Venezuela: Lo que más duele no es la derrota electoral, sino la derrota cultural

Cuantos más problemas se generaban en la realidad económica, más se concentró el gobierno en narrar lo logrado en los años de la Revolución. Lo publicitó hasta el cansancio y creó –o creyó crear- un imaginario no solo nacional, sino latinoamericano, internacional sobre el hecho que esas indudables conquistas cimentaban un camino hacia el éxito electoral.   Aram Aharonian – Question Digital Seamos claros: no es criticable en sí mismo que los gobiernos tengan relatos. No existen gobiernos sin relatos. Pero un tema opinable, discutible, debatible, son sus contenidos políticos. El problema mayor no surgió ahora, de cara a las elecciones parlamentarias, sino mucho antes, cuando la narrativa sobre los logros de la revolución chavista -pacífica, democrática- se distanció crecientemente de las percepciones sociales. Cuantos más problemas se generaban en la realidad económica, más se concentró el gobierno en narrar lo logrado en los años de la Revolución. Lo publicitó hasta el cansancio y creó –o creyó crear- un imaginario no solo nacional, sino latinoamericano, internacional sobre el hecho que esas indudables conquistas cimentaban un camino hacia el éxito electoral. Esa cansina insistencia tenía otra implicancia, la de seguir el libreto del síndrome de “plaza sitiada”. Los asesores (españoles, franceses) del gobierno insistieron en que el mensaje debía ser “defender” lo logrado ante las amenazas de la guerra económica, del “lobo” de la intervención extranjera. Se insistió en que no era momento para nuevos sueños y nuevos logros. Si las grandes mayorías siempre elegirían la realidad actual a los momentos anteriores a la llegada de Hugo Chávez al poder, eso no implica que estuvieran dispuestas a dejar de imaginar mejores futuros. En esta trampa de la guerra mediática, cultural, muchos de quienes trazan y dirigen la comunicación en nuestros países se sienten seducidos por el síndrome de la plaza sitiada –hay que defenderse constantemente de la eventual agresión externa, imperial-, que si bien sirvió a la Cuba revolucionaria de los primeros años del bloqueo, es hoy una teoría impensable y por demás incoherente en países con cientos de radios privadas, decenas de televisoras, diarios, medios cibernéticos privados. Y donde las llamadas redes sociales juegan su rol como una herramienta más en la transmisión de mensajes e imposición de imaginarios. Los voceros oficiales, pésimos intérpretes del concepto gramsciano de hegemonía, se convierten en expertos en denunciología, olvidando construir una comunicación democrática, donde todos tengan voz e imagen, y donde la ciudadanía participe protagónicamente de los debates sobre la realidad y el futuro del país que se está construyendo. El síndrome de plaza sitiada genera una estrategia reactiva (se responde a la agenda del enemigo, validándola), y no proactiva, donde se diseñe la agenda informativa, comunicacional y política. No se informa, se reacciona a lo que dice el enemigo, tratando de acertar un golpe cuando ya uno está groggy. Esto genera a su vez una subcultura del no-debate: si hay críticas es de quienes le hacen el trabajo a la derecha nacional e internacional. Si no hay crítica, se eliminan los mecanismos de revisión, rectificación y reimpulso. Es el dilema de las falsas alternativas. Desde la muerte de Chávez, Venezuela no tuvo acceso a la información real: se terminó el Aló Presidente. Nunca hubo una política comunicacional, nunca se elaboró (y cumplió) con una agenda informativa, comunicacional y política. Ese es uno de los grandes y graves déficits de la Revolución Bolivariana (desde 2001 lo discutimos con Chávez, en foros, lo señalamos en textos periodísticos y libros). Crear medios no garantizó informar a la ciudadanía ni crear una nueva hegemonía: las cifras de sintonía de los cinco, seis, canales oficiales de televisión, no superaban un dígito. ¡Medios públicos sin público? Y para peor, subsiste la permanente confusión entre lo público, el Estado, el gobierno y las instancias partidarias. Pocos aguantan horas y horas de consignas, y discursos alejados de la realidad-real que se vive a diario, mientras espera un contenido que lo informe, forme, recree. Por eso a nadie puede extrañar que casi tres millones de chavistas, cansados de esa realidad virtual de la prensa oficial, ni siquiera apelaron al voto-castigo, sino a la ausencia-castigo. Cualquier crítica al gobierno era interpretada como “arma” que el enemigo podía utilizar contra éste. “Ese saltó la talanquera, es un agente de la CIA”, supieron encastrar a muchos militantes honestos y preocupados por su país y su revolución. Verticalismo, burocratismo, invisibilización de las mayorías, falta de transparencias e insuficiencias en la deseada democracia popular. Y el síndrome emergió una vez más como bandera de los “nuevos” defensores de la Revolución… tan cerca del gobierno y tan lejos del pueblo y de la realidad. Muchas veces denunciamos la manipulación mediática de la derecha, tratando de crear imaginarios colectivos que distan mucho de ser cónsonos con la realidad, en campañas de terror comunicacional en pos de la desestabilización de nuestros procesos de construcción. Declamamos sobre la necesidad de recrear el pensamiento crítico en la región… Pero es más fácil copiar modelo del enemigo. “Analistas” de la izquierda latinoamericana, “asesores” comunicacionales del “progresismo” europeos tratan, en buena medida, de imponer imaginarios (entre los ya convencidos, entre quienes apoyan a la revolución chavista) muy distantes de la realidad venezolana, en una especie de bajada de línea continua que se queda sin respuestas cuando suceden estos previsibles acontecimientos. Son años de vivir en la comodidad de la denunciología y el lloriqueo, incapaces de tener pensamiento crítico, incapaces de construir nueva comunicación, incapaces de coadyuvar en la construcción de nuevas sociedades. Ávidos de participar en cualquier foro panegirista, terminan convirtiéndose en sicarios del esfuerzo de los pueblos por cambiar la historia. El discurso de la derecha Cuando la derecha se apropió de los términos “cambio” y “futuro”, eso ya implicaba una derrota cultural. Los proyectos populares o de izquierda se colocan a la defensiva. Todos defendemos, por ejemplo, la educación pública. Pero no podemos regalarle a la derecha el análisis de los problemas de la educación que el pueblo percibe, ni podemos dejar de tener propuestas transformadores que respondan a las demandas de los sectores más humildes. Cuando el juego político se plantea de ese modo, los proyectos populares deben convocarse a debates que permitan construir una nueva imaginación y nuevas ideas para el futuro. Pero eso no sucedió ni sucede, y ni siquiera queda la esperanza de que ya vendrá Chávez para arreglar ese entuerto. Hoy se expande la idea de que esta elección fue resultado del poder de los medios (nacionales, internacionales, cartelizados en sus campañas de terror y desestabilización). Pero los medios tenían el mismo poder cuando se obtuvo tantas veces el triunfo. Y los modos de conducción dificultaron el surgimiento de propuestas y perfiles diferenciados, que pudieran alimentar y fortalecer al gobierno desde cierta diversidad. La paradoja es que la ausencia de esa diversidad interna desdibujó el perfil del Polo Patriótico, a la vez que dejó mucha disconformidad pública en el chavismo. Los niveles de conflictividad –y el descreimiento de las bases- fueron muy agudos antes y después de la proclamación de los candidatos del PSUV a la Asamblea. A veces conviene aceptar que uno no tiene la razón o no tiene toda la razón o que se ha equivocado en las estrategias, en los modos de organización, en renunciar a hablarle a los no convencidos, en no alentar la crítica constructiva y el debate franco, en no dar la batalla cultural, o no entender qué significa, más allá de que es un linda consigna. Fue, a través de esos errores, que fue drenando el capital político hegemónico. El poder fáctico Por otro lado, el poder fáctico –básicamente el económico-financiero anclado en el terrorismo de la prensa hegemónica- ha sido exitoso en el manejo de la desesperanza, la frustración, la guerra económica y la incertidumbre, apostando a la desorientación, el olvido y la pérdida de identidad de los venezolanos. Y el aparato burocrático partidista, el PSUV, no ha logrado generar esperanza presentando un listado de candidatos digitados desde la cúpula, repitiendo nombres resistidos por la militancia, sin permitir disensos ni debates entre las decenas, centenares de agrupaciones que componen el llamado “chavismo”.. El golpe que supuso la pérdida de Hugo Chávez fue y sigue siendo) demasiado grande, máxime cuando en 15 años no se puso énfasis en formar nuevos cuadros políticos, pero también para la gestión administrativa. Chávez construyó una serie de equilibrios que no heredó Maduro, quien no supo hacer valer en la población los logros de la Revolución Bolivariana. Quizá, sin darse cuenta que esos logros son pasado, y lo que el pueblo espera es esperanza, futuro. No nos cabe la menor duda: Nicolás Maduro no es Hugo Chávez, aunque sus asesores socialdemócratas europeos (franceses, españoles) se lo hayan querido hacer creer al pueblo, pajaritos mediante. Pero, a pesar de eso, la oposición venezolana unida logró solo 400 mil votos más que en las presidenciales de 2013, cuando Maduro se impuso por apenas un punto porcentual de diferencia a Henrique Capriles. Dos años después, en 2015 se repitió lo mismo: el ausentismo del chavismo. De los 8,2 millones de votos logrados por Chávez en 2012, el apoyo al gobierno en las elecciones parlamentarias mostró una diferencia de casi 2,5 millones de votos (800 mil sufragios menos que cuando Maduro ganó las presidenciales). Ausenstismo, voto castigo, desilusión. Fueron entre 2,5 y tres millones de chavistas que se quedaron empantuflados en sus casas, los que no creen de ninguna forma de que la derecha pueda o deba gobernar. Obviamente, las apelaciones a la “traición” de sectores del chavismo a la Revolución Bolivariana no ayudan a remontar la cuesta, y la convicción de que alcanza con tener una maquinaria electoral aceitada se viene cayendo por sí sola desde hace años, cuando enfrente hay un pueblo que, gracias al chavismo, pasó de ser objeto de políticas, a ser sujeto de las mismas, a creer en el protagonismo popular en un nuevo tipo de democracia. En la que no parecen creer los dirigentes de hoy. La campaña opositora contó con el descontento acumulado en la población –desgastada por hacer largas colas para conseguir alimentos y medicinas–, donde destacan la inflación, el desabastecimiento, la escasez y la disparada de precios. Aun cuando la oposición y los oportunistas –entre ellos varios travestidos en neoliberales- acusaron al gobierno de la situación, éste no es el único participante en esta confrontación, aunque sí el responsable de no haber encontrado una solución a ninguno de los problemas. El hundimiento de los precios de los hidrocarburos es un golpe difícil de asimilar en un país monocultivador acostumbrado a vivir de la renta petrolera, aún más cuando la crisis es utilizada por la oposición –interna y externa- para golpear al gobierno con presiones para romper la OPEP y mantener bajos los precios del crudo, con acaparamiento de bienes, con subida intencional de precios, con fraude en el cambio del dólar, con contrabando, con guerra psicológica alimentada por los medios de comunicación, con sabotajes, con… La disputa por el poder político en Venezuela es apenas un medio para el control de la quinta parte de los hidrocarburos del planeta. Hay que reconocer que el gobierno de Maduro fue –hasta el momento- firme en la defensa de los programas sociales e inversiones estratégicas del chavismo, pero no ha encontrado la forma de parar la especulación, la inflación y el desabastecimiento y en casi tres años no ha elaborado ni una sola medida para atemperar la crisis, mientras tolera en el seno del Estado a corruptos, ineficientes e ineficaces por doquier, garantizándoles hasta ahora la impunidad, en medio de una guerra económica, ante un escenario de grave restricción externa. La responsabilidad mayor, quizá, sea de los grupos económicos –el poder fáctico-, especialmente el capital financiero y el bancario, que desde 2004 establecieron una estrategia para desmontar el control cambiario y retomar el control de la fijación del tipo de cambio y la privatización de las divisas. Muchos funcionarios, que han tenido total control, desde 2009, del tipo de cambio y de la estrategia especulativa que se fraguó con el dólar paralelo, tienen nombre y apellido y están montados en esta confabulación. Maduro sigue siendo presidente, y para sacarlo deberán juntar las firmas necesarias que les permitan convocar un referendo revocatorio u ofrecer alguna alternativa de golpe blando parlamentario. Mientras tanto, liberémonos de la mordaza (o del bozal de arepa) y tengamos la audacia de llamar las cosas por su propio nombre.
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