[resumen.cl] En este escrito, el historiador José Ignacio Ponce entrega elementos para profundizar en el debate del proceso iniciado en octubre de 2019, considerando las relaciones entre la clase trabajadora y las organizaciones de izquierda durante 30 años de postdictadura.Por José Ignacio Ponce*
“No son 30 pesos, son 30 años” fue una de las principales frases que dotó de sentido la revuelta popular de 2019. Ella hacía clara referencia al “modelo” económico y social consolidado durante la postdictadura chilena. Por lo mismo, no fue casual que la movilización que partió reclamando contra un alza del pasaje en el Metro de Santiago, rápidamente pasara a instalar una serie de reivindicaciones económicas y sociales, y terminara cuestionando el problema del poder institucionalizado en el símbolo de la continuidad entre el régimen de Pinochet y los gobiernos posteriores: la Constitución de 1980.
Junto a ello, al calor de las mismas protestas y de manera casi “espontánea”, fue resurgiendo también una identificación colectiva que se expresó bajo el término de “pueblo”. Esta noción, que había sido reemplazada en el campo cultural y político por categorías como “clase media” o “ciudadanía”, permitió enlazar a la multitud movilizada, estableciendo puntos en común, reflejados en prácticas organizativas y las distintas demandas enarboladas. Ello, a la vez contribuyó a una diferenciación hacia otro campo social, sintetizada bajo la idea de “élite” o los “poderosos”, que incluía tanto al gran empresariado como a buena parte de los políticos. De tal manera, se instaló una clara diferenciación a modo de “clase”, que dicotomizaba entre un campo popular movilizado y un bloque dominante en el poder.
Así, la revuelta daba cuenta de la conflictividad de clase existente en el país, pero bajo una fisonomía distinta a la configurada hacia mediados del siglo XX y que había vertebrado las propuestas de izquierda en torno al proceso que desembocó en la Unidad Popular. De tal modo, aunque la continuidad del capitalismo neoliberal había implementado una ofensiva contra la clase trabajadora, tanto bajo el régimen cívico-militar de Pinochet como los gobiernos de la Concertación y la derecha, dicha clase reemergió fragmentariamente con un heterogéneo perfil caracterizado ahora por una mayor precarización, racialización y femenización, levantando sus reivindicaciones contra las actuales lógicas de acumulación por despojo, que incluyen desde espacio laboral, los derechos sociales, los territoriales hasta prácticamente todo ámbito de vida.
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Sin embargo, aunque no carente de participación, a diferencia de otros periodos históricos, la izquierda jugó un papel bastante secundario, incluso mayor que el de las organizaciones sociales tradicionales de la clase trabajadora. En efecto, ni los partidos tradicionales de este sector político (el PS y el PC) o los más novedosos (vinculados al Frente Amplio u otras organizaciones derivadas del “mirismo” o “rodriguismo”), fueron impulsores o conductores de la movilización. Esto, en buena medida, puede explicarse por la trayectoria reciente de la relación de estas izquierdas y la clase trabajadora.
A modo de hipótesis general, podríamos señalar cuatro grandes tendencias dadas recientemente en este vínculo: a) una izquierda tradicional (PS) que, teniendo su eje de acción en la institucionalidad, dejó de lado la posibilidad de volver a reconstruir un proyecto de cambio social que levantara a la clase trabajadora y sus necesidades como elemento central de su estrategia política, centrándose en dotar de gobernabilidad al país e imprimirle cierto “rostro humano” al neoliberalismo; b) otra franja de la izquierda tradicional (PC) si bien intentó repensar las nuevas realidades de la clase trabajadora y levantar un proyecto que respondiera a sus necesidades, su política más contingente para romper la exclusión parlamentaria fue diluyendo la centralidad de dicho sujeto y objetivo de transformación radical; c) una tercera experiencia, constituida por una diversidad de pequeñas agrupaciones provenientes del “mirismo” y “rodriguismo”, trató de mantener un proyecto revolucionario, pero sin poder constituir un referente político significativo para la clase trabajadora; d) una cuarta tendencia, más nueva y encabezada por generaciones provenientes de los movimientos estudiantiles (Frente Amplio), se ha movido en torno a las posiciones señaladas, pero asumiendo a la postre un proyecto de profundización “democrática” institucional y centrándose en la reivindicaciones sociales emergentes, sin plantear a un sujeto histórico-social central en su apuesta.
Entre el ocaso del siglo XX y el amanecer del XXI era algo fundamental repensar el proyecto histórico de la izquierda, tanto por acontecimientos mundiales como nacionales. Esto porque, a escala planetaria, se conjugaban las transformaciones capitalistas (incluyendo nuevas expresiones de las relaciones sociales entre empresarios y trabajadores) que derivaron en la expansión mundial de las lógicas neoliberales; junto a la crisis de los “socialismos reales” y una fuerte impugnación al marxismo como teoría social. El acontecimiento que simbolizó este declive del proyecto histórico de la izquierda del siglo XX fue el colapso de la Unión Soviética. De ahí en adelante, EE.UU y el empresariado transnacional se erigieron en las fuerzas políticas hegemónicas del “nuevo orden” mundial.
A nivel nacional estos procesos se vivían con particularidades. Tras un ciclo de beligerantes luchas contra la dictadura cívico-militar de Pinochet, se habían extendido las políticas capitalistas neoliberales, teniendo un nuevo aire desde 1987, que fueron seguidas por un Plebiscito que abortó la continuidad de los militares en el poder ejecutivo. Se abrió paso así para que la oposición ocupara la presidencia de la República, incluyendo a un sector de la izquierda tradicional, como ocurrió con el PS. Para ello, esta última se había allanado desde antes a ser parte de un gobierno que pusiera en el centro la “consolidación” de un régimen civil por sobre la realización de cambios profundos, apuntando a desplegar una serie de políticas correctivas de los aspectos más polarizantes del “modelo” económico dictatorial. Los demás sectores opositores de izquierda a Pinochet, aunque con distintas estrategias, trataron de mantener la necesidad de un cambio sustantivo al capitalismo. Sin embargo, fueron incapaces de generar una influencia de masas, pues también debían enfrentar una fuerte represión y estaban excluidas del sistema político. Esto último, no se limitó a las organizaciones políticas o político-militares de este sector, sino que también incluyó a los dirigentes y movimientos sociales vinculados a la clase trabajadora.
En este marco, aun cuando se mejoraron ciertas condiciones de vida material de la población, como consecuencia de la “política del chorreo” capitalista neoliberal que vivó hasta 1997 su mayor ciclo expansivo, se comenzó a engendrar un profundo “malestar social”. Esto se expresó en crecientes movilizaciones sociales (particularmente en el bienio 1996-1997) y en desafección hacia la política institucional, reflejada en una baja pero permanente participación electoral, sobre todo en los sectores populares de la clase trabajadora. En buena medida, porque las “nuevas” experiencias sociales y económicas de dicha clase no eran respondidas políticamente desde el gobierno. Lo cual -entre otras cosas- generó un debate en la misma Concertación, que sería conocido como la discusión entre “autoflagelantes” y “autocomplacientes”, donde se puso en debate si la coalición estaba concretando su propuesta política fundacional.
Esta dinámica puede ayudar a explicarnos -a grandes trazos- porque, a pesar de instalarse mandatarios provenientes de partidos de un sector de la izquierda del siglo XX chileno, se fue generando un creciente distanciamiento de la clase trabajadora de la política y una expansión de diversas movilizaciones sociales. Estas tuvieron un punto de inflexión entre el 2006 y 2007, marcando el declive definitivo de la coalición de gobierno y abriendo la posibilidad para que un sector de los opositores ocupara La Moneda. Lo paradojal, es que no fueron las otras corrientes de izquierda las que pudieron canalizar dicho “malestar”, sino que los acérrimos defensores del “modelo”, como eran los partidos de derecha. En buena medida, ello fue posible por la incapacidad de las demás franjas de izquierda para constituir un proyecto que respondiera a las necesidades y demandas de la clase trabajadora.
Ahora bien, la proyección de esta erosionada relación entre las organizaciones de izquierda y la clase trabajadora no impidió el incremento de la movilización social. Al contrario, la segunda década del 2000, en especial desde el 2011, se transformó en un periodo plagado de protestas. En dicho trayecto, las izquierdas trataron de ofrecer alternativas para responder a este creciente “malestar”, que además iba acompañado de un ambivalente pero claro proceso de politización. Dichas propuestas políticas se concretaron en el proyecto de la “Nueva Mayoría” y el “Frente Amplio”, que al poco andar terminaron sucumbiendo, evidenciando su limitado y rezagado carácter en relación a los anhelos y necesidades populares. De tal modo, luego de 30 años de postdictadura, coronados con una de las revueltas más largas y extendidas del Chile contemporáneo, y ad portas de un proceso de cambio constitucional, han puesto como desafío repensar la posibilidad de un proyecto social articulado entre las diversas izquierdas y la clase trabajadora. Quizás una profundización en la trayectoria reciente de cada una de estas y en sus vínculos, nos permitan ver rastros para responder a esa disyuntiva, en un marco donde el capitalismo neoliberal parece colapsar a escala mundial y vuelve todavía más urgente construir un proyecto social alternativo.* Estudiante Doctorado en Historia USACH e integrante de CLASE.