el cambio no se está materializando, y muchos denuncian ya que «éste no es el cambio prometido». Incluso han lanzado una sentencia muy dura contra el nuevo presidente, al afirmar que «Obama podría haber sido ejecutivo de cualquier compañía automovilística, un banquero, un brocker hipotecario y quién sabe qué otra cosa antes de la crisis... pero lo que realmente perseguía desde el inicio era ser presidente».